“La izquierda latinoamericana cree que el anticapitalismo y la justicia social son mucho más importantes que las libertades y la democracia”. Entrevista a Michael Reid
Michael Reid es editor en jefe de temas relacionados con América Latina y España en The Economist y mantiene la columna Bello en el semanario británico. En abril publicó en español la edición ampliada de El continente olvidado (Planeta), un panorama de la nueva América Latina que presenta una combinación iluminadora y rigurosa de historia y análisis político.
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La segunda edición de El continente olvidado está ampliada y reescrita, y se publica en un momento muy distinto.
En esta segunda edición, quité la tercera parte, con detalles sobre el periodo más actual, y la reemplacé. Dejé la parte histórica pero hice algunas modificaciones para tener en cuenta nuevas lecturas, para tratar de hacerla más ágil y para acomodar la parte actual sin hacer el libro demasiado largo. Los diez años entre la primera y la segunda edición incluyen el auge y la caída del precio de las materias primas; el momento económico es mucho más difícil para América Latina ahora. La marea rosa avanzó y después se replegó. Las sociedades han cambiado a un ritmo extremadamente veloz. El tema central es el desarrollo de la democracia en América Latina, aunque no he abandonado el optimismo del todo porque pienso que las sociedades latinoamericanas son muy distintas a las del 2000 o 1980, cuando comenzó este periodo democrático. Son más educadas, tienen más información, están mucho más conectadas, cuentan con una sociedad civil más organizada y exigente.
¿Qué explica entonces el fracaso relativo en la construcción de democracias sólidas y economías desarrolladas?
Es una combinación de varios factores. Destacaría una gran desigualdad, parecida a la del África subsahariana, mucho más extrema que en el resto del mundo. En parte es producto de la Colonia. Se debe a la existencia de la servidumbre indígena y la esclavitud a gran escala –en Brasil y en el Caribe sobre todo–, y a los patrones de asentamiento y propiedad de tierra. Eso tiene consecuencias en los mercados laborales, en la dificultad de construir clases medias (algo que ha cambiado últimamente) y en la tentación populista. Cuando hay una desigualdad muy grande, los conflictos distributivos son más intensos y en muchos países de América Latina se afrontaron históricamente a través del populismo y la inflación, una forma de fingir distribuir sin distribuir.
La riqueza de la historia de la región es que puedes ver todos estos factores y, a la vez, conflictos distintos en muchos casos. Hay muchas más posibilidades de las que aceptan los deterministas. Las teorías de la dependencia, el determinismo cultural y el determinismo institucional de alguna manera invitan a la resignación: yo creo que hay mucho por qué luchar en América Latina y muchas posibilidades.
El populismo ha adquirido una importancia global en los últimos años, pero en América Latina ha tenido presencia desde hace mucho tiempo.
América Latina inventó el populismo urbano. El populismo en Rusia y en Estados Unidos, en la segunda mitad del siglo XIX, era un movimiento principalmente rural. En América Latina fue producto de una industrialización que no le siguió el paso a la urbanización. Fue una forma de incorporar a esas masas urbanas en la política. En ese sentido, era creativo. Una alternativa latinoamericana a la socialdemocracia europea. Pero ocasiona una serie de problemas. Defino el populismo como un estilo de política en el que un líder fuerte concentra el poder, intenta establecer una relación directa con las masas y desdibuja las divisiones entre las instituciones, la separación de poderes. Confunde líder, gobierno y Estado y normalmente, pero no siempre, lleva a cabo una política económica expansiva y fiscalmente insostenible, que termina en inflación. El problema es su efecto de dificultar la construcción de instituciones, del Estado de derecho. Lleva a la inestabilidad política porque estos regímenes personales, por definición, son inestables; conduce a la inestabilidad económica, a una volatilidad que es una explicación importante en el fracaso relativo en América Latina. Ambas cosas se refuerzan en un círculo vicioso. Dicho esto, es importante señalar que el populismo no es sinónimo de izquierda. Ha habido populistas de derecha, como Alberto Fujimori y Álvaro Uribe (aunque este fuera finalmente constreñido por las instituciones colombianas). Bolsonaro tiene bastante de populista, aunque parece que va a ser conservador en términos fiscales, como lo son Evo Morales y Andrés Manuel López Obrador. Hay matices. Pero populista no es sinónimo de izquierda; es un error definir a Lula, por ejemplo, como populista, aunque tuviera una fase así. No es un socialdemócrata al modo europeo, pero sí es un demócrata radical latinoamericano con toques socialdemócratas.
