CulturaLibrosLiteratura y Lengua

Ramón Peña: Vargas Llosa y el Premio Rómulo Gallegos  

Fundación Rómulo Gallegos Inc - Mario Vargas Llosa. Premio Rómulo Gallegos,  año 1967. El Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos fue creado en  honor al novelista y político venezolano de ese nombre

 

 

“No estoy de acuerdo con los que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo”

Voltaire 

 

Abril de 1967, Llegado el momento de tomar vacaciones, luego de año y medio en mi primer empleo y gracias al poder milagroso de nuestra sobrevaluada moneda, me vi en capacidad de adquirir los traveler’s cheques, necesarios para materializar mi sueño de visitar Europa. Destinos concretos: París y Londres. 

Dos semanas intensas en la capital francesa, providencialmente, de la mano de un guía inmejorable para mi ávida curiosidad, Walter Castro Salerno. Este amigo, un tipo de carácter intenso, inteligente, cuestionador, que encajaba perfectamente en la personalidad parisina con la que me familiaricé años después. Agradecido para siempre con Walter, mi didáctico y entusiasta cicerone, conocedor exhaustivo de los rincones culturales y bohemios de la ciudad. Una fructífera exploración que selló en mi itinerario de vida la instrucción de volver a París cada vez que fuese posible.  

En Londres, de nuevo en manos de un competente guía: Vicente Soler, mi amigo desde los años de bachillerato y los cinco de facultad. Compinche de aventuras en las noches caraqueñas, pero también camarada en la política durante los años de universidad. Él, del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, yo de la Juventud Comunista. Aunque en estas fechas no éramos militantes activos, al menos yo no lo era, lo esencial de nuestro pensamiento y discurrir políticos continuaba en su mismo sitio. 

En el temario de las primeras medias pintas de cerveza en una taberna, en el barrio de South Kensington revisando novedades de Caracas y por supuesto, el itinerario a cubrir en Londres, emergió el nombre de Mario Vargas Llosa. Éste y Vicente eran compañeros en un curso de literatura inglesa y habían hecho buenas migas. Me sorprendió gratamente, yo guardaba fresca mi admiración por la reciente lectura de sus novelas, La casa verde y La ciudad y los perros. Pero lo novedoso sobre el escritor era que, casualmente, durante el vuelo, yo había leído en El Nacional que se daba a Vargas Llosa como seguro ganador del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, en su primera edición, por La casa verde. Y, de esto, según Vicente, el novelista no estaba al corriente. En aquellos tiempos, las novedades no volaban

Un par de días más tarde, luego de su clase de inglés, Vicente me refirió el interés -y también la intriga- que había despertado en Vargas Llosa la novedad que yo traía de Caracas. Tenía prisa en conocer detalles sobre el asunto del premio. Para entonces, él ya había recibido su primer lauro importante: el Premio Biblioteca Breve, de la editorial catalana, por La ciudad y los perros. Pero el Rómulo Gallegos implicaba algo más, transitaba entre la literatura y la política. Sin mediar días, nos invitó a visitarlo en su residencia. Él habitaba con su esposa e hijos, en el popular barrio de Earl’s Court, mejor conocido entonces como Kangaroo Valley por la cantidad de australianos que allí moraban.

El novelista estaba casado con su prima de nombre Patricia, una guapa chica, peruana como él. Su cálida bienvenida y buen café, mejor que el que servían las cafeterías londinenses, abonaron el terreno para la tertulia. La agenda de aquella conversación con dos jóvenes izquierdistas venezolanos tenía un punto único: el Premio Rómulo Gallegos y sus implicaciones políticas. Partíamos de la noticia concreta que yo traía. El asunto, puesto temprana y descarnadamente sobre la mesa era si Mario Vargas Llosa, notorio defensor de la Revolución Cubana, miembro del Directorio de la Casa de las Américas de la Habana, debería, o no, aceptar aquel premio, el cual se consideraba ya entre los más importantes de la narrativa en lengua castellana. La razón de la duda: el premio lo otorgaba un gobierno declarado enemigo de la Revolución Cubana y propulsor de la expulsión de Cuba de la Organización de Estados Americanos.

