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Ramón Guillermo Aveledo: Democracias frágiles

 

En Venezuela Maduro se las ha arreglado para permanecer en el poder con institucionalidad derretida y población empobrecida, en una economía que es menos de la cuarta parte que hace cinco años, con sanciones internacionales que no causan la crisis pero agudizan sus consecuencias y la emigración de más de cinco millones de personas. Tiene frente a sí una oposición debilitada por la represión más su desgaste y fragmentación, a lo cual asiste indiferente una población desencantada y frustrada que intenta sobrevivir por su cuenta, pues ya espera poco o nada de los políticos de cualquier signo.

Pero la durísima situación de mi país no es ya tan excepcional en la región que hace casi cuatro décadas vivía un renacimiento democrático. Las entonces solitarias democracias costarricense, venezolana y colombiana fueron adquiriendo compañía, cuando el predominio dictatorial iba cediendo terreno y los aires nuevos de la esperanza soplaron en una América Latina optimista que parecía despegar hacia la consolidación democrática, el progreso económico y la equidad social.

La democracia es una planta frágil

Cierto que ya casi no vemos los clásicos golpes militares de otros tiempos, pero el personalismo político, la arbitrariedad, el continuismo, la legalidad moldeable como plastilina a la voluntad del poder o los recursos de la “vía rápida”, como la presión popular, para deponer gobernantes, siguen asomándose. Progresos ha habido, en lo político, lo económico e incluso en lo social, pero también pausas e incluso retrocesos.

¿Revierte el proceso democratizador o es la recurrencia de carencias endémicas?

Recién el dos veces presidente uruguayo Julio María Sanguinetti nos advierte [1] sobre la fragilidad de nuestras democracias. Lo que demuestra la experiencia de estas décadas latinoamericanas es que “La democracia no había alcanzado la madurez política necesaria”.

Citemos algunos casos. En Nicaragua, la continuación de Daniel Ortega en el poder mediante un proceso electoral viciado, condenado por la OEA, profundiza el aislamiento internacional del país. Siete posibles candidatos presidenciales opositores fueron arrestados y se calcula en más de ciento cincuenta los presos políticos. El grueso de la dirigencia de la oposición está en el exilio o perseguida. En El Salvador, cuya imperfecta democracia se alcanzó a un costo tan alto, se va pasando aceleradamente a un régimen híbrido, cada vez más autoritario. El país está “Al borde del abismo”, según José Miguel Vivancos, de Human Rights Watch y su joven Presidente Nayib Bukele, proveniente del sector empresarial, “No va a detenerse en su ejercicio del poder absoluto” opina Oscar Martínez en El Faro [2]

Bukele, ganador de las presidenciales del 2019 y de la parlamentarias del 2021, capitaliza la frustración tras los dos gobiernos del FMLN y el desgaste de ARENA en el poder, y el vacío dejado por la Democracia Cristiana, el partido clave en la transición. Presionó con la fuerza a la Asamblea Legislativa y al ganar la mayoría en ella,  cambió los jueces de la Sala Constitucional de la CSJ que acaban de autorizar su reelección y renovó contra la constitución a diez magistrados de la Corte Suprema, reformó la legislación para poder remover jueces y fiscales, nada radicalmente diferente a lo que hace Ortega en la cercana Nicaragua.

En Bolivia regresó al poder por los votos el MAS, cuyo líder Evo Morales, frustrado aspirante a una reelección constitucionalmente forzada,  presiona constantemente a Presidente Arce. La prisión arbitraria de la Presidenta provisional Áñez quien condujo al país hasta un proceso electoral cuya limpieza se puede juzgar por sus resultados ensombrece el panorama, donde el espectro político democrático luce disperso y desorientado.

La fragmentación política en el parlamento ecuatoriano dificulta la gobernanza con el Presidente Lasso, luego del paréntesis de Romero tras la “Revolución Ciudadana” de Correa, conceptuada como una de las “dictaduras del siglo XXI” por Oswaldo Hurtado.

De México se leen noticias de la persecución judicial políticamente instigada del ex candidato presidencial panista Ricardo Anaya  quien se ha marchado del país. El discurso populista de López Obrador se alimenta de la denuncia de la corrupción y sobre esa base no oculta sus ataques al opositor, a quien tacha de pillo e hipócrita.  Expertos en materia legal ven débil el caso contra el político. Al respetado jurista Diego Valadés el caso le parece bastante raro e irregular y para Shannon O’Neil, analista en asuntos mexicanos en el Consejo de Relaciones Exteriores de Nueva York resulta “extremadamente preocupante para la democracia de México.[3] López Obrador ha coqueteado con seguir en “La Silla del Águila”, pero se le atraviesa que “Sufragio efectivo y no reelección” sean las columnas del constitucionalismo mexicano.

