Hace unos treinta años, cuando la caída del Muro de Berlín propagaba una atmósfera triunfalista en Occidente, la derecha anticomunista era dada a sostener que las revoluciones del siglo XX, la rusa, la mexicana, la china o la cubana, habían sido mitos. No que la historia oficial mitificaba esos hitos históricos sino que las revoluciones mismas habían sido falsas.
En las últimas décadas ha surgido, en América Latina, una corriente ideológica que dice casi lo mismo, no de las revoluciones, sino de las transiciones democráticas que se produjeron en la región en los años 80 y 90. Aquellas transiciones fueron mitos, según estos ideólogos. Las dictaduras militares de la Guerra Fría, en vez de desaparecer, mutaron.
Si aquella derecha anticomunista ignoraba el cambio social de las revoluciones para concentrarse, únicamente, en el régimen político que derivó de esos procesos históricos, hoy algunas tendencias de ciertas izquierdas optan por desconocer la transformación del sistema jurídico y político en casi todos los países latinoamericanos, a fines del siglo XX, y sólo se enfocan en la adopción del modelo económico neoliberal.
El concepto de “neoliberalismo” ocupa, en esa narrativa, el lugar de las “dictaduras” en el viejo discurso anticomunista. Un concepto que aplica al pasado un criterio de tierra arrasada, donde todo lo sucedido en América Latina a fines del siglo XX, o más específicamente antes de la llegada al poder de los gobiernos de la llamada “marea rosa”, fue neoliberalismo.
Esa idea del neoliberalismo como antig uo régimen se diferencia sustancialmente de la manera en que las ciencias políticas latinoamericanas pensaron las dictaduras de la Guerra Fría. En la obra de autores como Guillermo O’Donnell, Philippe C. Schmitter, Juan Liz y Alfred Stepan encontramos un tratamiento sofisticado de los autoritarismos latinoamericanos, para nada equivalente a los tópicos anticomunistas. La nueva izquierda autoritaria, en cambio, no busca comprender el pasado sino demonizarlo.
Reducir las transiciones democráticas a neoliberalismo supone descalificar la lucha de cientos de organizaciones de derechos humanos contra las dictaduras militares latinoamericanas. Pero supone también despreciar todo el entramado de pactos políticos, alianzas electorales, reformas constitucionales, debates ideológicos y acompañamientos internacionales que facilitaron la creación de los sistemas plurales, contiendas competitivas y alternancia en el poder predominantes en América Latina desde los años 80.
La izquierda latinoamericana de entonces jugó un papel central en aquellos procesos. Comunistas y socialistas, nacionalistas revolucionarios y populistas integraron alianzas partidistas que pasaron de la lucha armada a la oposición electoral y legislativa. En no pocos países latinoamericanos, aquellas izquierdas comenzaron a formar gobiernos locales y nacionales desde los años 90 y en la primera década del siglo XXI lograron la hegemonía.
Todo lo dicho no sólo es válido para Argentina y Brasil, Chile y Uruguay, Venezuela y Ecuador, sino para México. Aquí la transición democrática, desde un régimen autoritario distinto a las dictaduras militares, se consumó más tarde, a mediados de los 90, y en 2000 produjo la primera alternancia. Pero ahora, bajo una nueva alternancia favorable, esta vez, a la izquierda, gana terreno en México la tesis de que la “transición fue un mito”.
Los antecedentes de esa visión tal vez no haya que buscarlos en la tabula rasa del chavismo respecto a la democracia venezolana, como se hace habitualmente, sino en la vieja ideología anticomunista que reduce la historia de América Latina a mera sucesión de dictaduras. Lo que en el fondo dicen quienes niegan la transición mexicana es que en este país no ha habido y no puede haber democracia. O que sólo hay democracia cuando ellos llegan al poder.
*Este texto fue publicado originalmente en La Razón.