Vargas Llosa se planteó interrogantes perentorias dado su grado de compromiso con Cuba, ¿aquello podría ser interpretado de algún modo como su alejamiento de la causa cubana, o identificación con el gobierno venezolano? ¿Podría ser aprovechado por Venezuela con fines propagandísticos? ¿Y rechazarlo no sería una buena oportunidad para repudiar al gobierno venezolano y para reafirmar solidaridad con la Cuba excluida del hemisferio? ¿Desde diferentes ángulos, cuál podría ser la trascendencia política real de la aceptación del premio…? 

Vicente y yo habíamos reflexionado previamente y concluido que el premio era un reconocimiento literario a su novela, no otra cosa, y que aceptarlo no implicaría de suyo un compromiso político o ideológico. Esa fue nuestra opinión en la conversación. Por supuesto, también habría oportunidad de rechazarlo públicamente ante un intento de manipulación por parte de las autoridades venezolanas. Desde otra óptica, consideramos que luciría muy torpe que el gobierno, en la primera edición de un premio de talla internacional intentara colorearlo políticamente. Gradualmente en la plática fue tejiéndose una opinión coincidente favorable a la aceptación del premio. No obstante, Vargas Llosa consideró necesario conseguir una opinión confirmatoria en Venezuela. A tal fin, decidió hacer la consulta a dos intelectuales de su confianza y amistad personal: Adriano González León y Edmundo Aray. Me encomendó, a mi regreso a Caracas, presentarles a estos dos amigos sus inquietudes y solicitar su opinión, antes de tomar la decisión final. 

La tarde continuó en amena tertulia. En medio de la misma recuerdo haberle hecho al novelista una pregunta de ingenua curiosidad: Mario, cómo escribes, cómo te inspiras. La respuesta fue asombrosamente sencilla: cada mañana a las siete me siento allí, dijo señalando una mesita y sobre esta su máquina de escribir, y no me permito levantarme hasta la una de la tarde. Ni siquiera, si en todas esas horas no haya venido la idea para escribir una sola línea.

Vicente y yo, confortados por aquella oportunidad de ser testigos, y hasta opinadores, en la toma de decisión de tan importante y admirado personaje, lo celebramos con ginebras en un Pub del Valle de los Canguros. De Londres, regresé a París. Vicente me acompañó hasta el aeropuerto de Heathrow, donde por las ginebras de despedida perdí uno o dos vuelos. Afortunadamente salían cada hora. Un par de días más en la Ville Lumière y de allí a Caracas a cumplir con mi encomienda.

Una sorpresa me aguardaba a mi arribo al aeropuerto de Maiquetía. El oficial de inmigración, al revisar mi pasaporte y seguramente cotejarlo con alguna lista policial, me miró fríamente y oscilando su dedo índice, me ordenó: “ciudadano, acompáñeme, por favor”. Sin explicación pasé a una oficina del Ministerio de Relaciones Interiores. Otro funcionario me pidió los comprobantes de mis maletas, ellos se ocuparían de retirarlas. No había mucho que imaginar, mi nombre continuaba en alguna lista de la policía política, la temida Digepol. Necesitaba alguna salida express. Jugué mi carta comodín: señores, sin duda me están confundiendo con otra persona, el mío es un nombre bastante común, pero yo soy economista y hermano del Ministro de la Defensa, el General de División Ramón Florencio Gómez. Se miraron sorprendidos. Antes de que reaccionasen les solicité aclarar el asunto con una simple llamada telefónica al ministro para enterarlo del desatino que cometían con su hermano. Hablaron entre ellos, consultaron a un comisario jefe. Revisaron de nuevo la lista y encontraron la necesitada excusa: “Ah, es que usted es doctor economista, el Ramón Peña que está en la lista no es ningún doctor.” Disculpas al doctor, culpas al descuidado que elabora la lista. Por supuesto, que no iban a molestar al señor ministro. “Llévele las maletas al doctor y consígale un taxi para Caracas”. Disimulé una exhalación profunda, tenía los pies fríos. Habría sido terrible dar de nuevo con mis huesos a las ya conocidas celdas del edificio Las Brisas, en Los Chaguaramos, sede de la Digepol. Nada menos que regresando de París. 

