Cultura y Artes

Revolución en el Bolshói: Los bailarines se niegan a actuar para Putin y huyen de Rusia

El ataque de Putin a Ucrania está sacudiendo el mundo del ‘ballet’. Las grandes estrellas huyen de Rusia, las compañías occidentales rehacen sus elencos… y esa ilusión compartida por muchos de que este es un arte tan hermoso como apolítico se viene abajo por momentos.

 

Olga Smirnova recorre el escenario como si volara. Enlaza pirueta tras pirueta y las puntas de sus pies parecen no tocar el suelo. No queda una butaca libre en la Ópera de Ámsterdam. Jubilados, escolares, adolescentes, todos han venido a ver a la nueva prima ballerina.

Smirnova interpreta el papel principal en Raymonda, uno de los personajes femeninos más exigentes. Pero no es lo único que ha atraído a muchos de los espectadores esta noche. Después de tres actos y multitud de giros, saltos y equilibrios, Smirnova saluda radiante a un público entregado. Es la bailarina más conocida del mundo y, lo que en estos momentos resulta más importante, una de las pocas personalidades rusas a las que el público occidental ovaciona puesto en pie. Smirnova, considerada un talento excepcional de la danza, bailaba en el Bolshói de Moscú hasta que Rusia invadió Ucrania. Y la estrella de la compañía de ballet más famosa del planeta se marchó de su país.

 

alternative textNuevo telón de acero. Olga Smirnova, estrella durante años del Teatro Bolshói, desertó en marzo y se marchó a Ámsterdam. |ROBERT WILSON | CONTOUR (GETTY IMAGES)

 

«Quiero ser sincera y decir que me opongo a la guerra con todas las fibras de mi cuerpo», escribió a comienzos de marzo en Telegram. Nunca pensó que algún día tendría que avergonzarse de Rusia, añadió. «Pero ahora tengo la sensación de que se ha cruzado una línea que marca un antes y un después».

El propio ejemplo de Smirnova también sirve para trazar una línea entre un antes y un después. Un antes en el que las compañías de ballet se movían de un lado a otro entre Rusia y Occidente, en el que los coreógrafos trabajaban aquí y allí, igual que los bailarines. Y un después en el que la Royal Opera House de Londres ha cancelado la gira de verano del Bolshói, en el que la guerra ha puesto en marcha un éxodo de bailarines clásicos que abandonan Ucrania y Rusia. El mito del legendario ballet ruso no solo se tambalea, sino que está empezando a desmoronarse a los ojos de todo el mundo.

Quizá sea necesario recordar que el ballet no es un arte originariamente ruso. El coreógrafo de los ballets más populares, de El lago de los cisnesEl cascanuecesLa bella durmiente y también Raymonda, era francés. Sin embargo, el trabajo de Marius Petipa (1818-1910) tuvo una acogida especialmente favorable en Rusia, donde vivió durante casi 60 años, aunque apenas llegó a aprender el idioma. Y hoy no existe lugar en el mundo donde el ballet clásico despierte tanto entusiasmo, donde haya un público tan entendido. Al mismo tiempo, y como muchos en Occidente por fin están empezando a ver, el ballet siempre ha tenido algo de político.

 

La Royal Opera House de Londres ha cancelado la ira de verano del Bolshói, y el mundo del ‘ballet’ vive un juego de las sillas nunca visto por el éxodo de bailarines que huyen de Ucrania y Rusia

 

«El telón de acero ha caído en el mundo del ballet», asegura Ted Brandsen, director artístico del Ballet Nacional de los Países Bajos. Desde su despacho en el edificio de la Ópera de Ámsterdam cuenta que, cuando Olga Smirnova inició su camino rumbo a Occidente, se le abrieron las puertas de todas las grandes compañías: París, Londres, quizá también Nueva York. Que al final se decantara por el relativamente poco prestigioso ballet holandés tampoco es una sorpresa: Brandsen ha hecho de él una de las compañías más interesantes de Europa.

Seducir con la puesta en escena

Todos los días le llegaban peticiones de bailarines y bailarinas en busca de empleo. Creó dos puestos que antes no existían expresamente para Smirnova y para otro solista también ruso. Y contrató a cuatro bailarines ucranianos. Hace lo que puede, dice, pero las plazas son las que son.

 

alternative textArte y propaganda. Un busto de Lenin en el Bolshói en 1982. Por el ballet, la URSS buscaba proyectarse como un país sensible en la Guerra Fría. |GETTY IMAGES

 

 

El mundo del ballet está asistiendo estos días a un juego de las sillas como nunca antes se había visto. Por un lado, en las propias compañías, donde la competencia es mayor que nunca. Por el otro, también en los puestos directivos de las grandes instituciones artísticas. Un ejemplo lo encontramos en Vladímir Urin, director general del Bolshói, que en breve podría tener que abandonar su puesto por haberse pronunciado en contra de la guerra.

