Sin mediar guerra, en supuesta paz, el tamaño de nuestra economía se encogió a la cuarta parte de lo que era hace diez años. Hoy, la inversión interna es apenas de sobrevivencia, la extranjera es poco menos que imperceptible. El crédito bancario es un fantasma del viejo pasado. El acceso a los organismos multilaterales, Banco Mundial, FMI, está vedado. El peso de la abultada deuda externa no es renegociable. Priva en las transacciones internas una dolarización sobrevenida, con una tasa de cambio irreal, anclada mediante la venta por el BCV de millones de dólares y una contracción recesiva del gasto público.
En cuanto al petróleo, principal motor de nuestra economía, de 3.2 MMBD en 1998, el volumen de producción ha retrocedido al de hace 80 años. Recuperar aquel nivel, de aquí a 2032, necesitaría inversiones superiores a 100 mil millones de dólares. Esa recuperación petrolera, junto con la del resto de la economía, exigiría también inversiones significativas para superar los precarios servicios de electricidad, combustibles, vías de comunicación, agua…
Las relaciones internacionales dejaron de ser factor para la expansión comercial y financiera. Se alude el respaldo de “socios” como China, Rusia o Irán, pero no aportan más que apoyo político. Los chinos solo aspiran a cobrar sus acreencias.
La prolongación del presente estado social de carencias, incluidas de salud y educación, de desesperanza de las condiciones de vida, promete un recrudecimiento de la migración masiva. Sobran razones. Una investigación de la consultora Ecoanalítica, sobre el ingreso individual, determina que 45% de los venezolanos percibe 100 dólares al mes y apenas 7% más de 600 dólares.
Tales son algunos de los rasgos del acontecer económico, que nos califican como una nación sin potencial de crecimiento.
El desafío es de reconstrucción total, bajo un gobierno legítimo, confiable y reconocido mundialmente por organismos multilaterales, gobiernos e inversionistas, como única vía para superar el presente estado de atraso y pobreza.