El animoso Chicken Bar, en el boulevard de Sabana Grande, fue el lugar escogido para citarme con el novelista Adriano González León y el poeta Edmundo Aray. Allí, un recuento de la conversación en Londres, la significación, las dudas, los temores… Como lo presentía, la opinión de ambos fue confirmatoria: ambos coincidieron en que Vargas Llosa debería aceptar el premio. Era un reconocimiento a su novela, a ninguna otra cosa. Ellos, además, conocían bien a los organizadores del premio y no sospechaban de alguna celada propagandística. Me contentó su respuesta coincidente con la nuestra. Lo demás fueron buenos tragos y el disfrute de la conversa con estos amenos contertulios. Al día siguiente ya estaba yo en el correo enviándole al novelista la correspondencia con la respuesta de sus dos amigos.

La comunicación en aquellos tiempos era de cartas y telegramas. El correo venezolano era un servicio bastante eficaz, tomaba cuatro días una correspondencia a Europa. En menos de dos semanas recibí respuesta de Vargas Llosa, escrita en una Airletter, aquellas prácticas piezas azules plegables que servían a la vez como sobre y papel para escribir. Contento, confirmando la aceptación del premio y agradecido por haberle conseguido la opinión de sus dos amigos. Entre otros temas, me comentó haberse enterado que Rayuela, la gran novela de Cortázar, solo fue retirada por el jurado argentino por no entrar dentro de los años de publicación que señalan las bases, y no por razones políticas, como en un principio temí”. Remataba con un “¡Te pasaré la voz en Caracas, para continuar nuestra conversación iniciada en el Valle del Canguro!”

La entrega del premio se realizó en el mes de agosto, en el marco de un encuentro de escritores. Caracas era el auditorio del Boom Latinoamericano. Como sede de la convocatoria, el Ateneo de Caracas en su acogedora casa original en la plaza de los museos, a la entrada del parque de Los Caobos. Vicente había regresado de Londres, de modo que en ese evento los tres nos reunimos de nuevo. Vargas Llosa estaba jubiloso, era la estrella del momento. Le propusimos almorzar en privado con un pequeño grupo de amigos escritores. Le gustó la idea. Conversamos un rato y quedamos en vernos en el hotel Tamanaco donde estaba alojado.

Dos días más tarde, a las once de la mañana, era la cita. Llegué puntualmente al Tamanaco. Me llevó en su auto una amiga muy cercana. Llamé por el teléfono interno a la habitación. Vargas Llosa, disculpándose, me pidió una media hora de espera en el lobby del hotel. Allí se paseaban las estrellas del Boom, García Márquez, Ángel Rama, Onetti, entre otros. Al cabo de unos 45 minutos bajó, excusándose por la tardanza. Me pidió apartarnos de los presentes y con timidez, no sé si perturbado o emocionado, me explicó la causa de su demora. Una chica, a quien jamás había visto, guapa, culta, inteligente, le anunció que subiría a su habitación para tratar algo importante. Bajo algún argumento aceptó la visita. Le abrió la habitación y, apenas cerrada la puerta, comenzó un acelerado ritual de seducción, totalmente sobrevenido, pero irresistible…De esas cosas que le ocurren a las estrellas de la escena, a los Rock stars, pero no comunes entre serios y adustos escritores. No me quedó más que decirle ¡Enhorabuena! No había más que comentar. (Un detalle inconfesable: minutos antes de bajar Vargas Llosa, había visto salir del ascensor a una chica, bella, inteligente, menuda. Nos conocíamos de la UCV, nos saludábamos afectuosamente. En esta ocasión, me esquivó la mirada. Luego de escuchar el relato de Mario, sospeché si no sería esa la razón de la placidez que revelaba su bonito rostro… Igual, guardé su nombre en el olvido. (Pero doloroso fue enterarme pocos años después que, todavía muy joven, esta chica se había quitado la vida.)

