Regreso a Caracas
El gran apagón concentra en tres días amargos los males de dos décadas de régimen chavista en Venezuela
Aterricé en Caracas el jueves pasado a las seis y diez de la tarde, con la intención de entrevistar al presidente Nicolás Maduro al día siguiente en el palacio de Miraflores. Exactamente una hora y veinte minutos antes, a las 16.50, Venezuela había sufrido el mayor apagón de su historia. El corte eléctrico, que se había de prolongar aún durante varios días, dejó más del 70% del territorio completamente a oscuras. Un manto de oscuridad que era, a la vez, literal y metafórico.
La primera información la dio el comandante de la aeronave: el aeropuerto de Maiquetía se había quedado sin luz y el desembarque se retrasaba. Iniciado el proceso, todo hubo de llevarse a cabo en completa oscuridad, incluidos los controles de migración. Los policías anotaron los datos de los pasajeros en hojas de papel con la ayuda de las linternas de los celulares de estos últimos, y nos dejaron pasar. Cumplidos los trámites, ingresé en Venezuela por primera vez en dos décadas. Lo hice con ilusión, entreverada con el temor a constatar la destrucción de un país a manos de la corrupción, las peores políticas públicas y la ineptitud en demasía, una catástrofe que aún busca su igual en los anales del desgobierno mundial.
Veinte años antes, en 1999, había yo llegado a Caracas como joven reportero a cubrir las elecciones a una asamblea constituyente que el entonces presidente Hugo Chávez, recién elegido, había convocado y que había de ganar con unos contundentes resultados que dejarían atónitos a los observadores internacionales. Aquel triunfo rotundo, inapelable, le permitiría al exgolpista remodelar a gusto el país y sus instituciones. Hizo asimismo presagiar lo peor para Venezuela y sus gentes, pese a las masivas manifestaciones de entusiasmo popular que se sucedieron tanto en Caracas como en el resto del país durante aquellos días de julio y agosto.
Los exaltados discursos de Chávez, la apelación constante a la demolición de lo que denominaba una falsa democracia para ser sustituida por una auténtica, al servicio del pueblo, cuyo único intérprete era él mismo dejaban, a mi entender, poco lugar para las dudas. De vuelta en Europa, sin embargo, hube de sufrir reproches por varias de las crónicas que escribí, regaños cuyo argumento principal se reducía a mi aparente incapacidad de entender que “Chávez constituía la principal esperanza de la izquierda en América Latina”.
En una de aquellas crónicas, tras explicar que una urna funeraria (auténtica) pasó por encima de la muchedumbre para simbolizar el entierro de los partidos tradicionales, escribí: “Y [Chávez] prometió a la multitud: ‘De aquí en adelante no perderemos ninguna batalla más. En los próximos 45 años las ganaremos todas’. Luego se comparó con Cristo, pues, como él, tomó el látigo para expulsar a correazos del templo de la democracia a los políticos corruptos, asaltadores del presupuesto nacional durante 40 años”.
El régimen expulsado a latigazos por Chávez era efectivamente corrupto y asaltador de los dineros patrios. Pero Caracas despuntaba entonces como una ciudad vibrante y bulliciosa. Hasta pocos años antes (1988), Venezuela era el país más rico de América Latina (sin contar Bahamas) y esa abundancia se dejaba ver en las calles y en las gentes. Por supuesto que existía desigualdad, uno de los principales azotes del continente, pero nada hacía presagiar, excepto los sermones de Chávez, lo que pronto iba a revelarse como una pesadilla. El comandante pudo mantener unos años el espejismo gracias a unos ingresos petroleros desorbitados, una borrachera de crudo y dólares malgastada y robada en proporciones difíciles de establecer con precisión.
La pobreza y la desigualdad se redujeron, pero como señala David Smilde (Crime and Revolution in Venezuela, NACLA Report on the Americas, 2017), “es importante entender que las reducciones en pobreza y desigualdad durante los años de Chávez fueron reales, pero superficiales. Mientras que los indicadores de ingresos y consumo mostraron claros avances, los marcadores de pobreza estructural, más difíciles de modificar, como la calidad de la vivienda, los barrios, la educación o el empleo permanecieron mayormente inalterados”.
Muerto Chávez y acabada la opulencia petrolera, la ineptitud y la corrupción del régimen se encargaron del resto. En seis años, Venezuela ha visto cómo su industria se colapsaba, la producción petrolera descendía a un tercio de lo que alcanzó en los mejores tiempos, y la hiperinflación acababa con cualquier noción racional de qué es el dinero y para qué sirve. El producto nacional bruto del país es hoy la mitad que hace cuatro años y el 90% de América Latina es más rica que Venezuela.
El gran apagón de estos días ilustra a la perfección lo anterior: durante 20 años, el régimen apenas invirtió en el mantenimiento de la red eléctrica, y mucho de ese dinero acabó en los bolsillos particulares más variopintos. Importantes fortunas de los bolichicos nacieron de la venta de plantas eléctricas usadas, muchas en condiciones de desecho, al gobierno venezolano por grandes cantidades de dinero.