El libro enfatiza la diversidad, la existencia de tradiciones distintas.
Hay muchísima diversidad y siempre es importante, frente a casi cualquier generalización en América Latina, decir que depende de dónde está uno. Chile tiene una desigualdad significativa pero instituciones sólidas, en términos de eficacia o de falta de corrupción. Varios países en América Latina han tenido una transición democrática extendida. Y tienes los casos de las llamadas repúblicas bananeras. Brasil derrota muchas de las generalizaciones que los mismos latinoamericanistas suelen hacer. El país solamente ha sido gobernado desde arriba, en forma de mando directo, en los casi ocho años del Estado Novo de Getúlio Vargas. La dictadura brasileña, a diferencia de todas las dictaduras de la América de habla hispana, mantuvo el Congreso. Es verdad que lo purgó, pero lo mantuvo, así como las elecciones para él y para los gobernadores estatales, aunque vetó a algunos candidatos. En el siglo XIX, la monarquía brasileña fue constitucional, parlamentaria, con un sufragio comparable al de algunos países de Europa en ese momento y esa tradición da cierta esperanza ante cualquier tentativa de Bolsonaro de cerrar el Congreso.
Ahora bien, si la diversidad es una característica muy importante, también hay ciertos elementos de unidad. Hay muchas lenguas indígenas, pero todos los que hablan un idioma indígena hablan también español o portugués. Históricamente hay un factor cultural importante. También se puede identificar un pensamiento común que ha pasado por el liberalismo, el constitucionalismo, el corporativismo, el marxismo y otra vez por la democracia liberal. Hay además una serie de acontecimientos en la región, no siempre sincronizados: independencia política; revoluciones liberales de mediados del siglo XIX; aunque el final de la esclavitud ocurrió más tarde en Cuba y Brasil, sucedió al mismo tiempo en muchos otros países; la industrialización, el consenso de Washington, el consenso que siguió al de Washington también, la democratización a partir de los ochenta. Intento mostrar esas grandes tendencias conservando el respeto a la diversidad.
En el siglo XIX, América Latina fue un gran experimento liberal, mucho más que Europa. La revolución de 1848 fue en ese continente una bomba de efecto retardado, en América Latina tuvo un efecto más rápido en algunos lugares. El liberalismo, en suma, es un elemento integral, pero no es el único. Los conservadurismos de distintas variantes, incluyendo los de la izquierda, han sido igual o incluso más fuertes.
Durante un buen tramo de la segunda mitad del siglo XX, en parte por el ejemplo cubano, hubo una izquierda latinoamericana que defendió la lucha armada.
América Latina necesita tener una izquierda exitosa. En una región que tiene una desigualdad tan grande es esencial para intentar reducir y combatir este problema. La izquierda latinoamericana le debe tanto a Mussolini como a Marx, por ejemplo en su defensa de un Estado grande, corporativista, que no ha reducido las desigualdades. La Revolución mexicana evolucionó en un Estado corporativo. Tenía muchos aspectos positivos, era un intento de integrar una sociedad muy desigual, muy diversa, creó un mito indigenista que podemos criticar, pero que fue importante y muy influyente en los países andinos. Es un elemento importante en la izquierda. También la Revolución cubana fue un hecho fundamental. Lamentablemente, introdujo en el pensamiento de izquierda la idea de que el anticapitalismo y la justicia social eran mucho más importantes que las libertades y la democracia. La izquierda todavía tiene esa idea en muchas partes de la región. López Obrador, quien empezó su vida política en el PRI, piensa que México iba bien hasta los ochenta. Puede ser verdad en parte, pero, cuando le echa la culpa al neoliberalismo de lo que pasó, olvida que los gobiernos anteriores dejaron el sistema en bancarrota. En el sentido más puro de la palabra, es un reaccionario, quiere volver a un pasado brillante e imaginario. Y Lula y el PT se casaron con el Estado corporativo montado por Getúlio Vargas y los militares. Los intentos de usar el dinero de la corrupción para mantener su hegemonía fueron desastrosos para la izquierda. América Latina necesita una especie de socialdemocracia moderna que combine la democracia, el respeto por el Estado de derecho, la justicia social y la redistribución sostenible. Es difícil en sociedades con tantos resentimientos, conflictos y desigualdades.
