Rafael Rojas: La mala memoria de las transiciones
Todo cambio profundo de régimen político, por vía revolucionaria o reformista, necesita de un relato legitimador. Las dos grandes revoluciones latinoamericanas del siglo XX, la mexicana y la cubana, fueron muy hábiles a la hora de narrar el cambio e instruir a sus ciudadanos en las claves de una historia oficial. Llegado un momento, al cabo de varias décadas, esas historias se desgastaron y los mitos cayeron, pero los nuevos regímenes políticos tuvieron tiempo suficiente para consolidarse.
Con las nuevas democracias latinoamericanas, en las cuatro últimas décadas ha sucedido lo contrario. Hace unos treinta años en toda América Latina se vivía la euforia de la recuperación de la democracia. En el Cono Sur y los Andes, en Centroamérica y el Caribe, las dictaduras militares de derecha y los pocos autoritarismos progresistas que quedaban en la región, a finales de la Guerra Fría, habían dado paso a democracias con sistemas pluripartidistas, elecciones regulares y normas constitucionales basadas en la división de poderes, el gobierno representativo y las libertades públicas.
El discurso de las transiciones, en buena medida por no ser revolucionario, prescindió de un relato fundacional. En la mayoría de los países latinoamericanos, la democracia no era un régimen político que se creaba sino que se recuperaba, después de un interregno autoritario. Para los argentinos, por ejemplo, la democracia se había perdido, primero, en 1955, con el golpe militar contra Juan Domingo Perón. Luego había sido restaurada brevemente entre 1973 –cuando se produce la elección de Héctor José Cámpora y el regreso de Perón de su exilio en Madrid– y 1976 –cuando vuelve a perderse con el golpe contra Isabelita Perón.
Los brasileños, por su parte, creían haber perdido la democracia tras el golpe militar contra João Goulart en 1964, los uruguayos con el autogolpe de Juan María Bordaberry y el inicio del régimen cívico-militar en junio de 1973 y los chilenos, en septiembre del mismo año, con la asonada de Augusto Pinochet contra el gobierno de Salvador Allende y Unidad Popular. En Perú, el régimen militar de Juan Velasco Alvarado, a pesar de identificarse con una ideología nacionalista de izquierda, dio paso a una transición en los ochenta que, en buena medida, fue vista como una democracia recobrada, ya que el primer presidente de la posdictadura fue Fernando Belaúnde Terry, el mismo que había sido derrocado en 1968.
Incluso en Centroamérica y el Caribe, donde la tradición autoritaria era más fuerte en la primera mitad del siglo XX, se produjo un tránsito democrático. A excepción de Costa Rica, todos los regímenes centroamericanos eran autoritarios en los años setenta. Gradualmente, a partir de 1985, a medida que las guerras civiles entraban en procesos de pacificación, las elecciones regulares y la sucesión pacífica entre gobiernos se extendieron como método político. A pesar de lo precaria que había sido en la región, la llegada de la democracia no fue, en ningún país centroamericano o caribeño, un acontecimiento tan celebrado como la Revolución cubana de 1959 o la sandinista de 1979.
En la última década del siglo XX, cuando se completa la transición mexicana, desde un autoritarismo muy diferente al de las derechas militares y anticomunistas de Suramérica, todos los gobiernos de la región, menos Cuba, eran democráticos. Sin embargo, desde fines de los noventa, las muestras de desencanto con la democracia no hacían más que reproducirse. En los primeros años del nuevo siglo, cada sondeo anual de Latinobarómetro y cada informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) y otras instituciones regionales reportaban el creciente desafecto de la ciudadanía hacia la forma democrática de gobierno, a la que responsabilizaban del aumento de la pobreza y la desigualdad.
¿Por qué, en tan pocos años, se pasó de la euforia al desencanto con la democracia en América Latina? La mayoría de los estudios apunta a que la causa fue el costo social de las políticas económicas neoliberales que emprendieron los gobiernos de Carlos Saúl Menem en Argentina, Fernando Collor de Mello en Brasil, Alberto Fujimori en Perú, Carlos Andrés Pérez en Venezuela o Carlos Salinas de Gortari en México. Sin embargo, en términos regionales, el crecimiento de la pobreza y la pobreza extrema no fue, en los noventa, tan dramático como en la década anterior, manteniéndose, de acuerdo con la Cepal, en una tasa cercana al 45%.
