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Rafael Narbona: Los placeres prohibidos en los Estados Unidos de Lillian Hellman

Nadie cuestiona el talento de William Wyler, pero carece del reconocimiento reservado a los directores a los que se atribuye un estilo propio. De origen francés, Wyler (1902-1981) desarrolló toda su carrera en Hollywood. Su forma de dirigir es limpia y elegante. Su colaboración con Bette Davis (JezabelLa carta La loba) puso de manifiesto su habilidad para dirigir a grandes actores, preservando su intensidad al tiempo que contenía sus excesos. Las películas de Wyler se caracterizaban por un fuerte acento literario, donde prevalecían los finales amargos (La heredera) o levemente esperanzadores (Los mejores años de nuestra vida). Vacaciones en RomaHorizontes de grandeza y Ben-Hur aligeraron el trasfondo dramático, demostrando que podía manejarse con fluidez en el terreno de las grandes superproducciones. Ese giro restará profundidad a su cine, acercándolo a un público menos exigente, que le dará la espalda en la década posterior. Wyler se embarcará entonces en proyectos más modestos, pero más sinceros. The Children’s Hour (La calumnia, 1961) pertenece a esa época. Es una producción sencilla basada en la primera pieza teatral de Lillian Hellman, una de las figuras más emblemáticas de la izquierda norteamericana. La película recrea la historia de Karen (Audrey Hepburn) y Martha (Shirley MacLaine), dos profesoras de un idílico internado de niñas que son acusadas de mantener relaciones homosexuales.

La acusación se basa en el falso testimonio de la una alumna que manipula a su abuela, una poderosa dama de la aristocracia local. Wyler recurre a la profundidad de campo para narrar el momento en que Karen descubre de qué las acusan. En un plano fijo aparece Martha, expectante mientras observa desde el vestíbulo del colegio la conversación entre su amiga y el padre de una niña. Una puerta cerrada, pero con la hoja de cristal, permite contemplar la acción, sin necesidad de escuchar el diálogo. La tensión dramática crece gracias a este recurso, donde se juega con la confusión de las maestras y la información de los padres. Desconocer el motivo del escándalo acentúa la soledad e indefensión de las presuntas amantes. Karen y Martha recurren a la ley para frenar el rumor, pero pierden la querella. El internado se vacía y la comunidad les cierra todas sus puertas. Ni siquiera pueden pasear. Los extraños merodean por el colegio, con una mezcla de desprecio y obscena curiosidad. La escuela ya no es un espacio de aprendizaje, sino una cárcel. Probablemente, Hellman pretendía extender la metáfora a la totalidad de la sociedad norteamericana.

 

 

Wyler ya había adaptado al cine The Little Foxes (La loba, 1937), una obra de Lillian Hellman. Parece indiscutible que Wyler y Hellman pretendían sacar a la luz todas las miserias de una sociedad en la que aún persistía la discriminación racial y sexual. Wyler no se conformó con abordar una cuestión que lo alejaba del público que había aplaudido la frescura de Vacaciones en Roma o la escenografía épica de Ben-Hur. En The Children’s Hour, Wyler se hizo eco de algunas de las innovaciones de la nouvelle vague. La cámara se hace más visible, el montaje adquiere más relevancia, los planos se rompen abruptamente, los rostros ocupan toda la pantalla, deformándose para expresar sus sentimientos. El amor apenas puede respirar en un ambiente que ejerce una coacción permanente sobre los afectos.

 

 

The Children’s Hour no era la primera colaboración de Audrey Hepburn con Wyler, pero esta vez no se trataba de una comedia, sino de un drama desgarrador. Si reparamos en queThe Children’s Hour se rueda el mismo año que Breakfast at Tiffany’s, se hace más evidente el propósito de despojar a Hepburn de todo su glamur. Wyler divide la narración en dos partes por medio de una elipsis nada efectista. La película comienza con un travelling que nos acerca al internado, donde dos niñas tocan una pieza para piano a cuatro manos en presencia de sus padres. Un primer plano de Karen nos muestra su bienestar interior. Después de graduarse en la universidad, ha conseguido realizar un sueño. Ahora sólo le espera fijar la fecha de su boda con su prometido, un joven médico (James Garner) que trabaja en el hospital local. Cuando anuncia el compromiso a Martha, se desata una discusión. Martha arroja una plancha al suelo y Karen se queda desconcertada por su reacción. Una niña contempla la disputa y la reconciliación, que incluye un beso en la mejilla. El incidente desata los primeros rumores.

