Reseña de ‘El brutalista’: ambiciones monumentales
Adrien Brody interpreta a un talentoso arquitecto que huye de la Europa de la posguerra para encontrar un oponente a su altura en Estados Unidos: un industrial sediento de poder interpretado por Guy Pearce.
![Un hombre con gabardina de la década de 1940 revisa unos planos arquitectónicos, con otros hombres con sombrero y paraguas detrás de él.](https://static01.nyt.com/images/2024/12/20/espanol/20brutalist-review-print2-bwct-ES-copy1/20brutalist-review-print2-bwct-articleLarge.jpg?quality=75&auto=webp&disable=upscale)
Adrien Brody en El brutalista, dirigida por Brady Corbet. Credit…Lol Crawley/A24
El brutalista es una historia desbordante de hombres audaces y sus visiones igualmente desmesuradas. Ambientada a lo largo de varias décadas tras la Segunda Guerra Mundial, es una película solemne, seria y visualmente opulenta que pone en juego muchas ideas, empezando por la tensión entre el arte y el comercio. En gran medida se enfoca en un hombre en un lugar, pero sus intereses son más amplios y tocan todos los temas, desde la utopía hasta la barbarie, el deseo, la muerte, la forma, el contenido, la inmigración, la asimilación y la promesa y los peligros de la modernidad. Muchas películas ofrecen un fragmento de la realidad; esta, fiel a la estética arquitectónica que invoca su título, ofrece un bloque.
La película se construye sobre una serie de vívidas contradicciones, incluidas las que encarna su protagonista, László Tóth (un inquietante Adrien Brody). Arquitecto judío-húngaro y superviviente del Holocausto, László llega a la isla Ellis como refugiado y al poco tiempo viaja a Filadelfia, donde encuentra un complicado refugio entre los fantasmas del pasado colonial de Estados Unidos. Allí, experimenta la febril exuberancia del Estados Unidos de posguerra, pero también muchas aplastantes derrotas. Está solo y desesperanzado, se convierte en un vagabundo y un adicto. También es ambicioso y alcanza un éxito colosal. László sufre y se recupera repetidamente; sobre todo, perdura.
Dirigida por Brady Corbet, El brutalista es un drama de época con las ambiciones de un ajuste de cuentas histórico. Para László, quien llega desamparado a Estados Unidos, la historia es un páramo. Dada la destrucción nazi del mundo judío de Europa (la formación de Israel se convierte en un sinuoso hilo argumental), es difícil imaginar a dónde más podría ir; en Estados Unidos al menos tiene familia. Tras llegar a Filadelfia, se reúne con su primo, Attila (Alessandro Nivola), quien vive con su guapa esposa católica, Audrey (Emma Laird), y maneja una mueblería que lleva su nuevo nombre: Miller & Sons. “A la gente de aquí”, explica Atila, “les gustan los negocios familiares”. Y al parecer no les gustan los judíos, porque Atila también dice que ahora es católico.
Poco después de la llegada de László —Atila lo aloja en una pequeña habitación junto a la sala de exhibición, como si fuera un empleado—, comienza a diseñar muebles nuevos para que sustituyan a las pesadas piezas estilo neocolonial de Miller & Sons. Su primera propuesta, una silla cantilever con armazón de metal tubular, parece algo que habría concebido el diseñador y arquitecto de origen húngaro Marcel Breuer. Al parecer, Breuer dijo que se inspiró en una bicicleta para hacer su primera silla de este tipo, una asociación que Audrey retoma cuando dice que la silla de László parece un triciclo. Se muestra escéptica ante László y sus creaciones; quizá incluso desconfiada.
Corbet, quien escribió el guion junto con Mona Fastvold, no explica la actitud de Audrey de manera directa. Incluye una gran cantidad de elementos en El brutalista, intercalando ideas y significados en recuerdos y confesiones susurradas en privado, pero también deja que sus temas más amplios afloren en acciones y en miradas duras y frías. Si Audrey nunca dice abiertamente qué es lo que le desagrada de László, no tiene por qué hacerlo. Él es de la familia, así que ella se muestra educada. Pero es un extraño, un extranjero y un recordatorio de la herencia de su marido. Cuando mira a László, es como si examinara a una criatura extraña y un tanto desagradable. Poco después de conocerse, le dice que conoce a un médico que puede arreglarle la nariz, que parece rota; prácticamente le pide que arregle su identidad.