En algunos países como Venezuela, México y Argentina el desencanto democrático tuvo que ver más con crisis económicas concretas como los colapsos financieros venezolano y mexicano de 1994 o el cacerolazo argentino contra el “corralito” del ministro Domingo Cavallo y el presidente Fernando de la Rúa en 2001. Esas crisis fueron experimentadas como metáforas del fracaso de las transiciones democráticas, especialmente por sectores de la izquierda más radical, ligada a los movimientos sociales que se enfrentaban al neoliberalismo. En esa izquierda, nucleada en las redes de solidaridad con Cuba y en los foros de Porto Alegre y São Paulo, se adelantó el discurso del “socialismo del siglo XXI” que asumieron los gobiernos de Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa y, en menor medida, Lula da Silva y Dilma Rousseff, Néstor y Cristina Fernández de Kirchner en la década siguiente.
¿Cambio o mutación?
Las transiciones democráticas fueron verdaderos cambios de regímenes políticos, pero defraudaron a buena parte de la ciudadanía porque no cumplieron sus promesas en varias esferas. Reemplazaron dictaduras militares o autoritarismos de partido hegemónico, como el mexicano, con sistemas pluralistas, elecciones regulares y competidas, alternancia de partidos en el poder, libertades de asociación y expresión, transparencia informativa y estados de derecho. Sin embargo, las políticas económicas neoliberales concentraron aún más la riqueza y la desigualdad se reflejó en las democracias representativas por medio de una nueva oligarquización del poder.
Las constituciones del periodo transicional –la peruana de 1979, la brasileña de 1988 y la argentina de 1994– fueron, en buena medida, transacciones entre las derechas anticomunistas y las izquierdas populistas o socialistas. De ahí que no captaran plenamente el cambio social que se producía a fin de siglo en América Latina, con el surgimiento de nuevos sujetos políticos en el ámbito sindical, agrario, indigenista, feminista, estudiantil y ambiental. Esos sujetos, excluidos del pacto transicional, se incorporaron a los movimientos sociales que resistieron, desde abajo, las nuevas democracias que, ya en los noventa, no se asumían como tales sino como “regímenes neoliberales”. El concepto de neoliberalismo absorbió al de democracia.
Otra zona de importantes agravios, en las transiciones democráticas de fin de siglo, fue el tema de memoria, justicia y verdad frente a los crímenes del pasado. Las leyes de “punto final” y “obediencia debida” en Argentina, promovidas por el gobierno de Raúl Alfonsín en 1986, a las que se sumaron los indultos del presidente Menem a principios de los noventa, a favor de miembros de la Junta Militar, develaron el pacto de impunidad que subyacía a las transiciones. En todos los países del Cono Sur se produjeron legislaciones similares, aunque en Chile el Informe Rettig, en 1991, logró documentar los casos de 3,920 víctimas de la dictadura, entre desaparecidos, asesinados y torturados.
La causa de la memoria, justicia y verdad también se incorporó al programa de la izquierda. Los gobiernos de la primera década del siglo XXI, cuando se produjo la llamada “marea rosada”, especialmente los de Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, Dilma Rousseff en Brasil, Michelle Bachelet en Chile y José Mujica en Uruguay, capitalizaron la inconformidad que existía debido a las trabas en el procesamiento judicial de los crímenes de las dictaduras. El Frente Amplio uruguayo, por ejemplo, impulsó la reinterpretación de la “Ley de Caducidad”, asimiló el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el caso Gelman y respaldó varios proyectos de investigación de identificación de víctimas de la Operación Cóndor.
Los gobiernos de izquierda de principios del siglo XXI se percibían a sí mismos como parte de una ruptura con el periodo de las transiciones que, a su vez, enmarcaban en un largo momento neoliberal. De ahí que en el discurso de legitimación de todas aquellas izquierdas –en el que el chavismo jugaba un papel protagónico– se pensara en las transiciones más como “posdictaduras” que como verdaderas transformaciones del régimen. Lo que se había producido a fin de siglo era, en las versiones más extremas de aquel relato, una mutación, no un cambio.
Y, sin embargo, la nueva estructura institucional de las democracias latinoamericanas, construida a fin de siglo, fue la que permitió la llegada al poder de aquellas izquierdas por la vía electoral. Fue también esa estructura la que facilitó la construcción de nuevas hegemonías políticas que, en la mayoría de los países, no alteraron las reglas del juego, como demuestran las alternancias favorables a la derecha o a izquierdas más moderadas que se han producido en Argentina, Chile, Perú, Ecuador o Colombia en los últimos años. Buena parte del entramado jurídico y político de las transiciones sigue en pie.
La ambivalencia ante la transición, como pasado inmediato, se comprobó en las celebraciones más bien opacas por los treinta años de la caída de la dictadura en aquellos países. Ninguna de las constituciones transicionales latinoamericanas es reconocida como un hito de la democratización, como sucede con la Constitución de 1978 en España, a pesar de las críticas que movilizan Podemos y otras fuerzas políticas de la izquierda más radical. Algunas de aquellas constituciones vigentes, como la chilena de 1980 o la peruana de 1993, tienen un origen autoritario, pero otras como la brasileña, la argentina e, incluso, la uruguaya de 1967, con todas las reformas de los años ochenta y noventa, han sido actualizadas en términos del nuevo constitucionalismo.
Aún así, lo que el campo académico de las ciencias sociales entiende como “nuevo constitucionalismo latinoamericano” se centra, en su mayoría, en las constituciones producidas por la izquierda bolivariana: la venezolana de 1999, la ecuatoriana de 2008 y la boliviana de 2009. Con frecuencia se citan como antecedentes la nicaragüense de 1987 y la colombiana de 1991, pero las que adquieren un sentido rupturista, y a la vez inaugural, son esas porque se presentan como actas de defunción del periodo transicional. No solo por la incorporación de elementos multiculturales y comunitarios o de democracia directa y participativa, sino por su reforzamiento del presidencialismo y la centralización.
La mala memoria de las transiciones, sustentada en una falsa identificación entre democracia y “neoliberalismo”, está en la raíz de una cultura política de izquierda que fácilmente tiende al autoritarismo. El hecho de que el pasado que se pretende negar sea el de las democracias y no el de las dictaduras o, más bien, el de las democracias que se piensan como nuevas formas de autoritarismo, contribuye a doctrinas fundacionales que hacen tabula rasa de las mejores tradiciones ideológicas de cada país. Los casos del chavismo-madurismo en Venezuela o de la nueva derecha brasileña, que ha llevado a la presidencia a Jair Bolsonaro, serían los más representativos de una nostalgia por el autoritarismo en América Latina.
La reacción antidemocrática
Así como la izquierda utilizó las estadísticas del periodo neoliberal para justificar su ascenso al poder, la nueva derecha ha hecho lo mismo con los datos de la “marea rosada”. De acuerdo con el informe de la Cepal de 2017, los gobiernos de izquierda redujeron el ritmo de su combate a la desigualdad y la pobreza en la segunda década del siglo XXI. Entre 2014 y 2016, en Brasil y Argentina, la desigualdad no decreció como venía haciéndolo hasta 2012, y en Venezuela y Nicaragua creció, aunque ninguno de los dos países ha ofrecido cifras oficiales en los últimos años.
En Venezuela, según el mismo informe de la Cepal, la pobreza había pasado de 21.2% en 2012 a 32.6% en 2014, mientras que en los mismos años su vecina Colombia, gobernada por la derecha, había reducido el número de pobres de 32.7% a 28.5%. Estudios más recientes, como el de la socióloga María Gabriela Ponce, de la Universidad Católica Andrés Bello, señalan que en 2017 la pobreza en Venezuela alcanzó al 61.2% de la población. Una tendencia en aumento que, con la crisis económica del último año, puede haberse disparado, junto con la inflación, el desabastecimiento y el éxodo masivo.
Durante los últimos gobiernos de izquierda en Brasil, Argentina y Venezuela no solo creció la pobreza sino que la economía se contrajo, como consecuencia del fin del llamado “boom de los commodities” alrededor de 2014. Sin embargo, en otros países donde también gobernaba la izquierda –como Chile, Ecuador, Uruguay y Bolivia– el ritmo de crecimiento de la economía y disminución de la pobreza solo se ralentizó. No es extraño que el fin del ciclo progresista haya sido más turbulento en los primeros países que en los segundos.
Las derechas argentina y brasileña supieron aprovechar el descontento popular generado por la crisis. El argumento del deterioro de los indicadores sociales se utilizó en las campañas de Mauricio Macri y Jair Bolsonaro, a pesar de que la estrategia económica que ambos ofrecían anunciaba un regreso al proyecto neoliberal. Incluso Sebastián Piñera, en Chile, reprochó al gobierno de Michelle Bachelet el estancamiento de la pobreza y la desigualdad. El efecto de esa apropiación discusiva es muy similar al de cuando la izquierda neopopulista, en tiempos de la bonanza de las materias primas, exaltaba el crecimiento económico y la estabilidad financiera de Brasil, Argentina y Venezuela con Lula, los Kirchner y Chávez.
En todo caso, Macri y Piñera se diferencian claramente de Bolsonaro porque ni en sus campañas presidenciales ni en sus gobiernos han utilizado un lenguaje racista, homófobo, chovinista y misógino como el del brasileño, y tampoco han renegado de la experiencia de las transiciones democráticas argentina y chilena de fin de siglo. A pesar de que aún no gobierna, Bolsonaro, al nivel del lenguaje y de las expectativas, se desliza por primera vez en la historia latinoamericana de las últimas décadas a una reivindicación de las dictaduras anticomunistas de la Guerra Fría.
En todos los países latinoamericanos han existido derechas que valoran positivamente los viejos autoritarismos porque “libraron a sus países del comunismo”. En Chile, por ejemplo, cerca de un 20% de la ciudadanía tiene una visión positiva del papel histórico de Pinochet, aunque se trata de un respaldo que disminuye año con año, como consecuencia de las políticas de la memoria impulsadas por los gobiernos de la Concertación en tiempos de Ricardo Lagos y, sobre todo, Bachelet. El fenómeno Bolsonaro es nuevo y perturbador: el liderazgo máximo del mayor país latinoamericano en manos de un militarista que piensa que, en América Latina, el desenlace de la Guerra Fría hay que contarlo al revés.
Antes de Bolsonaro, los líderes que planteaban un revisionismo similar provenían de la izquierda: Fidel Castro, Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Daniel Ortega. Estos políticos nunca comulgaron con la narrativa de las transiciones democráticas. Castro se enfrentó tanto a las dictaduras militares de los setenta –aunque no a todas– como a las democracias de los ochenta y los noventa. Chávez y Maduro construyeron un régimen, autodenominado “revolucionario”, para superar una democracia: la venezolana de la Constitución de 1961 o la Cuarta República. Ortega, que también propició una transición democrática en los noventa, recuperó la presidencia en 2007, con apoyo de varios políticos corruptos del periodo transicional, y adoptó una modalidad chavista, sin los elementos comunitarios y participativos del chavismo original.
Hoy por hoy, son Maduro y Ortega los políticos latinoamericanos que personifican más claramente la regresión autoritaria del siglo XXI. Venezuela y Nicaragua, con el respaldo de Cuba, han protagonizado una auténtica “degeneración de la democracia” –la expresión es del filósofo canadiense Charles Taylor– en la que al retroceso en la distribución del ingreso y el acceso a derechos sociales se suma un intento de perpetuación de un líder y una casta en el poder, al margen de la ley y con la asistencia de un aparato represivo que castiga o intimida a la ciudadanía, la sociedad civil, los medios informativos y la oposición.
Bolsonaro podría extender esa reacción autoritaria al campo político de la derecha latinoamericana. Así como el polo antidemocrático de la izquierda ha contado con su red de apoyos internacionales (Rusia, China, Turquía, Irán), el de la derecha contaría con el respaldo de Donald Trump en Estados Unidos, Nigel Farage en Gran Bretaña, Viktor Orbán en Hungría y Matteo Salvini en Italia, por solo nombrar a los que menciona Steve Bannon, exasesor trumpista, en una reciente entrevista con Patricia Campos Mello para Folha de São Paulo. Bannon ve a Bolsonaro como el representante ideal de América Latina en “El Movimiento”, una internacional de extrema derecha que el estratega neoconservador lanzará el próximo enero en Bélgica.
Si Bolsonaro se consolida dentro de esa red e intenta expandirla hacia América Latina probablemente no encuentre un dique sólido en la izquierda democrática, dada su escasa presencia en los gobiernos de la región. De plegarse el resto de la derecha a las posiciones del líder brasileño, una temible polarización entre autoritarismos de uno u otro signo podría poner a la democracia regional en su situación más riesgosa en cuatro décadas. Ese panorama sería tan favorable al giro autoritario de las derechas gobernantes como al enquistamiento de las dictaduras de izquierda.
Cualquier confrontación que reproduzca una polaridad parecida a la de la Guerra Fría es beneficiosa para el autoritarismo en América Latina. Al sentirse protegidos por potencias globales, los gobiernos de la región ven debilitado su vínculo con el marco jurídico hemisférico. La emergencia de líderes como Donald Trump, en Estados Unidos, ha resultado un soporte inesperado para los nuevos despotismos del siglo XXI, lo mismo en Europa que en América Latina. El actual clima de nacionalismo, xenofobia y racismo que Trump y otros líderes occidentales imprimen a la trama global es terreno fértil para las dictaduras. ~