Rafael Rojas: El populismo como voluntad y representación
En el siglo XXI el populismo carece de una geografía asociable a un mayor o menor nivel de desarrollo de la democracia
El presidente venezolano, Nicolás Maduro (izq.), saluda a su homólogo ruso, Vladímir Putin, en septiembre de 2019. Foto: EFE
En los últimos años, la proliferación planetaria de regímenes populistas, de derecha o izquierda, ha ayudado a comprender que el populismo no es, en la mayoría de los casos, una negación sino un uso de la democracia. Estudios como los de Federico Finchelstein, Jan-Werner Müller, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt han cuestionado el peligroso error de percepción que supone la antinomia entre populismo y democracia. Aun así, poderosas corrientes de opinión, impermeables a las ciencias sociales y el pensamiento crítico más actualizado, persisten en identificar el populismo con el fascismo o el comunismo.
La peligrosidad de esos equívocos reside, fundamentalmente, en el desarrollo de estrategias de contención que apelan a una deslegitimación del populismo, en tanto “enemigo de la democracia”, similar a la del viejo liberalismo antitotalitario. En otro libro que sumar a la nueva biblioteca del populismo, la teórica de la Universidad de Columbia Nadia Urbinati agrega que enfrentar el populismo como un totalitarismo supone el riesgo de contraponer a “democracias iliberales”, como las llama Levitsky, liberalismos autoritarios. En la derecha latinoamericana contemporánea esa es una pifia recurrente; en la izquierda, un artilugio retórico.
En Me the people, Urbinati argumenta que, con frecuencia, el populismo es utilizado en el debate académico y político como un término “polémico” antes que como una categoría “analítica”. La autora propone elegir la segunda vía, lo que supone aceptar que los populismos son “proyectos de gobierno” que pueden transformar los tres pilares de la democracia representativa moderna: la soberanía popular, el principio de la mayoría y la representación política. Si la alteración afecta a los tres pilares a la vez, en un alto grado de profundidad, puede producirse ya no una “reconfiguración” sino una “desfiguración” de la democracia representativa.
Urbinati observa que el ascenso de los populismos en el siglo XXI ha cuestionado algunos estereotipos propios del triunfalismo liberal que siguió a la caída del muro de Berlín en 1989. A diferencia de aquellos años, hoy es evidente que el populismo puede emerger lo mismo en Washington, Londres o París que en Budapest, Caracas o Brasilia. En el siglo XXI el populismo carece de una geografía asociable a un mayor o menor nivel de desarrollo de la democracia. Y, sin embargo, cada populismo es diferente, ya que su identidad proviene de la alteración específica que produzca en el sistema representativo previo.
A nivel discursivo, todos los populismos gravitan en torno a la exaltación de un pueblo originario y homogéneo. Ese desplazamiento del ciudadano por el pueblo actúa sobre el sistema representativo de distintas maneras. Una, muy recurrente, es el uso indiscriminado de ejercicios plebiscitarios que, a la vez que contribuyen a la polarización, desplazan el proceso legislativo consuetudinario y simplifican las alternativas políticas. Urbinati no niega la pertinencia de los ejercicios de democracia directa, pero llama la atención sobre los inconvenientes de su abuso.
En algunos populismos constitucionales la reconfiguración del sistema representativo va unida a la creación de asambleas nacionales o entidades unicamerales que, de por sí, facilitan la subordinación al poder Ejecutivo. En esta y otras dimensiones, como la reactivación de los resortes patrióticos del discurso político, el populismo abreva en la tradición republicana clásica pero, por lo general, la conecta con un caudillismo –bonapartismo o cesarismo se les llamaba en el siglo XIX–, que en América Latina, con Rosas en Argentina o Santa Anna en México, fue en buena medida su negación.
Urbinati insiste en que el cesarismo no tiene como único objetivo desplazar al ciudadano por la masa, en tanto sujeto jurídico, sino sustituir la democracia de los partidos políticos y las asociaciones civiles por una “democracia del pueblo”. Dado que, en la mayoría de los casos, un régimen populista coexiste con parlamentos de origen electoral partidista, el líder apela constantemente a la voluntad general por medio de la opinión pública. En vez de contrarrestar la parte con el todo, esa práctica genera una mayor parcialización de la democracia, ya que quienes acaparan la representación son, por lo general, oligarquías leales al líder.
El voluntarismo populista, agrega Urbinati, superpone a las mayorías electas la mayoría del “pueblo verdadero”. Un pueblo que es, desde luego, una ficción, pero una ficción políticamente muy funcional, que permite colocar la autoridad del líder más allá de su propio partido o movimiento. No es raro que, eventualmente, el caudillo populista entre en contradicción con su partido o denuncie la burocratización u oligarquización de su movimiento. Esa recomposición de la élite del poder forma parte de lo que Urbinati define como el tránsito de un impulso “antiestablishment” a una deriva “antipolítica”.
Sin embargo, esta filósofa política no ignora que en el siglo XXI las formas democráticas se han vuelto indispensables para la estabilidad de los regímenes populistas. El papel de la comunidad internacional es decisivo para economías cada vez más conectadas a los circuitos financieros de la globalización. De ahí que, a diferencia de la primera mitad del siglo XX, cuando los populismos tendían a economías autárquicas, los proyectos populistas del siglo XXI sean más cuidadosos con la superficie institucional de las democracias.
La práctica constante de ejercicios electorales y plebiscitarios o la proyección de una imagen de estabilidad son recursos que explotan líderes populistas como Vladímir Putin, Recep Tayyip Erdogan, Viktor Orbán y Nicolás Maduro. Esa construcción de narrativas sobre la legitimidad y el orden internos busca trasmitir confianza a los mercados para atraer inversiones y créditos y, a la vez, propiciar alianzas internacionales que los ayuden a sostenerse en el poder. El maquillaje de la imagen exterior, tan común en potencias globales como Estados Unidos o China, es otra modalidad de la desfiguración de la lógica representativa, ya que la nueva mayoría reafirma su lealtad al líder desde motivaciones geopolíticas.
*Artículo publicado originalmente en Letras Libres.