Rafael Rojas: Fidel, un icono ‘kitsch’
Se dice con frecuencia que en Cuba no se ha producido un culto a la personalidad equivalente al de Stalin en la URSS, Mao en China o la dinastía gobernante en Corea del Norte porque en esa isla caribeña no hay estatuas ni monumentos consagrados a Fidel Castro. Lo cierto es que el culto fidelista no ha recurrido a la monumentalidad porque no la necesita o porque ha tenido tiempo para aprender lecciones de los estragos del stalinismo, el maoísmo y otras simbologías totalitarias.
Fidel Castro favoreció personalmente la reproducción masiva de bustos de José Martí, la construcción del enorme mausoleo al Che Guevara en Santa Clara y un exhaustivo ceremonial de efemérides revolucionarias que colmó el calendario cívico de los cubanos por 57 años. El rol de oficiante de esa nueva liturgia, que lo convirtió en una inagotable máquina reproductora de panegíricos y oraciones fúnebres, era una forma indirecta de veneración pública. Al hacerse del poder de decidir quien entraba o salía del panteón heroico de la isla, Castro aseguraba su supremacía icónica.
La sobriedad mediática del socialismo real, sobre todo en la década de 1970, y la alta calidad de la cultura gráfica cubana, hicieron que el mal gusto del culto a la personalidad de Fidel no emergiera plenamente hasta las últimas décadas. Fue justamente tras caída del muro de Berlín, en los años noventa, y especialmente con la llamada “batalla de ideas” de la primera mitad del 2000, que el fidelismo comenzó a circular abiertamente en toda su desfachatez intelectual, por medio del establecimiento informal del 13 de agosto, día del cumpleaños de Castro, como fiesta de la cultura nacional.
En el verano de 2006, cuando el líder cumplió 80 años, en medio de la convalecencia por una enfermedad intestinal que lo apartó del poder, los medios oficiales armaron una miscelánea patética de poemas, apologías y alabanzas de cientos de celebridades del planeta. Bajo el título de Absuelto por la Historia, los asesores de imagen del castrismo compilaron elogios de Juan Domingo Perón, Naomi Campbell, David Rockefeller, Arthur Schlesinger Jr., Robert Redford y otras estrellas de Hollywood, además de agasajos literarios de Carilda Oliver, Ángel Augier, Miguel Barnet, Nancy Morejón, Eusebio Leal y lo peor de la literatura oficial.
Los Gobiernos de la “alianza bolivariana”, en aquellos años de delicada recuperación médica de Castro, especialmente el venezolano de Hugo Chávez, el boliviano de Evo Morales y el ecuatoriano de Rafael Correa, jugaron un papel clave en la vulgarización del culto. Un culto casi funerario, ligado al duelo por la enfermedad de Castro, y que entre 2012 y 2013 se mezcló, a su vez, con el duelo por la enfermedad y la muerte de Hugo Chávez en Venezuela.
Ahora, ante un nuevo 13 de agosto, en que se cumplen 90 años del nacimiento de Fidel, la imagen del caudillo cubano ya aparece plenamente incorporada al kitsch mediático de un régimen en mutación. Castro, que como gran macho reinante mantuvo en la opacidad todo lo relacionado con su vida privada, se muestra como un anciano sabio y vigilante, acompañado siempre de su esposa Dalia Soto del Valle. El diseño interior de la casa donde reside el dictador nonagenario, en el otrora exclusivo y burgués barrio de Siboney, es kitsch, como kitsch es toda la oratoria y la panfletografía que por estos días hacen loas a la “visión” o la “genialidad” del comandante en jefe.
La finca de Birán, donde nació y vivió su infancia, es ya un sitio turístico de peregrinación en el que se empatan la historia del colonialismo español, personificada por el padre hacendado, y la historia del comunismo cubano, encarnada por los hijos prosoviéticos. En Birán se expulsa del pasado de la isla toda la experiencia republicana y, a veces, democrática, que va de 1902 a 1959. El culto a la personalidad de Fidel funciona como síntesis de un relato histórico que aspira a dotar al periodo de la revolución cubana de una perpetuidad, parecida a la del régimen colonial. Con la llegada de los Castro al poder, como nuevos colonos fundadores, habría comenzado la “verdadera” historia del país.
El culto echa mano de la finca neocolonial de Ángel Castro pero también de la ciudad de Santiago de Cuba, que vuelve a postularse como alternativa heroica a la Babilonia habanera. La elección de Santiago como espacio para la celebración desinhibida del 90º cumpleaños responde a un deliberado proyecto de compensación simbólica del todavía fresco paso de Barack Obama por La Habana y del irreversible avance de la capital hacia el mercado. La historia oficial se ha quebrado en La Habana, pero queda Santiago, para apuntalar las ruinas de una decadencia ideológica.
Medio en broma y medio en serio, Raúl Castro dijo en el pasado congreso del Partido Comunista que si en Cuba hubiera dos partidos, Fidel dirigía uno y él el otro. El fidelismo kitsch se ubica en el centro de una política cultural que intenta amortiguar el golpe de la precaria capitalización de Cuba. Una capitalización que es más excluyente y desigual que otras por lo poco que se reparte entre un puñado de privilegiados. Es cierto que el raulismo ha desmontado el fidelismo, pero las diferencias entre uno y otro son las mismas que existen entre el socialismo y el capitalismo de Estado. Las dos facciones del mismo partido comunista comparten una idéntica estructura institucional y jurídica de poder.
De hecho, el fidelismo kitsch puede funcionar perfectamente como política cultural del reformismo raulista. A medida que la élite se enriquece y la mayoría ciudadana se empobrece, el culto a la personalidad se propone como discurso de la nostalgia por un pasado glorioso. El capitalismo es presentado como un mal necesario, en el que la isla ha tenido que caer por culpa del “bloqueo”. Cuidar la memoria y el legado del Comandante es una manera fácil de ocultar la conveniencia del mercado y, a la vez, evitar una reconstitución democrática del régimen.
La misión del culto a la personalidad de Castro se encarga a los primeros que deberían demandar la democratización del país: los artistas y escritores. El campo intelectual cubano se ha convertido en reservorio de una derecha nacionalista y comunista, que recurre al mito de la “identidad amenazada” para justificar la represión y no asumir la responsabilidad de abrir el sistema político. Por eso el pequeño grupo de opositores e intelectuales de la isla, que se atreve a proponer reformas más audaces, es sometido a una renovada campaña de estigmatización, en la que el inmovilismo de adentro reproduce los argumentos tradicionales del inmovilismo de afuera.
Rafael Rojas es historiador.