Rajoy pende de las agujas del tiempo
Es famosa la anécdota de Bernard Shaw cuando convidó a Winston Churchill a uno de sus estrenos y le animó a que lo hiciera «con un amigo, si es que tiene». A vuelta de correo, el premier se disculpó por no atender su invitación al coincidirle con un debate en la Cámara de los Comunes, pero dispuesto a hacerlo en otra función, «si es que llega a haberla, y no se cae rápidamente del cartel». Al margen del pique entre esta extraña pareja de nobeles de Literatura, el escritor irlandés tuvo la clarividencia de pronosticar en una entrevista que el primer ministro sería arrojado por la borda tan pronto como el pueblo obtuviera de él lo que perseguía -el triunfo en la II Guerra Mundial- como había hecho con Lloyd George al concluir la gran contienda europea de 1914.
Su presagio se hizo certeza a los cinco años, ocho meses y siete días de infatigable lucha contra el Ejército nazi, cuyas botas dejaron los campos de Europa sin hierba, cual caballo de Atila. Recibiendo ingratitud por recompensa, aquel «héroe de nuestro tiempo» sucumbió en las urnas en 1945 ante un laborista al que desdeñaba como «hombrecillo modesto con muchas razones para serlo» y al que humillaba con su broma del taxi vacío que se detiene ante el 10 de Downing Street descendiendo Clement Attlee. Como el corazón tiene razones que la razón ignora, Churchill hubo de tragarse encendido su característico habano. A partir de ese día, infirió que comerse sus propias palabras es, a menudo, una dieta equilibrada.
Al margen de analogías extemporáneas, sí se puede colegir que el PP sufre la paradoja de ver como el arreglo de la economía -innegable con todos los peros que se le pongan- no redunda en una mejora electoral. Esa recuperación, con cifras de desempleo que retrotraen a los niveles previos a la crisis, no amortigua el impacto de una corrupción que no cesa, con sacudidas judiciales como la mascletá de la rama valenciana del árbol podrido de la Gürtel. Tampoco mengua la acuciante sensación de final de ciclo, acentuada por la hecatombe electoral catalana y su posterior onda expansiva en el conjunto español, si se atiende a la demoscopia. En esa encrucijada, un perplejo Rajoy evoca al personaje de Corazón tan blanco, novela de éxito de Javier Marías: «¿Es que no pueden nunca aclamarnos? ¿Nunca hacemos nada correcto? A mí sólo me aclaman los de mi partido (y no todos), y claro, no puedo creer en su sinceridad del todo».
Se diría -hasta el punto de interiorizarlo sus dirigentes- que al PP se le vota sólo para que arregle los desaguisados y siga la fiesta con gobernantes más rumbosos con el dinero de todos. Ya la fallecida ministra y eurocomisaria Loyola de Palacio, de la que el Congreso acaba de publicar su biografía, se dolía de que «la gente nos vota, pero no nos ama». Si hubo un tiempo en el que los grandes rotativos ingleses se catalogaban de highbrow o lowbrow, de lectores de cejas altas y de cejas bajas, el PP es observado como una agrupación de cejas bajas. Ello ayuda a entender la aureola inicial del presidente de cejas altas Zapatero y el presente feliz del aspirante de cejas sin enarcar Rivera, al que el favor de las encuestas sitúa en el pedestal de los escogidos del destino.
Despreocupados de hacer política y de espaldas a su gente, por medio de tecnócratas carentes de empatía y de un partido inmovilizado en la práctica, el PP atisba angustiado cómo sus votantes emigran de modo apreciable a un grupo que, sin mochila a la espalda, es objeto de seducción. Expresan así su desafección con una agrupación que ni siquiera escucha a sus militantes y cuadros, quienes acatan órdenes con la ciega e irremisible obediencia de soldados, pero sin demasiada fe en el mando. Un presidente que apela asiduamente al sentido común debiera ser más intuitivo e instintivo para reconciliarse con sus electores y afines, si no quiere caerse con todo el equipo.
Nadie puede desdeñar -ni siquiera lo pudo el mismísimo Churchill- el clamor popular, aunque suene desatinado, infundado o azuzado por arbitristas y demagogos del tarot de la política. Pero mucho menos si lo profieren aquellos que están cargados de razón. Todo ello por más que Rajoy pueda blandir en su favor que, desoyendo los cantos de sirena de quienes le apremiaban a solicitar la intervención europea de la economía española, acertó de pleno e hiciera bueno el desahogo del general De Gaulle con Malraux: «He tenido a todos en contra cada vez que he tenido razón».