El viernes por la mañana recorrí algunos barrios de Caracas. Para entonces, el gran apagón ya llevaba asentado sobre la capital casi 20 horas y sus efectos resultaban evidentes: avenidas semidesiertas, grupos de ciudadanos esperando un transporte público que nunca llegaba, tiendas cerradas. Las fotos de Héctor Guerrero, quien viajó también a Caracas para retratar a Maduro, y que acompañan este texto, capturan de forma certera la atmósfera de ficción post-apocalíptica, de pesadilla a cámara lenta que había engullido la ciudad el fin de semana.
Siendo impactante, todo ello no lograba sin embargo encubrir un deterioro más profundo, subterráneo, que no cabe atribuir en forma alguna al descalabro del sistema eléctrico, y que de hecho le antecede. Son las cicatrices de una urbe herida por el tiempo y el abandono; la decadencia de la ciudad que fue y que ha dejado de ser: grupos de jóvenes sentados en las calles, puertas desvencijadas, edificios antaño imponentes, hoy abandonados. En todas las ciudades de América Latina, y en muchas otras de todo el mundo, se pueden encontrar barrios marginales. Lo que vi esos días en Caracas era otra cosa: el rastro fantasmagórico de una riqueza que dejó de existir.
Escribo estas líneas el sábado, cuando la noche se abate sobre Caracas, la tercera consecutiva que la capital, junto con el resto del país, va a pasar sin luz. Miro por la ventana de mi habitación, en el piso 24, y veo la ciudad extenderse a mis pies como una mole oscura, sin ni siquiera un par de luces titilantes, que pespunteen aquí y allá los límites urbanos. Negro absoluto. Maduro canceló la entrevista, pero en mi cabeza se agolpan y se repiten las preguntas que había preparado. ¿Y ahora qué? Esa es una de las cuestiones que han quedado sin formular. Juan Guaidó tiene un plan para Venezuela; cese de la “usurpación”, elecciones libres y reconstrucción del país con ingente ayuda internacional; y usted, presidente, ¿qué les ofrece a los venezolanos para los próximos seis años, asumiendo que logre acabar su mandato?
La otra gran pregunta pendiente es para la izquierda en América Latina. O más específicamente para la parte de la izquierda en América Latina que, en una reacción atávica, alarmada por los apoyos a Guaidó de gobiernos extranjeros conservadores (más alguno directamente ultraderechista) y especialmente del presidente de Estados Unidos y sus halcones, viejos conocidos de la región, vacila en desmarcarse de la satrapía venezolana. Tampoco ayuda la permanente ambigüedad del propio Guaidó a propósito de una eventual intervención militar que ponga punto final al régimen chavista.
De entre todos ellos destaca México por su potencia y tradicional liderazgo en la diplomacia continental, cuyo gobierno ha evitado hasta ahora condenar al régimen bajo el sayo de la no injerencia en los asuntos internos de otros países. El partido del presidente es más obsequioso con Caracas que el canciller, Marcelo Ebrard, un político de izquierdas con sólidas credenciales democráticas, seguramente forzado por las circunstancias a más equilibrios de los que le gustaría.
De que esa parte de la izquierda rompa con Maduro y sus secuaces depende su credibilidad para los próximos 20 años cuando, previsiblemente, la historia haya permitido ya levantar acta notarial no solamente de los daños del apagón de estos días, sino de la absoluta catástrofe que para Venezuela habrá supuesto el chavismo.
Pero no hace falta esperar a saber la verdad final del daño económico, material, en vidas humanas, la bajeza moral o el cúmulo de odio (retroalimentado por ambas partes), mentiras y propaganda que este régimen ha infligido a Venezuela. No hay nada de lo que he visto estos días en Caracas que la izquierda pueda o deba defender: el acoso a periodistas (el último, la detención de Luis Carlos Díaz); la propaganda insufrible de la televisión oficial, un remedo risible, pero no por ello menos siniestro, del agit-prop soviético o cubano; los agentes del Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin), la policía política del régimen, merodeando por hoteles y restaurantes frecuentados por periodistas extranjeros; el miedo y el hartazgo de la población.
Coda final. Volé de Caracas de vuelta a Panamá el domingo, cuando ya había escrito las líneas anteriores. Tres días después de mi llegada, el aeropuerto sigue sin luz. Sin sistemas informáticos, sin posibilidad de efectuar un registro en tiempo razonable, sin comida, sin bebida, con incontables vuelos cancelados.
Miles de personas, atrapadas en Maiquetía, pero también atrapadas en el bucle de la historia que supone el régimen chavista, se agolpan en las salas o deambulan tratando de encontrar soluciones a los innumerables e inesperados problemas que surgen cuando la informática y las comunicaciones dejan, literalmente, de existir (en mi caso, más de siete horas). Quieren salir de Venezuela, pero por momentos parecería que quisieran escapar de un mal sueño. El caos se agrava por la ineptitud y la desidia de los agentes del orden público. El último cartel de agitación y propaganda que alcanzo a leer, antes de sumergirme en una sala de inmigración en tinieblas, reza, malhadado: “Guardia Nacional Bolivariana. Para servir con calidad y eficiencia revolucionaria”.