Rafael Rojas: El Fidel que muere
Una sucesión autoritaria, en manos de un liderazgo pragmático, podría evolucionar hacia una transición a la democracia
Si Fidel Castro hubiera muerto hace 10 o 15 años, quien habría desaparecido era una figura histórica muy distinta de la que hoy se despide de este mundo. Cuando una grave enfermedad intestinal lo obligó a apartarse del poder, en el verano de 2006, el político cubano comenzó a ser algo diferente de lo que había sido desde que organizó el asalto al cuartel Moncada, en los primeros meses de 1953. Quien hoy muere es la sombra o el espectro de aquel. El duelo actual es la caricatura de otro más profundo, vivido en la conciencia de los cubanos desde mediados de la pasada década.
Por más de 50 años, aquel Fidel dedicó la mayor parte de sus muchas energías físicas e intelectuales a un oficio que rebasa el territorio de la política: la conspiración. Desde muy joven, tal vez desde los meses posteriores al golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 encabezado por Fulgencio Batista, Castro dijo adiós, para siempre, a la política democrática, y se entregó en cuerpo y alma a lo que él y la mayoría de los jóvenes de su generación entendían por una «política revolucionaria».
Esa manera de concebir y practicar la política se basaba en el diseño y conservación de un grupo de personas comprometidas y leales a un líder máximo —el propio Fidel— y a un proyecto político encaminado a la toma violenta del poder, primero, y a la transformación integral de Cuba y de sus relaciones con el mundo, después. El asalto al cuartel Moncada, el exilio en México, el desembarco del yate Granma en el Oriente de Cuba y la guerrilla de la Sierra Maestra serían momentos clave de la primera fase de aquella empresa: la conquista del poder.
Luego de la llegada al poder vendría lo más difícil: la transformación de ese país caribeño, a base de igualdad pero también de supresión de libertades, y el aprovechamiento del capital simbólico de la revolución en la búsqueda de una incidencia en el rediseño del mundo, durante la Guerra Fría. Habría que reconocer que Fidel Castro también logró este segundo objetivo, más ambicioso, aunque con altas y bajas. Nadie con mediana cultura histórica podrá olvidar, por ejemplo, que en octubre de 1962 la opinión pública liberal o socialista de Occidente, tal vez el auditorio al que siempre ambicionó provocar o agradar, vio al joven líder cubano como una amenaza nuclear.
La pertenencia de Cuba al bloque soviético, por 30 años, funcionó como bóveda protectora de las conspiraciones domésticas o internacionales de Fidel. Fue durante esa larga pertenencia de Cuba a la órbita de Moscú que se diseñaron los principales elementos del sistema político de la isla: purgas cíclicas de la dirigencia revolucionaria, partido único, dominio de la esfera pública, aniquilación de opositores por medio de ejecuciones, arrestos y exilios, control de la economía, la sociedad civil y la cultura por parte del Estado.
Fue también, en aquellas tres décadas, que Fidel Castro pudo intervenir con mayor soltura en la política mundial a través del apoyo a las guerrillas latinoamericanas, la descolonización africana y asiática, el Gobierno de Salvador Allende en Chile, la revolución sandinista en Nicaragua o las guerras de Angola y Etiopía. Los historiadores discuten la mayor o menor autonomía de Castro dentro de aquella estrategia internacional, encaminada a contrarrestar la hegemonía de Estados Unidos y las grandes potencias occidentales en el Tercer Mundo. Pero lo cierto es que sin el apoyo Moscú difícilmente la dirigencia cubana habría logrado sus objetivos básicos, en el orden nacional, regional o internacional.