Hacia Prados de Este a la casa de Pedro Esteban Mejía, profesor y amigo, epónimo de mi promoción de economistas. Originalmente, el almuerzo lo habíamos programado en la casa de los padres de Vicente, pero éstos, cautelosos catalanes, sobrevivientes de la Guerra Civil, sintieron aprensión por cualquier consecuencia política de aquel encuentro en su hogar.

Mi amiga, feliz de llevar al famoso escritor de copiloto, le pidió estampar su autógrafo en el tapa sol del auto. Al llegar al sitio, un círculo pequeño de invitados: Adriano González León, Edmundo Aray, Caupolicán Ovalles, Héctor y Ludovico Silva Michelena, Héctor Malavé Mata y algún otro que no recuerdo. Vicente asegura que también hubo coleados. Nunca faltaban. Como era de esperarse, una rica tertulia hasta el atardecer. Regresamos al Tamanaco, el escritor necesitaba tiempo para revisar el discurso para el acto de entrega del diploma y de los 100 mil dólares del premio. Para Vicente y para mí, sendas invitaciones al evento.

El acto, con la apropiada formalidad, tuvo lugar en el acogedor Museo de Bellas Artes, hermosa edificación de Carlos Raúl Villanueva. Reinaba cierta tensión entre los presentes, conscientes del clivaje político entre el galardonado y los oferentes del premio. El momento álgido sería el discurso del novelista. Éste fue una hermosa pieza oratoria, en la que fungió de vocero de los escritores de América. Un reclamo por el mezquino reconocimiento que nuestras sociedades brindan a sus poetas, quienes, excluidos, solo pueden protestar con justo verbo contestatario. Realidad que ilustró con la vida del poeta peruano Oquendo de Amat, desaparecido en la miseria, símbolo de la marginalidad de tantos intelectuales de nuestro continente. Reconoció la generosidad de Venezuela por el premio que lo distinguía, el cual, en sus palabras, hubiese sido justo otorgárselo a Juan Carlos Onetti por su novela Juntacadáveres. Ya cerca el final de su discurso, Mario asomó la punta de su lanza: “Para dentro de diez años, veinte o cincuenta años, habrá llegado a todos nuestros países, como ahora a Cuba, la hora de la justicia social y América Latina entera se habrá emancipado del imperio que la saquea, de las castas que la explotan, de las fuerzas que hoy la ofenden y reprimen. Yo quiero que esa hora llegue cuanto antes y que América Latina ingrese de una vez por todas en la dignidad y en la vida moderna, que el socialismo nos libere de nuestro anacronismo y nuestro horror”. Finalmente, su salvaguarda política a los ojos de Cuba y del izquierdismo continental: “…este premio que agradezco profundamente, lo he aceptado porque estimo que no exige de mí ni la más leve sombra de compromiso ideológico, político o estético.”

Largos aplausos, incluidos los patrocinadores del acto. El maestro Rómulo Gallegos en el lugar de honor, el Ministro de Educación, J. M. Siso Martínez, quien entregó el premio y Simón Alberto Consalvi, Presidente del Instituto Nacional de Cultura y Bellas artes (Inciba), creador y conductor del Premio Internacional de Novela   Rómulo Gallegos. Concluido el acto, el brindis de rigor y para nosotros, una despedida emocionada de Mario Vargas Llosa. En mi caso, honrado y agradecido al destino por haberlo conocido y haber tenido esa participación, muy modesta, pero en lo íntimo muy grande, en el acontecer de tan importante personaje. Sentimiento compartido y recordado con mi amigo Vicente Soler.  

