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Rafael Rojas: Las democracias latinoamericanas frente a Nicolás Maduro

Desde la adopción de un sistema marxista-leninista en Cuba, en 1961, o desde el golpe militar de Augusto Pinochet contra el gobierno de Unidad Popular y Salvador Allende en Chile, en 1973, no se vivía en América Latina una reacción tan generalizada contra un gobierno del continente. Con frecuencia se lee en medios favorables a Nicolás Maduro que esa reacción es producto del “giro a la derecha” que se vive en la región o del entreguismo de los gobiernos latinoamericanos a los intereses de Washington. Ambas explicaciones distorsionan el fenómeno porque simplifican el mapa ideológico y político de América Latina.

La vida política latinoamericana no está zanjada entre una izquierda neopopulista y una derecha neoliberal. Desde hace años esas categorías resultan insuficientes para captar la heterogeneidad de posiciones en la región. La mayor parte de la derecha en el gobierno o la oposición no propone una vuelta a las políticas privatizadoras o desreguladoras de fines del siglo XX. Y buena parte de la izquierda, en países donde gobierna como Uruguay, Chile y Ecuador, o donde se renueva luego de perder el poder, como Brasil, Argentina y Perú, busca una reformulación de su programa, que toma distancia de los elementos más autoritarios del neopopulismo de tipo bolivariano.

Vivimos años de remozamiento doctrinal y estratégico de las izquierdas, las derechas y los centros en América Latina. Un remozamiento tan impelido por la desconfianza ciudadana ante el sistema democrático como por el agotamiento de los modelos políticos heredados de las transiciones a la democracia de fines del siglo XX y de la llamada “marea rosa” de la primera década del siglo XXI. En un momento de incertidumbre y cambio como el actual, los actores políticos se aferran a lo que tienen, que es una democracia defectuosa y limitada, pero democracia al fin.

La reacción contra la manera en que Nicolás Maduro y su gobierno han enfrentado la crisis política venezolana tiene que ver con esa apuesta por la democracia. La mejor prueba de que esa reacción no se origina en un sectarismo favorable a la oposición es que toma cuerpo cuando la vía autoritaria ya está consumada, con la Asamblea Nacional Constituyente, luego de año y medio de constantes llamados al diálogo. Desde que estallaron las protestas la comunidad regional e internacional (OEA, Mercosur, Unasur, Celac, la ONU, el Vaticano…) sostuvo la tesis de que el conflicto venezolano radicaba en un diferendo doméstico, entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo o entre gobierno y oposición, que debía resolverse a través de un referéndum o unas elecciones. Sólo cuando el gobierno decide desplazar a la Asamblea Nacional por medio de un nuevo Poder Legislativo, para colmo, constituyente, electo sobre bases comiciales “territoriales, comunales y sectoriales”, que no respetan la ley electoral, es que el mundo apuesta por el desconocimiento.

El extendido rechazo internacional, especialmente en la región, es buena prueba de que a pesar de sus múltiples fisuras, el consenso en torno a la forma democrática de gobierno sigue vivo, a tres décadas de la caída del Muro de Berlín. La deriva autoritaria del gobierno de Nicolás Maduro ha hecho visible el trasfondo democrático del llamado “nuevo constitucionalismo latinoamericano” de la primera década del siglo XXI. Las constituciones venezolana de 1999, boliviana de 2008 y ecuatoriana de 2009 reforzaron el presidencialismo, pero como han reconocido constitucionalistas tan diversos como Bartolomé Clavero y Roberto Gargarella, introdujeron nuevos derechos y mecanismos de democracia directa, sin desmantelar premisas de la democracia como el gobierno representativo, la división de poderes y el pluripartidismo.

La sólida alianza geopolítica entre Fidel Castro y Hugo Chávez, y la mezcla de exhibicionismo ideológico, subsidio petrolero y colaboración militar que la sostuvo, generó el espejismo de que la Venezuela chavista y, detrás de ella, todos los gobiernos bolivarianos, se movían hacia el modelo cubano. Pero lo cierto era que los socialismos del siglo XXI se diferenciaban claramente del régimen insular: partido comunista único, ideología de Estado “marxista-leninista”, estatalización de la economía, control de la sociedad civil y de los medios de comunicación. El proceso constituyente que se ha activado en Venezuela es, de hecho, la primera aproximación real de la izquierda latinoamericana al sistema político cubano en casi 60 años.

