Rafael Rojas: Cuba después de Obama
El presidente estadounidense es el dirigente mundial que mejor puede alentar la democratización en la isla. La reforma política es inevitable; la única cuestión es si se hará antes de 2018, cuando se renueve la Jefatura del Estado, o después
Durante décadas, buena parte de la opinión pública global ha especulado qué pasará en Cuba después de la muerte de Fidel Castro. Especulación cada vez menos pertinente, dado que la Cuba posterior al orden social de la Revolución y al estilo fidelista de gobierno ya es una realidad. La evidencia de una sociedad cada vez más estratificada y ajena a los usos y costumbres del castrismo, por el avance de una economía de mercado segmentada y el nacimiento de nuevas élites, globalizadas a su manera, confirma esa muerte política.
El viaje de Barack Obama acelera la mutación de un régimen que sobrevive a su fundador. El presidente de Estados Unidos llega a un país diferente al que Castro intentó mantener vivo, a costa de grandes sufrimientos, en las décadas que siguieron a la caída del muro de Berlín y la desintegración de la URSS. Mucho de lo que ha sucedido en la isla en los últimos años —multiplicación del trabajo por cuenta propia, compra y venta de automóviles y casas, liberalización del consumo, alza de remesas, apertura a la inversión extranjera, flexibilidad migratoria, aumento del turismo…— debió suceder hace veinticinco años.
A estas alturas es más importante preguntarse qué pasará en Cuba después de Raúl o, más específicamente, después de Obama, por las enormes expectativas que se acumularán en los dos próximos años. Obama se despedirá de los cubanos a pocos días de que comience el VII Congreso del Partido Comunista, la última reunión de ese tipo antes de que se produzca la inevitable renovación generacional de la cúpula gobernante en 2018. La hora de la biología ha llegado, y persistir en un Gobierno controlado por nonagenarios puede ser más señal de fragilidad interna que de una empecinada idea mafiosa del poder.
No hay dirigente mundial, que haya visitado la isla en décadas pasadas, con mayores posibilidades de alentar una democratización del sistema político cubano. Ni Mijaíl Gorbachov ni Jimmy Carter, ni Juan Pablo II ni Nelson Mandela, recibidos por Fidel Castro, podían hacerlo. Obama, con un anfitrión como Raúl Castro, puede. Es el primer presidente de Estados Unidos que aplica un sostenido desmantelamiento del embargo comercial, con cuatro paquetes de medidas entre diciembre de 2014 y marzo de 2016. Y es, sobre todo, un líder que personifica algo que los cubanos no poseen desde hace mucho tiempo: un estadista joven, que ganó limpiamente unas elecciones democráticas y que, luego de ocho años de gobierno, se retira.
Obama encarna muchas cosas que la ciudadanía joven de la isla valora positivamente después de 56 años de comunismo: el ascenso social y político de los afroamericanos en Estados Unidos, la apuesta por una gestión pública en beneficio de las mayorías, un ejercicio diplomático que prioriza la negociación de conflictos, un demócrata del siglo XXI que habla el lenguaje de las democracias del siglo XXI. Pero Obama es, además, la prueba viviente de algo que la juventud cubana tiene que ver con una mezcla de extrañeza y fascinación: un político que abandona el poder a los 55 años, la edad que tienen los sucesores más jóvenes de los octogenarios gobernantes de la isla.
En Cuba, a diferencia de en México, Brasil o Argentina, país que visitará pocos días después, el presidente de Estados Unidos representa el ideal de lo prohibido. Todo cubano que, después de 1959, haya proyectado alguna vez el deseo o la voluntad de ser un político en democracia es hoy un sujeto malogrado: un fusilado, un preso, un reprimido, un defenestrado, un exiliado. Barack Obama atrae a la ciudadanía y a la oposición cubanas —aunque no todos los opositores respalden sus políticas—, y es una inspiración secreta para el grupo de sucesores, que tienen su misma edad, que tímidamente se prepara para heredar el poder de una casta de ancianos que desconfía de quienes la sobreviven.
Pero un aliento de Obama a la democratización de Cuba carece de efecto inmediato. La democracia en la isla, si alguna vez se construye, será obra de los mismos cubanos y, si quiere ser duradera, deberá surgir sin presiones externas. El largo diferendo con Estados Unidos ha sido un elemento estructural del sistema vigente y el cambio político se asocia con el restablecimiento de vínculos bilaterales y la normalidad diplomática. Aun así, el nuevo nexo entre Estados Unidos y Cuba, al margen de cualquier escenario de pesadilla, oscila entre dos desenlaces: una sucesión autoritaria, que consolide el actual capitalismo de Estado, o una transición democrática.
Es muy poco lo que el Gobierno tendría que hacer para facilitar el arranque de una transición. En primer lugar, suspender los arrestos temporales de cada fin de semana y permitir la libre manifestación pública de los opositores. También podría decretar desde ahora los proyectos de reforma constitucional, electoral y de asociaciones que desde hace años se estudian en el Partido Comunista. ¿Qué le impide hacerlo? Únicamente el obsesivo cálculo biológico que subyace a todas sus decisiones: si hay reforma política —piensan los jerarcas—, deberá producirse cuando no amenace el poder de los Castro y la generación histórica.
Un inconveniente de que Obama viaje a fines de marzo es que Raúl Castro tal vez use el congreso de abril para reparar daños simbólicos y cerrar filas. El desafío ideológico de la visita no es menor para una nomenklatura que hace muy poco apostaba toda su estrategia mediática, adscrita al bloque bolivariano, a la confrontación de la hegemonía de Estados Unidos. El continuismo deberá ser leído con suspicacia, sin perder de vista que la normalización diplomática ha sido decidida en la cúpula, con importante apoyo de las bases, pero, también, contra las reservas y objeciones de los sectores más ideológicos e inmovilistas del aparato político.
La cúpula sabe que la reforma política es inevitable. Solo se debate en propiciarla antes de febrero de 2018, cuando se producirá la renovación de la jefatura del Estado, o después. Si lo hace antes, permitirá que la sucesión de poderes tenga lugar en un clima de mayor legitimidad para el heredero designado. Si se resiste a hacerlo, de acuerdo con los reflejos totalitarios del régimen, corre el riesgo de que la incertidumbre crezca después de la sucesión y la ingobernabilidad amenace un pequeño país del Caribe que, no por sus buenas relaciones con Washington, está libre de las turbulencias de la región.
Rafael Rojas es historiador.