Desde entonces no he vuelto a coincidir con el ahora Premio Nobel de Literatura. Pero he seguido su trayectoria pública. Pocos años más tarde, a comienzos de los setenta, conocí el hecho notable de su vida ciudadana y política: abjurar de su devoción por la revolución castrista. Una reacción suscitada por la persecución y castigo del poeta cubano Heberto Padilla. La denuncia libertaria de éste, en sus poemas En el álbum de un tirano y Cantan los nuevos césares, soliviantó a Fidel Castro, quien lo confinó a una mazmorra, donde los duros interrogatorios y torturas de la temible Seguridad del Estado, la Staci caribeña, lo indujeron a repudiar sus propios poemas, a alabar a Castro y hasta a censurar a otros poetas de la isla. Castro había decidido cortar por lo sano la emergencia de disidentes del estilo de Aleksandr Solzhenitsyn en la URSS. Suerte parecida corrieron también otros escritores cubanos, entre ellos, Reinaldo Arenas. Vargas Llosa reaccionó, junto a otros sesenta intelectuales, entre otros, Sartre, Jorge Semprún, Adriano González León, Susan Sontag, Alain Resnais, con una dura carta de protesta dirigida a Castro. A partir de entonces, no ha cesado el in crescendo de su execración del totalitarismo cubano y de las tiranías de todo tinte, hasta convertirse en paladín mundial en defensa de la democracia liberal.

Volvamos a Venezuela. El hecho que se me antoja de mayor peso específico en este sencillo relato, es el grado de madurez, de templanza, que ya en aquel año de 1967, mostraba nuestra joven democracia. Lo ilustra claramente esta primera edición del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. Traigamos a la memoria que, en la madrugada del 8 de mayo de aquel mismo año, habían desembarcado en las costas de Barlovento líderes insurrectos en compañía de soldados cubanos, todos pertrechados y entrenados personalmente por el propio Fidel Castro. Un episodio de suma gravedad que se sumaba a las ya conocidas agresiones del régimen castrista contra Venezuela. No obstante, este hecho, noticioso y sensible, en nada perturbó la decisión de las autoridades venezolanas de proclamar ganador y homenajear a quien era directivo de la Casa de las Américas de la Habana y figura notable entre los intelectuales que respaldaban a Castro y su revolución. Particularmente, el organismo del Estado, el Inciba y, de manera destacada, su presidente, mi admirado Simón Alberto Consalvi, quienes cuidaron tal dictamen como lauro literario, desestimando la identificación ideológica y política del escritor. 

Una lección de tolerancia, de “generosidad” como lo reconoció el propio novelista. Un gesto de respeto a la discrepancia que enaltecía a la aún incipiente democracia, en la que no afloraban resentimiento ni exclusión como conductas de Estado. Evidencia, que se agrega a la mesura en el poder, a la alternabilidad, a la convivencia, a las oportunidades para todos, rasgos inequívocos de cómo hace unas cinco décadas vivíamos un capítulo excepcional, promisorio en la accidentada historia política de nuestra Venezuela.

En aquel momento, todavía enmarcado en mi visión ideológica de joven izquierdista, aprecié mi participación en aquellos hechos como una sazonada anécdota para contarla, además, por supuesto, del disfrute de haber conocido a alguien a quien admiraba como escritor y con quien compartía ideales políticos. Lo sigo admirando como escritor y comparto su pensamiento político identificado con la democracia liberal. Hoy, a la luz del infortunio que vive nuestro país, mi mayor valoración de estos recuerdos, es haber sido testigo de esa rica lección de tolerancia y convivencia en aquella Venezuela que tomaba impulso para volar hacia las alturas de la civilidad. Una razón histórica para relatar esta experiencia.

Buenos Aires, septiembre de 2019

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba