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Rafael Rojas: Otra prueba de la libertad en Cuba

La marcha convocada para el próximo 15 de noviembre supondrá otro desafío para el régimen de la isla, que interpreta cualquier interpelación al poder como un acto de hostilidad

Tras la represión de las protestas del 11 de julio en Cuba, se ha intensificado el debate sobre los limites de las libertades públicas en la isla. Dado que el Gobierno reaccionó contra el estallido social como si se tratara, esencialmente, de una acción diseñada y alentada desde Estados Unidos, diversos actores dentro de la isla, que en los últimos años han presionado a favor de la ampliación de los derechos de asociación, expresión y reunión, se preguntan si la nueva Constitución de 2019 facilita o no la apertura.

La nueva Constitución introdujo algunas flexibilizaciones retóricas en los artículos dedicados a los derechos civiles que hacían pensar en una dilatación. En los años previos a la promulgación del texto constitucional, importantes sectores académicos, intelectuales y de la sociedad civil de la isla colocaron sobre la mesa el objetivo de construir un verdadero “Estado socialista de derecho”. Las alusiones explícitas a “derechos humanos” y “derechos democráticos” en la Ley Fundamental reforzaban esa expectativa.

El colectivo cívico Archipiélago, coordinado por el joven dramaturgo Yunior García Aguilera, propuso un ejercicio que pone a prueba la práctica de los derechos en Cuba. Luego de convocar a una marcha contra la violencia, la represión y por la liberación de los detenidos el 11 y el 12 de julio, el colectivo solicitó permiso a las autoridades locales de varias ciudades para marchar pacíficamente el 15 de noviembre.

La respuesta del Gobierno fue que, aunque el artículo 56 reconoce los “derechos de reunión, manifestación y asociación”, también establece que los “fines” de esas libertades deben ser “lícitos y pacíficos” y ejercerse “con respeto al orden público” y “acatando las preceptivas de la ley”. Al suscribir la premisa de que la marcha sería pacífica y solicitar la autorización de las instituciones locales, los convocantes cumplían con casi todos los requisitos constitucionales.

Casi todos, menos uno, el de la “licitud” de los fines. Según el Gobierno, la marcha es ilícita porque, si bien su demanda declarada es el fin de la represión, su “intención manifiesta” apuesta por el “cambio de sistema político” en Cuba. ¿Qué elementos ofrece el Gobierno para demostrar esa “intención manifiesta”? Ninguno. Toda la argumentación oficial gira en torno a hipótesis infundadas y acusaciones sin pruebas sobre el financiamiento externo de algunos convocantes y los apoyos mediáticos recibidos de sectores de la oposición y el exilio.

La ausencia de leyes reglamentarias sobre la libertad de asociación y expresión en Cuba facilita esa interpretación arbitraria y discrecional de la Constitución desde el poder. Pero también el propio texto constitucional favorece la anulación, en la práctica, de cualquier avance hacia el Estado de derecho. Al consagrar al Partido Comunista como “fuerza dirigente superior de la sociedad” y decretar que el socialismo es “irrevocable”, la Ley Fundamental permite interpretaciones que colocan la ideología oficial por encima de las leyes.

La respuesta a la solicitud de permiso para la marcha pacífica del 15 de noviembre reitera una racionalidad que hemos visto aplicada a los últimos episodios de contestación pública en Cuba: la huelga del Movimiento San Isidro, las sentadas frente al Ministerio de Cultura y el estallido social del 11 de julio. Esa racionalidad se reduce a que todo acto de interpelación al poder es asumido como hostilidad al sistema y, por tanto, como complicidad con el enemigo, es decir, “Estados Unidos” o el “imperialismo”, entidades abstractas que por lo general significan el Gobierno estadounidense, el exilio de Miami y la oposición interna.

Lo dice con claridad el ministro de Cultura, Alpidio Alonso, en entrevista con Luis Hernández Navarro y Mónica Mateos-Vega, para el periódico mexicano La Jornada, cuando se refiere a artistas que, como Tania Bruguera —o Luis Manuel Otero Alcántara o Hamlet Lavastida—, “se han vendido en cuerpo y alma a la política de odio contra Cuba y contra la Revolución”, o cuando asegura que “opositores afincados en Estados Unidos están tratando de presentar acciones políticas con ropaje artístico”. Afirmaciones tan absolutistas e imprecisas que permitirían a englobar a todo el arte cívico o político o a toda la música popular contestataria, que se producen en Cuba, como fenómenos antinacionales u hostiles a la soberanía de la isla.

En vez de aprovechar estas muestras de inconformidad para llamar a la unidad y a la reconciliación, el Gobierno cubano ha decidido intensificar la criminalización de las protestas y la estigmatización de sus líderes. Optar por esa ruta no es irracional: responde a una estrategia de transferencia total del disenso interno al conflicto con Estados Unidos. Una estrategia que le asegura, a la vez, purgar políticamente el activismo cívico juvenil y presionar al Gobierno de Joe Biden para que flexibilice las sanciones contra la isla.

La lógica del Gobierno expone muy bien la distorsión del orden constitucional en Cuba. El cuerpo de la legislación interna y su codificación penal se subordinan, en última instancia, a un conflicto bilateral, que es real, en su asimetría y en sus costos, pero que resulta funcional a la parte desfavorecida para blindarse ante cualquier resistencia, por cívica, pacífica o constitucional que sea.

De prueba en prueba, va esa presión sobre los límites a las libertades públicas en Cuba. La próxima será el 15 de noviembre, pero no será la última. Sólo dos cosas podrían evitar que la presión se desborde: que el Gobierno relaje sus controles o que Estados Unidos abandone su política de hostilidad tradicional. Tan improbables la una como la otra porque funcionan como complemento y justificación mutua.

 

 

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