Rafael Rojas: El constitucionalismo vulgar
La teoría jurídica y política más avanzada, en las últimas décadas, ha desafiado la sacralidad y el fetichismo que la doctrina liberal clásica atribuía a las constituciones modernas. Especialmente en el área iberoamericana, autores como Bartolomé Clavero, Roberto Viciano Pastor y Rubén Martínez Dalmau se identificaron con los procesos constitucionales de Venezuela en 1999, Bolivia en 2008 y Ecuador en 2009. Encontraban ahí una radicalización del pluralismo político, por medio de la introducción de mecanismos de democracia directa, y una extensión de nuevos derechos a la ciudadanía.
Esos constitucionalistas españoles y muchos latinoamericanos que los siguieron veían en la proclamación de aquellas cartas magnas una señal del colapso de paradigmas heredados de las transiciones a la democracia, desde las dictaduras de la Guerra Fría, en los años 80 y 90 del siglo pasado. Las constituciones del “socialismo del siglo XXI” eran vistas, además, como una afirmación de la importancia de las leyes y las instituciones en procesos políticos de amplia participación popular. Con los gobiernos de la nueva izquierda latinoamericana se aspiraba a la construcción de un nuevo orden social y las constituciones reflejaban ese propósito.
La Asamblea Constituyente impuesta a Venezuela por el gobierno de Nicolás Maduro, por lo visto, no tiene en su origen la ruptura con el paradigma constitucional anterior ni el proyecto de un nuevo orden social. Según Maduro y sus pocos defensores en la región, dicho organismo preservará las premisas centrales del texto de 1999. Se trata, por tanto, de una nueva representación legislativa con poderes constituyentes que sólo reformará la Constitución actual. Está por ver cuáles serán los artículos a reformar, pero podría suponerse que una de las reformas será el cambio del sistema de representación política, introducido en la elección del nuevo cuerpo parlamentario.
Maduro vulgariza el constitucionalismo hispanoamericano porque convierte el proceso constituyente en un mero recurso del poder, para salir de una inmanejable situación de mayoría legislativa opositora. Si todos los gobiernos latinoamericanos hicieran eso, los países tendrían una nueva constitución cada quince o veinte años. Algo que, en su tiempo, recomendaba Thomas Jefferson pero, no para remover despóticamente un congreso legítimo, sino para adaptar las leyes e instituciones de la democracia a los intereses y valores de las nuevas generaciones.
Es curioso: los dos países que han protagonizado los mayores cismas políticos regionales en sesenta años, Cuba y Venezuela, son aliados que se ubican en las antípodas del constitucionalismo latinoamericano. En Cuba, la Constitución no se reforma, a pesar de sus crecientes discordancias con la sociedad real de la isla, y el debate constitucional es sumamente reducido. En Venezuela, el constitucionalismo se reproduce de manera tan indiscriminada que hasta sirve para resolver crisis coyunturales del gobierno. Si en Cuba persiste el fetichismo constitucional, de tipo soviético, en Venezuela se ha llegado al otro extremo.
El constitucionalismo vulgar es, acaso, la ruptura más evidente del madurismo con el chavismo. La prueba tangible de que Nicolás Maduro y sus seguidores son incapaces de respetar las reglas del juego creadas por la “república bolivariana” y el “socialismo del siglo XXI”. El defecto de aquellas reglas, según ellos, reside justamente en los márgenes democráticos que preserva el texto del 99 y que permitieron el triunfo de la oposición en las elecciones legislativas de 2015.