Se han cumplido 60 años del triunfo de la Revolución Cubana. Mucho tiempo, sin duda, pero la perdurabilidad del régimen creado por esa vieja epopeya no significa consenso. Hoy la sociedad cubana parece más dividida frente a su ley suprema que en cualquier otra época de su historia. Esa división se reflejó en los debates sobre la nueva Constitución, que será sometida a referéndum el próximo 24 de febrero.
Los medios oficiales son opacos sobre esos debates. Sus estadísticas sugieren un panorama contradictorio en el que una mayoría estuvo en contra del artículo 68, que reconocía el matrimonio igualitario, del voto indirecto para la elección del jefe de Estado, de los dos periodos de cinco años para el cargo de presidente y de la anulación del término “comunismo” para definir el ideal de sociedad en Cuba.
Es evidente que quienes favorecen la reelección, defienden el concepto de comunismo y se oponen al matrimonio igualitario pertenecen a un sector conservador e inmovilista que no ve con buenos ojos la elección directa. Ese sector ha sido privilegiado y sus demandas se reflejan en el texto constitucional. El artículo 68 desaparece y los que marcan la elección indirecta permanecen. El inmovilismo ganó.
El sector reformista ha expresado su malestar a través de publicaciones independientes. En páginas electrónicas como Cuba Posible, On Cuba, 14 y Medio, El Estornudo, El Toque o La Cosa leímos críticas al texto constitucional y al proceso constituyente, por su falta de representatividad y aperturismo. Intelectuales y académicos denunciaron abiertamente la negativa de la burocracia a debatir el proyecto constitucional en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac).
Reiteradas objeciones al poder han aparecido en medio de la movilización de la sociedad civil y el campo artístico e intelectual contra decretos que limitan el trabajo por cuenta propia y refuerzan el control del Estado sobre la actividad cultural. El presidente, Miguel Díaz-Canel, se vio obligado a corregir medidas contra el sector no estatal y el Ministerio de Cultura anunció una aplicación gradual y modificada del Decreto 349, rechazado por la comunidad intelectual de la isla.
Esos decretos, que deberían formar parte de la legislación reglamentaria, intentaron aplicarse antes de la Constitución misma por el miedo a la pérdida de control que se apodera de la élite del poder. Los mínimos pasos de flexibilización que se dan, especialmente en artículos dedicados a la propiedad no estatal y las libertades de asociación y expresión, son contrarrestados por una legislación obsesiva, que busca abortar cualquier aplicación heterodoxa de la norma.
Tal vez sea esta la Constitución menos consensuada de la historia cubana. Las cuatro anteriores, de 1901, 1940, 1976 y 1992, fueron leyes de consenso. Las dos primeras, del consenso relativo que asegura toda democracia liberal. Las dos segundas, del consenso artificial que impone la hegemonía socialista. En 1901 y 1940 intervinieron constituyentes opositores al Gobierno de turno, como los masoístas de los primeros años del siglo XX y los comunistas del periodo republicano. En los constituyentes de 1976 y 1992, como en el actual, no se escuchó una sola voz opositora.
Pero a diferencia de las dos Constituciones socialistas previas, la de 2019 enfrenta una sociedad civil heterogénea, que crece de manera sostenida y desborda el entramado institucional del Estado. En la Cuba del siglo XXI, la sociedad pugna por rebasar al Estado, y aunque este pelea por preservar su hegemonía, se ve obligado a negociar una cohabitación inédita. Mientras no dé lugar a una nueva institucionalización del pluralismo político real, esa cohabitación se expresará por medio del disenso. Esta Constitución aparece seis décadas después de la Revolución. Se trata de una Carta Magna posrevolucionaria o de reformismo limitado, que deja insatisfecha a una porción considerable de la ciudadanía de la isla y la diáspora. No es suficientemente continuista para la facción conservadora, ni suficientemente renovadora para el segmento comprometido con el cambio.
No es una Constitución que se proclama y se vota en referéndum para abrir una etapa nueva en la historia de la isla. Es una Constitución que explícitamente se plantea como “confirmación” o “actualización” de la ruta elegida hace más de medio siglo, en plena Guerra Fría. Esa falta de voluntad fundacional lastra el proyecto desde sus cimientos; lo priva de convocar a todas las fuerzas del país y sus emigraciones a un nuevo comienzo, que no tendría que ser necesariamente destructivo.
¿Qué esperar luego de que se apruebe, por el voto favorable de una mayoría amplia o reducida? Más disenso. La Constitución agregará división a una sociedad que entra en una fase imparable de pluralización. Muchos grupos sociales y personalidades de la isla que, hasta hace poco, no cuestionaban públicamente premisas del sistema, como el partido único, la ideología de Estado o la elección indirecta del presidente, ya lo hacen. Y cada vez serán más.
Rafael Rojas es historiador.