El pasado lunes 21 marcó el centenario de la desaparición de Vladimir Ilich Lenin, cerebro y líder indiscutible de la revolución bolchevique de 1917, que dio sentido real y práctico a la ideología marxista del SXIX.
La muerte temprana de Lenin, en 1924, con la gloria de haber liquidado toda huella del régimen zarista y de un intento republicano burgués, elevó su imagen a los altares en la temprana Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Nació el culto a su memoria, que tuvo una expresión concreta en la momificación de su cadáver, dando lugar a un rito, comparable a la peregrinación preceptuada de los islámicos a la Meca. Era visita obligada a su mausoleo para cuantos militantes o simpatizantes comunistas iban a Moscú y, por supuesto, para todo el pueblo soviético.
La brutalidad contumaz de su sucesor en el poder, José Stalin, alimentó el mito de que con Lenin había desaparecido, el “líder bondadoso” del comunismo. Esta creencia se fortaleció en 1956, cuando Nikita Krushchov hizo público parte del prontuario de crímenes de Stalin, un genocidio que, de paso, incluyó a los lideres del politburó, aliados de Lenin, todos llevados al paredón.
Pero tampoco Lenin en sus pocos años en el poder había sido en absoluto bondadoso. En uso de su lógica revolucionaria, donde el fin justifica los medios, fue implacable en liquidar cuanto ser humano perturbase la consolidación del asalto comunista al poder y para tal fin su estrecho aliado fue Leon Trotsky, sanguinario fundador del Ejercito Rojo, ejecutor de horribles matanzas. Otro, por cierto, que por haber sido asesinado por orden de Stalin, también algunos piensan que fue un “comunista bueno”.
El mausoleo de Lenin ha salido de los itinerarios de visita. A su olvido ha contribuido Vladimir Putin, nada comunista, quien se inspira en los desmanes ultranacionalistas de Stalin. Lenin, por su parte, era apasionado del internacionalismo, pero eso no es del gusto del actual oligarca del kremlin.
(*) Bye bye Lenin, título de ingeniosa película alemana de Wolfgang Becker, de 2003.