Entre Salvador Allende y Hugo Chávez ningún proyecto de la izquierda latinoamericana que llegó al poder, ni siquiera la revolución sandinista, reprodujo el modelo cubano, aunque hiciera de la alianza con la isla un elemento de su identidad. Es significativo que esta primera aproximación real, con la nueva Asamblea Constituyente, se produzca en medio de una crisis como la que vive Venezuela y coincidiendo con el giro contrarreformista de Cuba, tras el VII Congreso del Partido Comunista. Entre 2013 y 2016 el gobierno de Nicolás Maduro fue, tal vez, el actor político regional que con mayor claridad se opuso al restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y Cuba y a la normalización de los vínculos diplomáticos de la isla con Europa. Ahora, luego de la muerte de Fidel Castro y con Donald Trump en la Casa Blanca, Cuba y Venezuela relanzan su alianza, en un escenario favorable a la regresión confrontacional.

El conflicto venezolano que, en propiedad, estalla tras el triunfo de la oposición en las elecciones legislativas de 2015, ha contribuido, como pocos, al esclarecimiento de las diferencias entre el socialismo del siglo XXI y el comunismo cubano. Esa diferenciación, protagonizada por el madurismo, explica en buena medida la reacción de los gobiernos latinoamericanos contra la Asamblea Constituyente. La vieja disputa entre populismo y comunismo, en la izquierda latinoamericana, revive a su manera en el siglo XXI. Los neopopulismos de la corriente bolivariana tuvieron una buena recepción regional gracias, entre otras cosas, a su constitucionalismo. Pero el comunismo o, dicho más claramente, el neoestalinismo carece de respaldo en la política latinoamericana.

El historiador argentino Pablo Stefanoni, estudioso de las nuevas izquierdas latinoamericanas, especialmente del proyecto multinacional de Evo Morales y el MAS en Bolivia, observa que con Maduro toma forma un “retroceso nacional-estalinista” que escinde el socialismo regional. A algunos parece excesiva la definición de “estalinismo” pero, bien entendida, adquiere sentido como vuelta a una reconstitución endógena del campo político, que parte de la exclusión o la purga del bando opositor. La Asamblea Constituyente venezolana es una réplica de la Asamblea del Poder Popular cubana que, a su vez, es un sucedáneo del Soviet Supremo, tal y como aparece en artículo 32 de la Constitución estalinista de 1936, sin el llamado Consejo de las Nacionalidades.

En América Latina la izquierda que respalda a Maduro es la pro cubana, es decir, la comunista. No la neomarxista ni la populista, como se observa en el creciente chavismo crítico, que se desmarca del autoritarismo de Maduro, y que es mayoritaria no sólo en Venezuela sino en toda América Latina. Los comunistas o, más precisamente, los estalinistas, son minoría en la región y lo saben. Tanto lo saben que prefieren camuflar su doctrina bajo el discurso populista y no, precisamente, porque vivamos una atmósfera macartista. Desde la caída del Muro de Berlín el estalinismo latinoamericano ha vivido encubierto en la retórica del populismo porque se sabe minoritario. Con Maduro asume públicamente sus esencias, provocando un cisma equivalente al que generó la sovietización definitiva del socialismo cubano en la década del setenta.

En su versión geopolítica más burda el llamado a defender a Maduro parte de la premisa de que la caída del régimen venezolano reforzará el giro a la derecha en la región. Además de suponer el cinismo de que a la izquierda hay que preservarla en el poder, aunque se vuelva despótica, la tesis subestima el hecho de que los socialistas democráticos gobiernan en unos países y pueden regresar al poder en otros. De hecho, la izquierda es más sólida, como opción política, ahí donde ha gobernado sin desarticular la constitucionalidad democrática. Lula, en la oposición y acusado, es mucho más popular que Maduro, en el poder absoluto, porque no intentó desarmar el orden constitucional brasileño. La ciudadanía latinoamericana descree de la democracia, pero más descree del despotismo.

La única salida que queda al régimen venezolano es la vía cubana y opta por la misma en medio de la crisis. Pero para transitarla precisa de algunos imposibles como el exilio de más de la mitad de la población o un respaldo de Rusia o China similar al de la Unión Soviética a Cuba, en tiempos de la Guerra Fría. Aún así, Maduro puede sobrevivir aislado, por un buen tiempo, aprovechando la experiencia de los cubanos en esas lides. Sólo la unidad y la lucidez de la oposición venezolana pueden impedir que esa sobrevivencia acabe convirtiéndose en otro anacronismo en el Caribe.

El régimen madurista ha sido siempre un poder resistente a la apertura interna y la integración global de Cuba. Ahora amenaza no sólo con revertir el tímido pragmatismo que introdujo la política exterior de Raúl Castro sino con fracturar a la izquierda latinoamericana. Pero al final esa fractura será positiva porque la izquierda democrática saldrá fortalecida. Lo veremos en los próximos años, cuando una emergente generación de políticos, que ya se desentiende tanto del neoliberalismo como del neopopulismo, comience a liderar los nuevos gobiernos y las nuevas oposiciones del siglo XXI.

Rafael Rojas
Historiador y ensayista. Profesor e investigador del CIDE. Ha publicado El estante vacío. Literatura y política en Cuba. 

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