Critica a los liberales latinoamericanos que solo son liberales económicos, pero no en términos políticos, sociales y morales. También afirma que se necesitan Estados fuertes y mercados que funcionen.
Muchos liberales latinoamericanos son en realidad conservadores o libertarians, en el sentido de que son beneficiarios de una distribución injusta de los activos y la riqueza basada en la apropiación y no en la acumulación. Esto no se aplica a todos, hay muchas empresas modernas. Pero el debate central en la región durante los últimos veinte, veinticinco años, ha girado en torno a lo que la izquierda llama “neoliberalismo” –una palabra bastante vacía de contenido– y, por otro lado, el estatismo, cuyo ejemplo máximo sería Venezuela. Es un debate estéril. América Latina necesita mercados sometidos a mucha más competencia, regulados por el Estado para fomentar la competencia y no para suprimirla. También requiere Estados mucho más sofisticados. En algunos casos, más grandes, por la proporción del PIB que gastan: países como Guatemala, El Salvador, Honduras, son lugares hobbesianos en cuanto a la incapacidad de mantener la ley y el orden, con las consecuencias que vemos todos los días, de inseguridad, violencia, migración. Por otro lado, tienes Estados como Brasil que están gastando un porcentaje del PIB parecido a Europa, pero con resultados mucho más deficientes y sin economías lo bastante productivas como para sostener esos Estados. Se necesita que no sean corporativistas, que no subsidien a los ricos y a las empresas, que tengan que hacer un esfuerzo mucho mayor para dar mejores servicios públicos. Las tareas que requieren las sociedades, desde incrementar la productividad hasta imponer un Estado de derecho o enfrentar el cambio climático, necesitan Estados con redes, no con silos funcionales separados. Y también en muchos países de América Latina el Estado es mucho más descentralizado que hace unos años, pero no ha prestado suficiente atención a la calidad de los servicios. Hay algunas tareas básicas: incrementar la productividad para no depender de booms eventuales de materias primas; construir o mejorar el Estado de derecho, que es básico para crear sociedades seguras en todos los sentidos; modernizar y renovar los sistemas políticos: lograr que no sean corruptos, lo que conlleva preguntas acerca de cómo financiar la política democrática. En México y en Brasil, aunque en distinta forma, hay un descrédito de la clase política; la consecuencia es López Obrador y Bolsonaro.
¿Hasta qué punto le preocupan esos dos casos?
Hay una ola mundial, en los últimos diez años, de regresión democrática y de formación de democracias iliberales, autócratas electos o como quieras llamarlos. Hasta ahora América Latina había resistido bastante bien. Hay dos casos claros de regresión democrática, que son Venezuela y Nicaragua, dirigidos por personas elegidas pero, de manera más reciente, por medio de procesos electorales fraudulentos que han erigido dictaduras. Con Cuba contamos tres países con dictaduras. En Brasil y en México tenemos líderes que son potencialmente demócratas iliberales o autócratas elegidos. Digo potencialmente porque habrá que mirar sus gobiernos con atención antes de sacar conclusiones definitivas. Pero hay motivos de preocupación en ambos casos. Si nos fijamos en México, todo el discurso de López Obrador se trata de la reconstrucción del viejo sistema. Hay una demanda por la reconstrucción de la autoridad central porque los mexicanos se sienten inseguros y López Obrador representa esa demanda. Para mí la pregunta es si ese poder central que él quiere reconstruir, esa presidencia fuerte, va a ser democrática o no. Preocupa que piensa que para combatir la corrupción lo único importante es la voluntad presidencial y no las instituciones independientes, y hay motivos para pensar que va a ser generoso con la corrupción de los suyos y duro con la corrupción de los otros.
¿Y Bolsonaro?
