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Ramón Gómez de la Serna y Macedonio Fernández: el secreto encanto de la extravagancia

Dos grandes escritores que acaso poco o nada se preocuparon por serlo, Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) y Macedonio Fernández (1874-1952), pues ninguno de los dos creyó “en la trascendencia literaria, no movieron un dedo por su vigencia editorial”, son evocados aquí por su rasgo esencial: esa altísima forma de la inteligencia que es el humor.

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A diferencia de las obras de Petronio y Apuleyo en la época de la decadencia latina, o las de Du Bellay y Ronsard durante el Renacimiento francés, que no tienen tanto que ver entre sí a pesar de su casi estricta contemporaneidad, la literatura del español Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) y la del argentino Macedonio Fernández (1874-1952), celosamente inimitables, alientan un espíritu semejante: el secreto encanto de la extravagancia. Ninguno de los dos produjo un libro definitivo sino una obra consecuente con la personalidad de ambos autores, más voluminosa, eso sí, en el caso de Ramón que en el de Macedonio. Y en efecto, si alguna tesitura los identifica es su ingeniosa excentricidad, aunque sean de índole tan distinta el desparpajo ramoniano, destinado a objetualizar la realidad, y la heterodoxia metafísica de Macedonio.

En su literatura sucede casi siempre una persecución caprichosa de historias o instantes inarmónicos que no temen parecer ininteligibles o pasmosos, prestos como Alberto Racq, personaje de la novela Adriana Buenos Aires (“última novela mala”, como la califica el mismo Macedonio al subtitularla), “a decir cualquier cosa que pase por su cabeza en medio de la conversación, sin atención al tema y sin ninguna relación con la verdad”.

Se trata, en ambos, de un humor flotante que de pronto aparece como una nube en medio del texto, cobra cierta forma inusitada y de pronto se evapora o desaparece en una llovizna, en un mero vaho o vahído que funciona a manera de puente con algún otro asunto. Sus historias, hay que decirlo, parecen con frecuencia contrahechas o desmesuradas, tan nebulosas que hasta el mismo Ramón calificó a algunas de las suyas como tales, tan abstractas que Macedonio presumió, desde la mera portada, que las había buenas y malas; pueden parecer con frecuencia improcedentes o llenas de circunstancias inocuas, pero la gracia de sus relatos reside menos en la configuración de una anécdota atractiva que en la prefiguración de un mundo deliberadamente aleatorio.

No temen al neologismo ni a la afectación porque son maestros de la ocurrencia ingobernable, de la “blandicia delicada” y el “vaniloquio mortal” de sus “libros lobulados”, para decirlo en palabras de Gómez de la Serna; porque sus textos son eso, antes que novelas o cuentos o ensayos en toda regla, escritos que se avienen a su impulsividad metafísica, productos tan poco naturales como la manera en que articulamos una segunda lengua, siempre derrotados de antemano por nuestra prosodia de origen, que en el caso de Ramón y Macedonio es su propia expresión verbal en estado puro, irremediablemente aturdida por una suerte de “provechosa enfermedad” lúdica que va de la exactitud graciosa (“De la primera novela de Adán y Eva se han tirado demasiados ejemplares”, Ramón dixit) al simple desplante con su algo de locura bisiesta: una observación producto del ingenio o la ingenuidad.

El escritor español es de todos conocido por esas frases breves, a veces contundentes, a menudo intraducibles, llamadas greguerías, de las que escribió más de quince mil. Sin pregonarlos como “objetos de estilo”, Macedonio también solía incurrir en el mecanismo de generar aforismos absurdos y sugerentes que se colaban en su prosa porosa como amenos huecos de insensatez: “Pero de qué color será verde la alfalfa.” Como en Ramón, la variedad e implicaciones de estos hachazos verbales hechiza a veces conceptos definitivos que atinan en el alma de ciertas ideas. Así, se lee en Ramón: “Lo malo para quienes no piensan en la muerte es que la muerte no deja de pensar en ellos.” Y en Macedonio: “El egoísmo es la única verdadera soledad.”

“Ingeniando procedimientos que ingeniaran favorablemente su mente”, escribe el argentino sin temor a la evidente tautología y como alertando al lector acerca de la actitud de ambos escritores, los dos trabajaban a partir de una suerte de corazonadas verbales que no dudan en obedecer y convertir en rasgo de estilo sin el menor escrúpulo. Octavio Paz estima que la obra de Macedonio Fernández no está propiamente en sus textos poéticos o en sus novelas, “sino en lo que nos cuentan Borges y sus otros amigos del hombre, sus dichos y sentencias”. Asimismo, a Gómez de la Serna, lamentablemente, se le recuerda más de lo que se lo lee. Pocos escritores han vivido tanto de lo que se sabe de ellos, de su magnética personalidad, antes que de la influencia ejercida directamente por su literatura en las generaciones posteriores. Quizá la explicación sea sencilla: ni Ramón ni Macedonio creyeron en la trascendencia literaria, no movieron un dedo por su vigencia editorial, pues para ambos escribir significó una manera de adaptarse al mundo, algo tan personal y necesario como absurdo sería querer pasar a la historia por nuestra manera de estornudar o de amenizar un guiso, así sea con el indefinible y definitivo ingrediente, como es su caso, del condimento humorístico.

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