Rembrandt mirando de frente y de perfil también
Los autorretratos del pintor neerlandés siguen con la mirada al espectador, una técnica que Picasso utilizó y distorsionó para crear su propia imaginería.

Existe una gran diferencia entre detenerse un rato largo delante de un cuadro o mirarlo solo unos pocos segundos y pasar al siguiente, algo que se parece mucho a entrar en una habitación donde hay una fiesta o quedarse en la puerta, mirando. Cuando entras, te contagias del ambiente sin remedio, interactúas con la gente, participas y te acabas quedando. La fiesta te acaba invadiendo. Cuando te quedas en la puerta, echas un ojo y al poco tiempo te marchas. Por eso hay que ver los cuadros en persona, porque, igual que en una fiesta, hay que hacer un pequeño esfuerzo para atravesar el umbral. Los cuadros, además, son objetos reales, con sus proporciones únicas, sus detalles, con una presencia que hace que te sitúes en un lugar a mirar, que te acerques, te alejes, los comentes y los cuestiones. Eso no pasa con la reproducción de una pintura en un libro, y por eso, hay que verlos en persona. Por eso hago dibujos a lápiz de los cuadros, porque trato de acercar la conversación y el intercambio con ellos, y pienso siempre que si me alejo un poquito y pongo ilustraciones mías en lugar de fotografías, no te quedará más remedio que ir a verlos.
En mi caso, lo tengo muy fácil porque vivo en Madrid y en un paseo de quince minutos puedo estar en el Thyssen. Cuando voy, me detengo cuadro por cuadro. Y si tuviera que elegir uno de toda la colección, elegiría el Autorretrato (1632) de Rembrandt, porque lo que me he encontrado en él no sé si está en mi ojo o está en el cuadro. Quizás en estas líneas podamos arrojar un poco de luz. Pero antes de mirarlo, es preciso prepararnos. Lo que propongo es lo siguiente: vamos a cerrar los ojos, contar hasta cuatro y seguiremos leyendo.
Cuando diga “YA” (esta prueba es necesaria o solo te enterarás de la mitad) cerraremos los ojos, contaremos hasta cuatro y seguiremos leyendo. YA.
Has cerrado los ojos, ¡BRAVO!
Vale, acaban de suceder tres cosas. En primer lugar, acabas de usar tus ojos por primera vez en mucho tiempo, has decidido hacerme caso y cerrarlos. No has reaccionado instintivamente ni parpadeado. Los has usado gracias a un mecanismo que funciona con una precisión asombrosa llamado “párpados” y lo has decidido tú.
La segunda cosa que acaba de pasar es que hemos establecido contacto. Tu estás leyendo este artículo y yo, que escribí esto hace semanas, te he pedido una cosa y has accedido. Has cruzado la puerta y eso es un pequeño milagro (puedes sonreír si quieres también).
La tercera cosa es que ya estamos en disposición de ver a Rembrandt. Hemos refrescado los ojos, la mente y hemos conectado. Ahora podemos contactar con él.
Nos ponemos delante del Rembrandt y aunque ahora solo dispones de la copia a lápiz que he dibujado para este artículo, nos servirá hasta que tengas el cuadro delante (Figura 1).

El primer instinto al mirar un retrato, después de identificar al personaje, de ver cómo es, su rostro, el bigote, la gorra,… es mirarle a los ojos. Y la primera sensación ante el Rembrandt es que nos está devolviendo la mirada, pero enseguida nos damos cuenta que no, que en realidad está mirando ligeramente a nuestra izquierda.
Entonces llega el momento clave para mí, el salto de fe que criba entre quienes juegan con las cosas de la pintura y quienes no juegan con esas cosas.
El segundo grupo empezará a mirar la pincelada, qué lleva puesto Rembrandt, el collar… su edad…
Lo que a mí me da por pensar es, en cambio, que de los aproximadamente setenta autorretratos que pintó a lo largo de toda su vida, el artista hizo algo distinto en esta ocasión, algo que podría haberle salido bien por primera vez, algo nuevo y arriesgado que lo distingue de los demás autorretratos.
En este caso, el acto de fe que voy a pedir requiere poco trabajo (pero hay que hacerlo para no abandonar ya la fiesta). Solo tenemos que ir desplazándonos a nuestra izquierda hasta que consigamos que los ojos de Rembrandt se crucen con los nuestros, esperando que, cuando eso ocurra, lo notaremos (Figura 2).

Nos desplazamos a la izquierda sin perder su mirada, hasta que lleguemos a un punto en que nos esté mirando. Entonces entornamos los ojos. Sí, entornamos los ojos para concentrarnos, pero también para bajar la luz con nuestros párpados y enfocar. Tenemos que desplazarnos más de los 45º, casi hasta ver el cuadro de perfil (Figura 3), pero desde ahí, ¡Rembrandt nos está mirando! Ha pintado sus ojos de un negro tan profundo que parece que realmente está pensando algo mientras nos mira.

Hemos vuelto a hacer contacto, esta vez con un pintor muerto hace tres siglos. Por lo tanto, si nos está mirando, tiene que estar vivo de algún modo porque, desde el frente, esto no sucedía… Segundo milagro.
Pero esa mirada suya viene y se va. La encontramos y la volvemos a perder. Parece que cada ojo mira en una dirección ligeramente diferente. Miras un ojo, miras el otro, miras a los dos a la vez. Parece que el ojo más alejado, en el perfil a oscuras, nos está mirando de frente. Y que el más cercano, a la luz, nos mira de perfil, casi desde el rabillo del ojo. Si tapamos cada perfil lo veremos claramente (Figura 4).