Hasta alzarse como el político que más tiempo permanece en el poder desde Franco, batiendo la marca de Felipe González, Rajoy ha asumido aquello de que quien espera tiene a su lado un buen compañero en el tiempo. Tanto que ha hecho divisa de aquello que dijera Felipe II de sí mismo: «Yo y el tiempo contra todos». Empero, después de ser un maestro en el manejo del tiempo, éste parece haberle abandonado y Rajoy se cuelga de las agujas del reloj como el personaje de Harold Lloyd en la escena más conocida de El hombre mosca.
Ante ese apremio, el gallego impasible y flemático acelera su paso y pasa a la ofensiva en varios frentes, mientras sofoca la rebelión independentista catalana. Se mueve en el plano interno y en el externo. En el primero, Rajoy mejora la conexión del Gobierno con el partido -de ahí el perfil de su nuevo director de Gabinete, José Luis Ayllón, un hombre de la estricta observancia de la vicepresidenta-, retoma banderas arrebatadas por sus contrincantes hasta apoderarse de sus señas de identidad (Aznar dixit) y se compromete a designar presto los candidatos a municipales y autonómicas. El PP debe reemplazar cabezas de cartel en alcaldías del fuste de Madrid, Valencia o Sevilla en sustitución de antaño pesos pesados -Esperanza Aguirre y Rita Barberá- o ministros -Zoido- sin que se vislumbren relevos claros.
De puertas afuera, se mancomuna con Pedro Sánchez para que Ciudadanos no siga atrapando votos a dos manos, a diestra y siniestra. Al tiempo, en vez de ir a rastras de los acontecimientos, impugna anticipatoriamente la investidura-trampa de Puigdemont sin esperar a consensuarlo con PSOE y Cs, a diferencia de la aplicación del artículo 155. Sin duda, un fórceps que, contra el dictamen parcial en contra del Consejo de Estado, buscaba, en última instancia, salvar sus responsabilidades y que fuera el Tribunal Constitucional el que corriera con ellas en caso de una nueva trapisonda de Puigdemont de cara a la sesión del martes. En primera instancia, la suerte ha caído del lado de Rajoy y el TC invalidó anoche, en la práctica, la investidura-trampa del burlador burlado del procés.
Junto a estos movimientos, no descarta un remozamiento del Gobierno si el ministro Guindos asume a la vicepresidencia del Banco Central Europeo, si bien su apetencia topa con el obstáculo de que parece plaza reservada a una mujer, y habría de ser admitido, en ese caso, «con faldas y a lo loco», parodiando la afamada comedia de Billy Wilder.
Gato de siete vidas, el presidente se adentra en terreno incierto, sin tener decidido aún si se presentará a la reelección. Entre tanto, evita ser un pato cojo. Decidido su adiós, perseguirá dejarlo todo atado y bien atado, si ello es factible. Le espanta el vacío de poder que se generó en el último año de Aznar, tras anunciar que sólo gobernaría dos mandatos. Padeció en primera persona cómo esa circunstancia complicó la gestión política del macroatentado islamista del 11-M de 2004 hasta perder las elecciones que daban por ganadas. En su discreción habitual, procurará que sus planes últimos no los sepa ni el cuello de su camisa.
Rajoy deposita su fe en que, de aquí en 16 meses, lapso sin urnas, salvo que Susana Díaz anticipe los comicios andaluces a las locales y europeas de mayo de 2019, pierdan sus alas y virginidad los ángeles llovidos en estos meses horribles para el PP. En todo caso, después de profesar la estrategia británica de extenuar al enemigo antes de enfrentarse con él, como sucesivamente hicieron con Felipe II, Luis XIV, Napoleón, el Káiser y Hitler, Rajoy ya no puede seguir dando tiempo al tiempo. Este puede que haya huido irremediablemente para el líder de un partido que, vaciado de la ideología y de los principios que lo sostuvieron a pie firme, ya no parece revestido del acero que antaño le hacía aguantar en medio del mayor oleaje. Pero a Rajoy nunca hay que darlo del todo por muerto políticamente.
Si a duras penas el PP podría afrontar sus venideras citas con las urnas sin el aval de la recuperación, tampoco ello -conviene insistir- le bastará si no se reconcilia con esos millones de desengañados que no recobrarán apelando al mal menor con un Podemos desinflado como un suflé. Ahora que «el invierno de nuestro descontento se vuelve verano», habrá que ver si Rajoy es capaz de hacer retornar a esos irritados deudos. Ya advirtió el clásico que «el mercader que su trato no entiende, cierre la tienda».
En 1895, el joven oficial apellidado Churchill, sin imaginar siquiera que llegaría a el ser primer ministro que salvaguardara a su país, aprovechó su almuerzo con un veterano patricio para preguntarle: «¿Qué pasará ahora?». «Mi querido Winston -le respondió-, la experiencia de una larga vida me ha convencido de que nunca pasa nada». No hacer nada sería la muerte política no ya de Rajoy sino del PP como lo fue de UCD, una vez que obró el milagro de la Transición hace 40 años.