Es en cierto sentido más preocupante. Porque López Obrador es un hombre que siempre ha jugado dentro del sistema, siempre ha participado en las elecciones. Aunque Bolsonaro ha sido elegido siete veces para el Congreso, es un militar que habla abiertamente de que la dictadura es superior a la democracia: parece que no es un demócrata. También ha dicho una serie de cosas que indican que podría ser un demócrata iliberal, que podría intentar usar su cargo para someter instituciones independientes como el poder judicial, el Congreso, etcétera. Parece que puede ser un presidente represivo, que no tenga en cuenta los derechos humanos o el bien común, como el que representa el medio ambiente. Dicho esto, no estamos en la Guerra Fría y hay más contrapesos y restricciones, sobre todo en Brasil, diría que son más fuertes allí que en México, donde la democracia es mucho más reciente y donde el federalismo fue una ficción hasta 2000. En Brasil el poder está bastante disperso y hay un sector privado que no necesariamente quiere lo que Bolsonaro quiere, hay medios de comunicación poderosos que se enfrentarán a Bolsonaro. El poder judicial y el Congreso son bastante independientes. Y casi la mitad del país está en la oposición. Con todo, me preocupa la posibilidad de las democracias iliberales en ambos países, y me preocupa que haya en Brasil una degradación como consecuencia de estas políticas represivas, que no creo que vayan a lograr su cometido de reducir la inseguridad.
¿Qué piensa que ocurrirá en Venezuela?
Venezuela es un desastre. Murió Teodoro Petkoff, un guerrillero que se hizo socialdemócrata, un ministro que implementó una agenda económica liberal imprescindible e impopular, y que en la etapa chavista se hizo editor de un periódico muy crítico pero nunca derechista. Teodoro siempre me dijo que él confiaba en que Venezuela había construido una cultura democrática que iba a resistir a Chávez. Su postura era razonable. Lo que nadie pensó es que los chavistas, Maduro y su gente, iban a estar dispuestos a destruir el país para mantenerse en el poder. Intentan hacer una segunda Cuba en la que ellos y su sistema duren aunque expulsen a una parte significativa de los habitantes y terminen con una población clientelar; intentan crear un Estado fallido, penetrado por el crimen organizado, y en la tierra firme de América del Sur. Cuba es una isla y por eso se mantuvo como colonia. Yo no pensaba que Maduro fuera a seguir unos años más. Podemos despertarnos mañana con la noticia de que ha sido derrocado por un golpe militar. Aun así, esto no habría pasado si no fuera por la actuación cubana. La pregunta que le pueden hacer los demócratas a Cuba es por qué están sosteniendo a este régimen que encierra a centenares de opositores, que tortura, que expulsa y empobrece a su población de esa forma tan dramática. ¿Qué quieren ahí?
Habla del impacto de la Guerra Fría en la región. Dice que hay un malentendido sobre el consenso de Washington.
A muchos observadores, entre ellos muchos académicos, les cuesta reconocer que el comunismo era un fracaso y una tiranía. No basta con estar en contra del fascismo. Si eres un demócrata, debes estar también en contra del comunismo. Hubo errores en el consenso de Washington pero muchas cosas eran de sentido común para cualquier economía avanzada. Muchas eran políticas para crear economías capitalistas desarrolladas, con políticas redistributivas y de igualdad de oportunidades. Los neoliberales de verdad, que son libertarians, no admiten la importancia de la igualdad de oportunidades, que es fundamental para los liberales. También hubo errores en la implementación, que tienen que ver principalmente con la tendencia a tener tasas de cambio sobrevaloradas, lo que se relaciona con la falta de ahorro doméstico en América Latina y con la entrada de capitales al liberalizar la economía, y eso hizo que las medidas tuvieran en algunos sectores industriales un impacto más grande de lo necesario. Por otro lado, no hubo un reconocimiento específico de la importancia de las redes de protección social. Pero básicamente era un decálogo de política económica. Sobre todo por su nombre, se convirtió en el caballo de batalla, en especial para la izquierda. Está claro que faltaba la sofisticación del Estado y de las políticas industriales. Ya no estamos en esa época, pero eso no debe suponer el abandono de las disciplinas macroeconómicas básicas que han probado su virtud. Los países que las han seguido están mucho mejor que los que las han anulado, como Argentina, Brasil o Venezuela. ~
1 de diciembre de 2018 – Letras Libres