Exactamente igual que en las famosas caras de Picasso (Figuras 5, 6 y 7).
Esta misma idea aparece también en el cartel de la película Hable con ella, de Almodóvar. Cualquier fan de Almodóvar recuerda el diseño de Juan Gatti1, del mismo modo que cuando digo “cara picassiana” enseguida nos viene a la cabeza.

La primera vez que Picasso pinta una cara como la del retrato de Rembrandt es en un cuadro titulado El escultor (Figura 5), del 7 de diciembre de 1931, donde es inusualmente esmerado en los detalles. Ves, con pelos y señales, que una mitad de la cara (en la parte superior derecha) mira al frente y la otra de perfil. Claro, está fijando lo que ha visto, describiendo todo para que no se le olvide.
En cambio, en el único Picasso que se puede ver en el Prado (Figura 6) es mucho más sintético, como suele ser lo habitual en su pintura.

El del Prado lo pinta doce años después de El escultor y la idea estaba entonces muy fijada. Es una variación sobre la idea inicial. Son momentos distintos, en el primero ha encontrado algo, en el segundo continúa buscando. Sin embargo, en La lectura (Figura 7), del 2 de enero de 1932, no había pasado ni un mes desde El escultor y ya tenía la idea clara. Picasso pinta ideas, las sintetiza y las retuerce hasta conseguir que aparezca otra nueva. No las utiliza para seguirte con la mirada como hace Rembrandt.

El Picasso del Prado es también el único retrato de este tipo que hay en Madrid, que mira de perfil y de frente (que podemos ver con solo cruzar la calle). Es curioso que siendo una idea anterior al Gernika, no la pinta en ninguna cara de los personajes que aparecen en el cuadro, ni en los bocetos que se exponen en el Reina Sofía.
En mi última visita al Thyssen la semana pasada con mi hermana Judit, que es historiadora del arte, pongo a prueba mi teoría con ella, para comprobar si ve lo mismo que yo. Y efectivamente, ve todo lo que le cuento.
-Entonces, ¿tú crees que Picasso vio este autorretrato? -me pregunta ella.
-No necesariamente, de lo que estoy seguro es que ha pintado algo que ha visto, no que ha imaginado.
La primera vez que se habla de la influencia de Rembrandt en la obra de Picasso es en su serie de 100 grabados Suite Vollard. Mientras trabaja en uno de ellos, Rembrandt y tres cabezas de mujer, el 27 de enero de 1934, se le estropea la plancha mientras la prepara. “Está estropeada. Así que puedo hacer cualquier cosa con ella. Empecé a hacer rayajos y apareció Rembrandt”, cuenta Picasso. Obviamente, no te sale la cara de Rembrandt si no la has fijado antes. La tenías ya en la cabeza.
Pero El escultor lo pinta tres años antes. Es muy posible que, para entonces, ya hubiera estudiado cientos de Rembrandts. Además, la cara que dibuja Picasso en Rembrandt y tres cabezas de mujer es del mismo estilo, redonda, como estirada por los lados. Muy similar a las que dibuja el propio Rembrandt en sus grabados, donde experimenta con estas caras por primera vez, mirando de frente y de perfil. En sus aguafuertes es más fácil de ver incluso que en sus pinturas.

Rembrandt pinta este tipo de autorretrato, entre pinturas y grabados, entre diez y quince veces a lo largo de los años (cuando no lo hace, no hay deformaciones y la forma de su cabeza es mucho más ortodoxa, se nota mucho por contraste). No es una idea aislada. Tampoco es en el autorretrato del Thyssen la primera vez que lo hace, es un proceso como el de Picasso. Rembrandt consigue que el ojo que mira de frente te siga y parezca que el cuadro, es decir él, está vivo, especialmente si lo miras con ojos del siglo XVII.
En cuanto a Picasso, siempre se dice que era un visionario porque eso es precisamente lo que era. Un artista capaz de ver cosas donde nadie encontraba nada de provecho. “Si hay algo que robar, lo robo”, decía. Efectivamente, él ve claramente lo que nadie más es capaz de ver, hasta el punto de autoincriminarse sin consecuencias. Pero no usa esa idea como hace Rembrandt, la sintetiza y la convierte en imaginería picassiana. Sus modelos no te siguen con los ojos pero, cuando ves uno, piensas: “es un Picasso”. Sus cuadros le señalan a él, no a la retratada.
Sin embargo no sabemos muy bien cómo funciona su mente porque es un visionario, no un intelectual. No es necesario que entienda claramente lo que ve, solo lo ve. Por eso no hila grandes discursos sobre sus cuadros ni participa en manifiestos. No crea teorías, muestra visiones. Así que quedémonos con lo importante, él veía esas caras, en Rembrandt posiblemente, del mismo modo que tú has estado, por un instante, ante los ojos del mismísimo Rembrandt devuelto a la vida. Que yo lo he visto.
- Parece que inspirado por Bergman, en una imagen de Persona, pero quién sabe si tirando del hilo llegaríamos a otro puerto.