Rafael Rojas – José Martí: un new yorker en la manigua
Empire State Center for the Book
El New York Writers Hall of Fame es un proyecto del Empire State Center for the Book que concede anualmente membresías a varios escritores, vivos o muertos, que hayan marcado la historia cultural de esta gran ciudad. Algunos de los miembros más célebres son Walt Whitman y Herman Melville, Washington Irving y Henry James, Edith Wharton y Elizabeth Bishop, Marianne Moore y Mary McCarthy, Langston Hughes y James Baldwin.
Este año, uno de los nuevos miembros es el poeta y político cubano José Martí, segundo escritor hispano en ingresar a tan exclusivo salón, después de la poeta puertorriqueña Julia de Burgos, quien recibió la membresía en 2011. La propuesta ha sido impulsada en los últimos tiempos por Esther Allen, estudiosa y traductora de Martí, así como por la historiadora Ada Ferrer, de New York University. Las palabras con motivo del nombramiento, el pasado 5 de junio, corrieron a cargo de la propia Ferrer y de Lisandro Pérez, sociólogo cubano-americano, profesor de John Jay College.
La vida de Martí en Nueva York fue breve e intensa: quince años seguidos, entre 1880 y 1895, aunque con múltiples viajes y residencias en Venezuela, el Caribe y el sur de la Florida, donde creó la base social del Partido Revolucionario Cubano con las comunidades de tabaqueros de la isla, exiliados en Tampa y Key West. Además de trabajar por la independencia de Cuba, Martí dedicó sus muchas energías intelectuales y políticas a defender a América Latina desde Nueva York, como prueban sus servicios consulares para Uruguay, Argentina y Paraguay, y sus colaboraciones tanto en publicaciones en inglés –The Hour, The Century, The Evening Post y The Sun– como en español –El Latinoamericano, La América y Patria, el periódico cubano que fundó y dirigió.
Cuando Martí vivió en Nueva York, la ciudad tenía una población menor al millón y medio de habitantes y crecía a un ritmo de 25% por década. No vivió el cubano el salto demográfico de principios del siglo XX, pero sí alcanzó a observar el crecimiento de las inmigraciones irlandesa, alemana, italiana, judía, china y polaca. Según los censos de la ciudad, hacia 1880 vivían en Nueva York unos 5,300 hispanos, de los cuales el grupo más numeroso era el cubano, con más de 2,000, seguido del español peninsular con poco más de 1,000. Solo 170 mexicanos vivían en la urbe.
Martí entendió que su rol en la Nueva York a fines del siglo XIX debía ser el de traductor. No sólo de traductor literal, contratado por la Appleton & Company de Brooklyn –a la que entregó versiones en español de las novelas Called back deHugh Conway y Ramona de Helen Hunt Jackson, de las Nociones de lógica de Stanley Jevons y de las Antigüedades griegas y romanas de J. P. Mahaffy y A. S. Wilkins– sino de traductor cultural o antropológico entre las dos Américas. Mientras defendía a las repúblicas latinoamericanas en la prensa de Nueva York o en la Conferencia Panamericana de 1889, el poeta escribía crónicas sobre la modernización de la ciudad para algunos de los principales diarios de la América hispana: La Nación de Buenos Aires, La Opinión Nacional de Caracas, La Pluma de Bogotá, la Revista Universal de México.
Martí contó a los latinoamericanos cómo se construyó el puente de Brooklyn, cómo se fundaba un pueblo en el lejano oeste, la diversión de un domingo en Coney Island o el terremoto de Charleston. En singular prosa modernista narró a sus contemporáneos de la otra América el proceso contra los anarquistas de Chicago, los funerales chinos de Manhattan, la celebración del centenario de la Constitución de 1787 en Washington, el asesinato del presidente James Garfield y las elecciones presidenciales de Chester Arthur, Grover Cleveland y Benjamin Harrison.
Las crónicas que Martí escribió a la muerte de Ralph Waldo Emerson en 1882 y de Walt Whitman en 1892 son, además de obituarios, traducciones de la filosofía y la poética de uno y otro al español hablado y leído en América Latina a fines del siglo XIX. También son traducciones sus relatos precisos del paso de Oscar Wilde por la ciudad o de la aclamada exposición de los impresionistas franceses, en 1886, donde el poeta no descuidada la reacción del público. Por momentos no eran Wilde o Renoir o Manet o Pisarro los protagonistas de aquellas crónicas sino el new yorker, ese ciudadano del mundo que deambulaba por las calles de Manhattan o Brooklyn.
Martí no fue muy conocido en el Nueva York que vivió, fuera de los círculos de migrantes cubanos y latinoamericanos o de la comunidad negra caribeña que se reunía en la Sociedad Protectora de la Instrucción, más conocida como La Liga. Pero probablemente no haya existido en todo el mundo iberoamericano de entonces otro conocedor y difusor más detallado y hospitalario de Nueva York y sus moradores. Martí era consciente, y lo demostró en sus escritos sobre el cuarto centenario de la llegada de Cristóbal Colón a América, en 1892, que si había una capital del Nuevo Mundo, esa era Nueva York.
En aquella crónica de 1886, Martí comenzaba con esta declaración: “iremos a donde va todo Nueva York, a la exhibición de los pintores impresionistas”. Lo que buscaba el poeta cubano era dibujar las multitudes del público moderno, a la vez que glosar versos de Whitman o trazos de Degas. En Coney Island o en el puente de Brooklyn, en la tumba de Grant o en la Estatua de la Libertad en Ellis Island, Martí dedicaba tanta atención al edificio como al espectador, al monumento como al ciudadano. Ambos constituían piezas irremplazables de un republicanismo que el poeta llevó consigo a la manigua cubana en los primeros meses de 1895.
Los documentos de la época y toda la iconografía posterior aseguran que José Martí, alzado en armas en los montes del oriente de la isla, vestía como un new yorker: camisa blanca, levita oscura, sombrero de fieltro de pelo de castor, borceguíes negros. En cuanto las tropas del coronel español José Jiménez de Sandoval tomaron el cadáver de Martí, lo identificaron rápidamente, por los documentos que llevaba encima, la carta inconclusa a su amigo mexicano Manuel Mercado, un pañuelo con sus iniciales y 500 pesos oro americano, pero también por su atuendo civil de poeta exiliado en la gran urbe americana.