Lo sucedido en las dos últimas décadas postsoviéticas es la mejor prueba de la rentabilidad de aquella dependencia. Sin el respaldo y la guía de Moscú, que dotaba a la política cubana de una racionalidad modernizadora particular, el liderazgo de Fidel debió reducir su área de influencia a América Latina y al conflicto entre Cuba y Estados Unidos. Entre 1992 y 2006, los peores atributos de una política voluntarista y ofuscada, que se habían manifestado de manera intermitente en los sesenta y los ochenta (Cordón de La Habana, Ofensiva Revolucionaria, Zafra de los Diez Millones, Mariel…), se volvieron permanentes con el Periodo Especial y la Batalla de Ideas.
La llegada de Hugo Chávez al poder de Venezuela a fines de los noventa y la posterior creación del bloque del ALBA marcó el momento de mayor protagonismo de Fidel Castro luego de la caída del muro de Berlín. Pero ese momento, por coincidir con la decadencia física del líder cubano, limitó las posibilidades de su capitalización política por parte de La Habana. Lo poco que alcanzó a hacer Fidel Castro en ese entorno reiteró, sin embargo, la línea maestra de su estrategia mundial desde los años sesenta: la hostilización permanente de la hegemonía de Estados Unidos en América Latina, aunque, esta vez, reconstituyendo un circuito autoritario internacional, por medio de la diplomacia petrolera de Chávez.
Lo mucho que esa manera conspirativa de entender la política y el rol de Cuba en el mundo debía, estrictamente, a la persona de Fidel Castro pudo comprobarse en los años que siguieron a su retiro del poder. De 2006 para acá, el Gobierno cubano, en manos de Raúl Castro, ha descontinuado algunas de las premisas que más claramente identifican el legado de su hermano. Hoy, por ejemplo, la economía y la sociedad cubanas ya no están rígidamente controladas por el Estado, ni la política exterior de la isla está obsesivamente dirigida a hostilizar la hegemonía de Estados Unidos, ni la relación entre los cubanos de la isla y la diáspora está tan estatalmente intervenida como antes.
La muerte biológica de Fidel se ha producido varios años después de su muerte política, en medio de un proceso de cambio, y este hecho abre un signo de interrogación sobre su legado. El Gobierno de Raúl Castro se ha esforzado en diferenciarse de su antecesor en la política económica, internacional y cultural —no en la médula represiva y totalitaria del régimen— porque advierte que la contradicción típicamente maquiavélica entre medios y fines, que acusaba el proyecto fidelista, es inviable en el siglo XXI. Dotar de derechos sociales básicos a la población a costa del abandono del mercado y subordinar las relaciones internacionales de la isla al conflicto con Estados Unidos eran métodos de la Guerra Fría, irrentables en una era global.
Si el que hoy desaparece es la sombra o el espectro de quien rigió los destinos de Cuba por casi medio siglo, la muerte de Fidel no debería tener mayor impacto en la realidad de la isla. La ceremonia del duelo será prolija en discursos melancólicos y restauradores, pero cuando se disipe la bruma funeraria, las reformas iniciadas por Raúl Castro continuarán y, tal vez, se profundizarán. A medida que esa transición a un capitalismo de Estado —o a una democracia soberana— se acelere y la nueva Cuba del siglo XXI se perfile socialmente, el legado de Fidel Castro tendrá mayores posibilidades de rearticulación.
El país que saldrá de este periodo confuso de la historia de Cuba será —ya es— muy diferente al que intentó construir la revolución hace medio siglo. A pesar de que el actual desmontaje del orden revolucionario se hace en nombre de Fidel, parece inevitable que viejos y nuevos actores políticos reconozcan en el fidelismo una tradición abandonada en la práctica por el actual Gobierno. Podría, incluso, contemplarse el irónico escenario de que un fidelismo cubano del siglo XXI, en nombre de la reivindicación de valores revolucionarios abandonados por la nueva élite militar y empresarial, contribuya, junto a otras fuerzas políticas opositoras existentes, a la inútilmente postergada democratización de la isla.
Rafael Rojas es historiador cubano, exiliado en México, premio Anagrama de Ensayo por su libro Tumbas sin sosiego.