El populismo derechista de Bolsonaro a quien le cuesta jugar dentro de las reglas, puede lograr el regreso de Lula, populista de izquierda aunque con interesantes logros de gobierno, cuyo partido el PT salió del poder en medio del escándalo de Odebrecht, trama corrupta transnacional que ha contaminado y mostrado la peor cara de la política y el empresariado en varios países de la región.

En Perú, no obstante su impresionante crecimiento económico, la prolongada crisis del sistema de partidos ha afectado negativamente la recuperación democrática posterior al autoritario decenio fujimorista. En 2021, de dieciocho candidatos presidenciales, los peruanos debieron escoger en segunda vuelta entre quienes había recibido respectivamente apenas 19,11% y 13,36% en la primera. El sindicalista magisterial Pedro Castillo temido por su izquierdismo con discurso semejante al que tan terribles consecuencias ha tenido para Venezuela de donde han llegado varios centenares de miles y Keiko Fujimori, siempre bajo sospecha por significar una posible vuelta a las prácticas del gobierno de su padre. Por mínima y discutida diferencia, el mal recuerdo del pasado pesó más que la incertidumbre y hoy el país se debate en la desconfianza que genera el recién comenzado gobierno.

“La democracia –dice Sanguinetti en la entrevista citada- es un sistema institucional que requiere de un ciudadano participativo y racional”. Las redes sociales, señala, “han debilitado el sistema de representación política”, al generar un ciudadano “que vive la falsa ilusión de un debate que es un coro desafinado y contradictorio de mensajes por millones”. En América Latina hemos logrado vivir en democracia, nuestro problema parece ser desarrollar las capacidades para mantenerla y desarrollarla. En resumen, institucionalidad que resista los embates populistas.

Preguntado por los mayores riesgos a la libertad de expresión en América Latina, Sanguinetti responde: gobernantes autoritarios, no tener justicia independiente y un ciudadano que no entiende que las redes sociales no son periodismo, porque no hay un editor responsable.

¿Mal de muchos?

La presidencia y no obstante sus excesos, la popularidad de Trump en Estados Unidos, son pistas de que el fenómeno del populismo autoritario no nos es exclusivo. Allí, la institucionalidad posibilitó salvar una crisis, pero sigue latente el peligro. Lamentablemente, las venidas del Norte no son las únicas pistas. Los populismos nacionales europeos, tanto en las nuevas democracias del Centro y el Este, como en las consolidadas y prósperas de Occidente emergen con variable éxito. No se trata de un mal exclusivamente latinoamericano. Del FN y los violentos y difícilmente comprensibles “chalecos amarillos” franceses y la AfD alemana al Podemos y al Vox españoles; del Brexit a Orbán en Hungría.

“Mal de muchos. Consuelo de tontos” dice el viejo refrán, así que no busco consolarnos. Al contrario, miro hacia una tendencia muy amenazante que se esparce. Anne Applebaum [4], acaba de resumir la cuestión del siguiente modo: el siglo veinte fue “la historia del lento, disparejo progreso hacia la victoria de la democracia liberal sobre otras ideologías: comunismo, fascismo, nacionalismo virulento” mientras el veintiuno es “hasta ahora, la historia inversa”. E ilustra con Maduro, Lukashenko, Putin, Xi y Erdogan.

De la misma autora es un sugestivo libro de 2020 acerca del “señuelo seductor del autoritarismo”[5] en lo que puede significar “el crepúsculo de la democracia”. Para Applebaum, “A diferencia del marxismo, el iliberal Estado de partido único, no es una filosofía. Es un mecanismo para mantener el poder y funciona felizmente junto a muchas ideologías”.

En muchas democracias avanzadas ya no hay un debate común y mucho menos una narrativa común. La gente, afirma la estudiosa norteamericana de las sociedades de Europa del Este bajo el comunismo, “siempre ha tenido diferentes opiniones, ahora tiene hechos diferentes”. Desconfianza ante instituciones, líderes, expertos o la política “normal”. La neutralidad no es creíble en ese clima donde el enfado se hace hábito y lo divisivo es normal. En su diversidad, el debate democrático puede ser ruidoso y sin embargo, siguiendo sus reglas, producir consensos. No es el caso del debate en nuestro tiempo, cree Applebaum. “En cambio, inspira en algunas personas el deseo de silenciar a la fuerza a los demás”. Adquiere así carta de legitimidad un nihilismo. Y hablamos de sociedades industriales y post industriales, con cultura democrática arraigada y sofisticación en amplios sectores.