Es una escena breve y punzante en una película que te atrapa de inmediato y se intensifica con una fuerza medida e insistente. Corbet puede ser sutil, aunque no es su preferencia habitual (entre sus películas anteriores está Vox Lux), pero aquí busca la monumentalidad. Le gustan los momentos grandes y audaces y las imágenes grandiosas y metafóricamente resonantes, que a menudo lleva al límite. Una de las primeras imágenes de El brutalista es un plano invertido de la Estatua de la Libertad, un ángulo desorientador y caótico que transmite el punto de vista literal de László al emerger de las oscuras profundidades del barco que lo ha llevado a Estados Unidos. La estatua ya está muy cargada del significado complejo y contradictorio que encarna László y es un presagio de su desestabilizada historia. También es un emblema de las ambiciones de Corbet.
Estas incluyen la presentación de la película. El brutalista dura tres horas y 20 minutos, además de una pausa de 15 minutos que transcurre con un conteo en pantalla. (La película nunca es cansada, pero el intermedio se agradece; ¡más películas largas deberían tenerlos!) Los estrenos de este tipo se conocían como roadshows, y señalaban la importancia de una película o, al menos, su escala y alcance; en la década de 1950, en la que transcurre gran parte de El brutalista, los roadshows también indicaban al público que estas películas solo podían verse en los cines. Al igual que hace Corbet a lo largo de toda la cinta, con belleza y tomas majestuosas, la presentación de El brutalista deja clara su intención: imagino que está anunciando que El brutalista no está hecha para distraerse. No está en Netflix.
Del mismo modo que la estancia de László en la mueblería resulta breve, sus tratos con Audrey resultan ser un preámbulo fácil para la relación mucho más complicada que entabla con un adinerado mecenas de nombre peculiar: Harrison Lee Van Buren (un extraordinario Guy Pearce). Corbet dedica tiempo a los otros vínculos de László, especialmente cuando por fin se permite que su esposa, Erzsébet (una fuerte Felicity Jones), y su sobrina, Zsófia (Raffey Cassidy), entren en Estados Unidos. László hace su único amigo de verdad pronto, cuando conoce a otro forastero, Gordon (Isaach de Bankolé), en un comedor de beneficencia. Sin embargo, incluso después de que Erzsébet y Zsófia se mudan con László, estas relaciones —y, finalmente, la película misma— se ven eclipsadas por Harrison.
Harrison irrumpe en la historia con furia, gritando y haciendo un escándalo, e inmediatamente sacude a El brutalista, llevándola a un tono más intenso y emocionante. Es un industrial —hizo su fortuna durante la guerra— con un patrimonio extenso, una lúgubre mansión y dos hijos adultos malcriados y vagamente libertinos, Harry (Joe Alwyn) y Maggie (Stacy Martin). Ellos contratan a László para que rehaga el estudio de su padre como una sorpresa. Harrison rechaza los resultados, pero cuando la revista Look publica un artículo muy halagador sobre el estudio (Un millonario entre sus modernos), contrata a László para que construya un enorme centro donde la comunidad circundante pueda reunirse, reflexionar y aprender. “Algo sin límites”, como lo describe Harrison con grandilocuencia, “algo nuevo”.
Luego de haber sido elogiado por Look como “visionario”, Harrison se propone asumir el papel del hombre moderno con gran determinación. Puede que a Audrey no le gusten los muebles ligeros, abiertos y simplificados de László, que, como su acento, su hambre y su profunda melancolía, lo separan de su acomodada vida de clase media con Atila. Pero László es la representación de un ideal que ella no puede ni empezar a comprender, una idea que la historia destaca cuando, al principio, le dice a Atila que los muebles de su tienda no son “muy hermosos”. László no se limita a criticar las piezas o a emitir un juicio casual, sino que expresa una sensibilidad estética, una filosofía, una visión del mundo. Harrison no entiende, y mucho menos comparte, esa visión del mundo, pero como capitalista de éxito conoce el valor que László tiene para él como medio para obtener un fin. Le paga a László, comprando su tiempo, comprándolo a él.
A lo largo de El brutalista, Corbet alude, de manera abierta y sutil, a ideas, y a la historia, y a la estructura intelectual de la película. László estudió en la Bauhaus, la escuela de arte alemana donde la forma seguía a la función, y que atrajo a artistas y arquitectos como Breuer, Kandinsky y Mies van der Rohe. En 1933, los nazis presionaron a la escuela para que cerrara. El resto es historia, aunque, como deja claro la historia de László desde el momento en que llega a Estados Unidos —en un viaje que lo lleva del viejo mundo al nuevo, del fascismo al capitalismo, de los horrores del Holocausto al abrazo sonriente y totalizador del siglo estadounidense y todo lo que implica—, es una historia que se siente muy presente. ¿Acaso sorprende que esta película pertenezca a su villano?
Manohla Dargis es la crítica de cine principal del Times. Más de Manohla Dargis
El brutalista
Sin clasificación. Duración: 3 horas y 35 minutos. En cines.