Wyler explota los primeros planos para mostrar la mezquindad de los personajes que propagan la calumnia: una niña terrorífica, su estricta abuela y una tía de Martha, estúpida y egoísta (Miriam Hopkins). Wyler transforma a la niña en un ser grotesco, de una perversidad infinita. Lejos de la contención impuesta al resto de los actores, Wyler aplica una distorsión sistemática, que se aleja de cualquier planteamiento naturalista. La niña sobreactúa porque sus actos son monstruosos, casi inverosímiles. La niña es el rostro desnudo de una comunidad ferozmente intolerante, que, sin embargo, alienta oscuras perversiones. El acoso que sufren las maestras después del escándalo refleja las pulsiones reprimidas por un puritanismo en conflicto con sus propias normas. La abuela aparenta una serenidad que se desmorona al descubrir la verdad. Su leve caída al intentar subir unas escaleras simboliza las dudas de una burguesía que empieza a cuestionarse sus principios. Sin embargo, Estados Unidos aún necesitará bastantes años para tolerar la homosexualidad y poner fin a la segregación racial.

La tía de Martha, una supuesta actriz que deplora la decadencia del teatro, redunda en esa sobreactuación que Wyler convierte en un rasgo estilístico. El mal puede ser tímido o presuntuoso, pero siempre es ridículo. El encuadre que muestra a la niña despidiéndose del colegio desde la ventanilla trasera de una limusina recuerda el rostro de un sapo aplastado contra un cristal. Wyler, meticuloso en cada encuadre, cambia de procedimiento cuando se ocupa de Karen y Martha. Después de perder el juicio por difamación, las escaleras ya no son un hervidero de niñas y los columpios apenas se balancean impulsados por un viento otoñal. Los interiores se han oscurecido y los árboles comienzan a perder sus hojas. La tristeza de Karen contrasta con la desesperación de Martha, que se enfrenta a sí misma. Karen ha perdido su trabajo y al hombre que amaba, pero Martha sufre algo mucho peor. Ya no puede esconder durante más tiempo el amor que experimenta hacia Karen. «Yo te quiero», confiesa, «pero te quiero como piensan los demás. Siento esto desde la universidad». Karen no manifiesta ninguna clase de rechazo. Al revés, actúa con ternura y, tras intercambiar unas palabras afectuosas, sale a pasear por los jardines. La cámara sigue sus pasos, con aparente tranquilidad. En cierta manera, Karen parece menos desdichada. Sin embargo, su paseo se convertirá en desesperada carrera al intuir que algo marcha mal. The Children’s Hour finaliza con Karen abandonando el recinto del colegio. Un contrapicado muestra su rostro recortándose sobre un cielo donde el sol parpadea detrás de las hojas de los árboles. Karen abandona la comunidad con un sentimiento de liberación. Ya no se preocupará de las apariencias ni de las calumnias. Ahora sólo le interesa descubrir lo que hay en su interior.

André Bazin, uno de los creadores de Cahiers du Cinéma, consideraba que Wyler no pertenecía al grupo de directores que se esfuerzan para que el espectador olvide la presencia de la cámara. No es Howard Hawks. Está más cerca de figuras como Friz Lang o Alfred Hitchcock. No es un mero artesano. Su puesta en escena y la dirección de los actores reflejan una cuidada depuración. Todo está al servicio de la historia. Wyler es un narrador puro, que siempre pretendió «dirigir de acuerdo con sus sentimientos y su enfoque de la vida»The Children’s Hour es una defensa incondicional de la libertad en una época en la que el aire aún seguía contaminado por la podredumbre moral del macartismo. Wyler nos recuerda que el amor sólo debería depender de la voluntad de los amantes. El amor no necesita la aprobación de la sociedad. El amor se basta a sí mismo y sólo debería luchar con su propia carga de incertidumbre.

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