Instituciones, valores y el “corredor estrecho”.

Hace poco participé en un foro organizado por el Instituto de Estudios Social Cristianos de Lima en homenaje a Pedro Planas, autor que por cierto hablaba de la volatilidad de la democracia en su Perú, pero el concepto vale para la región entera. Vivió con intensidad una vida breve, dos obras suyas vienen a cuento en esta conversación que propongo.

Me refiero a su clásico trabajo acerca de los regímenes políticos [6], y a su para mí entrañable antología del pensamiento de Víctor Andrés Belaunde [7]. Democracia y valores son el tema de estas dos obras de Pedro. Democracia y valores son la materia prima de nuestro debate actual. Las crisis de la una y los otros están en la raíz de nuestras tribulaciones. Por eso valen como estímulo a un análisis crítico, a una reflexión constructiva que sigue siendo asignatura pendiente, varias veces diferida en nuestra región latinoamericana.

En su estudio de los regímenes políticos, Planas propone, según su propia declaración,  divulgación y pedagogía de valores. Divulgar los datos definitorios de “la organización democrática y constitucional de los países que han generado mayor influencia en el Derecho constitucional. Reino Unido, Francia, Alemania, Estados Unidos y Suiza” y hacerlo con “criterio pedagógico de raíz eminentemente valorativa”, pues entre nosotros, él habla de Perú pero podría hacerlo de cualquiera de nuestras naciones, advierte “cierto continuado divorcio entre la teoría institucional de la democracia y el ejercicio efectivo de las instituciones”[8].

La política es vacía si no ofrece alternativa. Al invitarnos a conocer y comprender  el reformismo de Belaúnde, destaca en él la fidelidad al “imperativo moral de todo político o intelectual sincero, la indispensable estrategia, el programa preciso, la edificante alternativa que sugería como remedio ante las características del problema denunciado.”[9]

La democracia no es una mera mecánica para escoger gobernantes y representantes, es un modo de vida libre institucionalmente organizada con poder distribuido que apunta hacia una finalidad, el progreso de todos, el bien común y como tal, requiere de instituciones que la organicen y además de posibilitarla, la promuevan. Y antes, por delante, de valores que la guíen.

¿Cómo resolver las tensiones e incluso conflictos derivados de la vida social en medio de los límites y contrapesos internos? Allí recurre a los “cinco diálogos” de Georges Vedel [10], con su visión dinámica, más propia del campo de la política que de una pretensa rigidez jurídica que por detener el derecho lo aparta de sus finalidades en realidades que por vivas se mueven. Sí diálogos, intercambios, interrelaciones constantes, entre poder constituyente y constituido, entre gobernantes y gobernados, entre parlamento y ejecutivo, entre mayoría y minoría y entre el Estado y los sectores e intereses actuantes en el seno de la sociedad.

Por la historia, vale decir por la vida de las instituciones, se pasea Planas en su estudio de los regímenes políticos y con ecos de Löewenstein, anota “ el efecto cuasi plebiscitario que ha tenido la unión entre caudillismo y presidencialismo en América Latina”.

Y en su contexto histórico nos presenta a Víctor Andrés Belaúnde. En 1923, a un año del fascismo en el poder en Italia, antes de la Segunda Guerra Mundial y sus horrores, su observación se aleja del prejuicio y sintetiza el veloz control de todo el poder por Mussolini, aparte de “consideraciones  de orden interno”, dictaduras como ésta “ofrecen para los intereses permanentes de la humanidad un serio peligro”.

La nueva organización política de la sociedad fue la gran cuestión del siglo XIX y las fórmulas de justicia social la del XX, sostiene Belaúnde. Nos preguntamos ¿Cuál es la gran cuestión de este siglo XXI? A casi nadie se le ocurre negar que el necesario crecimiento exige equidad. Se reavivan, con otra nomenclatura, los debates acerca de la legitimidad democrática y la inclusión social, aderezados ahora por la globalización, los desafíos del desarrollo sustentable ante el cambio climático; el impacto social, político y económico de las nuevas tecnologías, el mundo del trabajo, lo local en una creciente metropolitanización, un demos ensanchado en su diversidad, los efectos estructurales de la coyuntura pandémica, todo ello en lo que se define como un cambio de época.

