En Aragua de Barcelona, población que en tiempos mejores se la apodaba La Atenas de Anzoátegui, cuna de ilustres intelectuales y políticos, un popular vendedor de quesos, de nombre Carlos Enrique Chaparro, fue baleado el 25 de julio, por exigirle a un capitán de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), que respetase una larga fila que hacían los ciudadanos por gasolina. Una semana antes, al extremo occidental de nuestra geografía, en la soleada y preterida isla de Toas, en el Estado Zulia, otro venezolano, pescador, Joel Luis Albornoz Paz, de 18 años, moría con el corazón atravesado por una bala de fusil FAL, también disparada por alguien de la GNB para apaciguar un reclamo por combustible.
Estas muertes no pasaron desapercibidas en los medios en esta ocasión, gracias a la presencia en ambos casos de numerosos testigos. Noticia excepcional, porque en Venezuela, la muerte violenta con intervención de fuerzas del Estado es frecuente, pero no divulgada: ocurre y se desvanece en el anonimato.
De acuerdo al informe presentado el pasado 2 de julio por la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, MIchelle Bachelet, 1.324 venezolanos habrían muerto a manos de cuerpos de seguridad del Estado entre el 1 de enero y el 31 de mayo de 2020. Subraya el informe, como realidad agravada, “los altos números de muertes de jóvenes”. La Comisionada ha exigido: “garantizar la investigación de todas las muertes causadas por fuerzas de seguridad y los colectivos armados”.
¿Nos estaremos acostumbrando a estas cifras de muerte, propias de escenarios de guerras? Quizás sea esa la intención de la dictadura con su modelo de control social accionado por gatillos alegres. Si agregamos: muertes de niños por desnutrición, de enfermos por precariedad hospitalaria, homicidios del hampa común, fallecidos de inanición…, nunca antes tuvo tan concreta vigencia levantar como bandera combativa la importancia de la vida de los venezolanos.