Y así las cosas ¿Cómo no releer a Belaúnde con ojos de actualidad?

Más que nunca necesitamos una filosofía constructiva, una filosofía integral, el sistema que abarque lo subjetivo y lo objetivo, la vida interior y la vida social, que concilie la necesidad de algo permanente y eterno y los cambios y mejoras inevitables; filosofía que nos dé, junto con la metafísica más alta, la estética más libre, la política más realista, la economía más humana. [11]

La democracia es una idea grandiosa, noble, de muy difícil aplicación. Sin embargo, ninguna mejor que ella se ha inventado. La práctica lo demuestra. Las acusaciones que se le formulan, fundadas, exageradas o francamente falsas, no logran que sea superada, aún en la comparación más generosa, por cualquiera de las opciones dictatoriales o totalitarias. Las experiencias de la humanidad y sus relaciones costo-beneficio están a la vista.

¿Es frágil la democracia? Sí y más en ecosistemas como el nuestro donde se ha demostrado además volátil. Pero no nos demos por vencidos.

Los autores de Por qué fracasan las naciones Daron Acemoglu y James Robinson, nos presentan en 2019 su nuevo trabajo, tan desafiante como esperanzador [12].

Para emerger y florecer, la libertad necesita fortalezas, tanto del Estado como de la sociedad. Acemoglu y Robinson nos alertan de este modo ante los riesgos del individualismo exacerbado por el neoliberalismo y otras manifestaciones, así como  del estatismo colectivista. Equilibrios, podríamos decir que son la clave, según la clásica pauta aristotélica. “Un estado fuerte es necesario para controlar la violencia, hacer cumplir la ley y proveer servicios públicos que son críticos para una vida en la cual la gente pueda decidir y procurar su escogencia libre” nos dicen, pero,  “Una sociedad fuerte y movilizada es necesaria para controlar y encadenar un Estado fuerte” porque sin la vigilancia de la sociedad “las constituciones y las garantías no valen mucho más que el pergamino donde están escritas”. Ese equilibrio entre factores que son decisivamente necesarios, no se da espontáneamente, nace de una constante, cotidiana lucha entre los dos. Así se construye el estrecho corredor por donde la libertad puede caminar y correr.

Explican estos dos profesores, uno de MIT y el otro de la Universidad de Chicago,

Lo que hace que éste sea un corredor y no una puerta, es que lograr la libertad es un proceso; usted tiene que viajar un largo trecho en el corredor antes que la violencia sea controlada, las leyes sean dictadas y cumplidas y el estado comience a proveer servicios a sus ciudadanos. Es un proceso porque el estado y sus élites deben aprender a vivir con las cadenas que la sociedad les coloca y diferentes segmentos de la sociedad deben aprender a trabajar juntos, a pesar de sus diferencias.

Me parece que con esta reflexión que espero motive muchas en políticos, intelectuales y ciudadanos de nuestra América Latina, debo poner punto final a este artículo.

 

[1]. Carlos Ríos El País Montevideo. GDA/ El Nacional. Caracas. 15 Noviembre 2021

[2] The New York Times 8 de septiembre y 13 de septiembre, 2021

[3] José Córdoba y Juan Montes. The Wall Street Journal. New York, 8 de noviembre,2021.

[4] Anne Applebaum: The bad guys are winning. En The Atlantic, November 15th, 2021

[5] Anne Applebaum: The Twilight of Democracy. The seductive lure of authoritarianism.Doubleday. New York, 2020.

[6] Pedro Planas: Regímenes Políticos Contemporáneos. (Segunda edición) Fondo de Cultura Económica. Lima-México, 1997

[7] Pedro Planas: El Pensamiento Social de Víctor Andrés Belaúnde. Instituto de Estudios Socialcristianos IESC. Lima, 1997. 

[8] Planas: obra citada

[9] Planas: obra citada

[10] Citado por Manuel Jiménez de Parga y Cabrera en Los Regímenes Políticos Contemporáneos. Tecnos. Madrid, 1962.

[11] Belaúnde: La necesidad de una filosofía constructiva en Planas: obra citada

[12] Daron Acemoglu – James A. Robinson: The Narrow Corridor. States, Societies and the Fate of Liberty. Penguin Random House LLC. New York, 2020.

 

Este ensayo fue publicado en el No. 8 de la revista «Pensamiento Social» (Lima, Perú), sobre «El futuro de la Democracia en América Latina», bajo el auspicio de la Fundación Konrad Adenauer y el Instituto de Estudios Social Cristianos. 

 

 

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