La vacante podría cubrirla Valeri Guérguiyev, el polémico director con quien la Filarmónica de Múnich canceló su colaboración al comienzo de la invasión debido a su cercanía con Vladímir Putin. Guérguiyev ya dirige el Teatro Mariinski de San Petersburgo y, según las agencias de noticias rusas, el líder del Kremlin quiere convertirlo en una especie de superintendente general, con lo que tendría un control total sobre los dos principales escenarios del país: el Mariinski y el Bolshói. A cambio, el Kremlin podría valerse del ultraconservador Guérguiyev para controlar de arriba abajo las dos instituciones y reducir el repertorio a clásicos rusos interpretados al más puro estilo soviético, viejas historias épicas y cuentos melancólicos. Según Christoph Gartska, profesor de Cultura rusa en la Universidad del Ruhr: «Este mundo kitsch de El cascanueces promocionado por el Estado responde a una voluntad política». El profesor lleva tiempo observando cómo el Kremlin utiliza la cultura para pulir su imagen mientras Occidente se deja seducir por la puesta en escena. En su opinión, el hecho de que el ballet ruso, con sus coreografías tradicionales, sus mundos fantásticos y la música de Chaikovski, se haya visto siempre como una manifestación artística apolítica responde a un mito cuidadosamente construido.

 

alternative textNuevo telón de acero. La capacidad atlética del ballet ruso era un instrumento de la política soviética. Desde entonces sigue muy politizado. «El ballet –dice una experta– es un desfile más con otra forma». Putin (aquí, en el Bolshói en 2017) ha vuelto a cerrar el telón. |GETTY IMAGES

 

El ballet está fuertemente politizado desde la época soviética, asegura por su parte la eslavista Marina Sharlai, experta en cultura rusa. «El ballet no deja de ser un desfile con otra forma», añade. Los bailes rigurosamente coreografiados y el acento puesto en la capacidad atlética eran instrumentos que permitían disciplinar el cuerpo y ponerlo al servicio de la colectividad y sus objetivos políticos.

La intención de Rusia era transmitir hacia el exterior una imagen muy concreta de sí misma. Por un lado, se buscaba una superioridad puramente física sobre Occidente a través de escuelas de ballet tan legendarias como la Academia Vaganova de San Petersburgo. Al mismo tiempo, el ballet debía acentuar el contraste entre el Occidente racional y materialista y la Rusia delicada, bella y sensible, esa en la que los españoles piensan cuando hablan del ‘alma rusa’. «En realidad, lo que se ha buscado siempre –dice Christoph Gartska– es presentar un modelo diferente de mundo».

Y ese modelo está empezando a tambalearse. Otro día de abril, ahora en Berlín. La luz de la mañana entra a través de las enormes cristaleras de la sala de ballet de la Ópera Alemana. Son poco más de las diez y los bailarines realizan sus primeros ejercicios de calentamiento; entre ellos, David Motta Soares. Brasileño de 25 años, de adolescente estudió en la academia de ballet del Bolshói en Moscú. Una vez finalizada su formación, entró a formar parte de la compañía y, finalmente, se convirtió en su solista principal. «Todos los niños que empiezan a practicar ballet en algún lugar del mundo sueñan con actuar un día en el Bolshói», dice.

 

alternative textSuperioridad. Expresar una superioridad física sobre Occidente era otro fin de la danza. Aquí, Nikita Jrushchov –exlíder de la URSS– en 1961. |GETTY IMAGES

 

Cuando se enteró del estallido de la guerra en Ucrania, Motta se sintió desconcertado. Su familia le hacía llegar noticias sobre la invasión; en el Bolshói era complicado hablar del asunto, nunca sabía con quién podía hacerlo. «Me di cuenta de que no podía quedarme y hacer como si no pasara nada. No quería formar parte de algo así», relata. Motta salió de Moscú el 4 de marzo, bailó hasta la tarde anterior. Por dentro, cuenta, se sentía «como muerto».

Los Ballets occidentales, como el de Berlín, han recibido numerosas peticiones llegadas desde Rusia y Ucrania. Pero no hay más puestos que los que hay. «Es un estrés enorme, pero no podemos crear más plazas», afirman sus responsables.

En Europa, las consecuencias de la guerra vienen a sumarse ahora a las del coronavirus: el dinero escasea, las compañías occidentales no pueden ampliar sus planteles. Las cosas se están poniendo bastante más complicadas en un sector ya de por sí muy competitivo. Una solución podría pasar por crear una compañía de exiliados. Bailarines huidos de Rusia y Ucrania podrían trabajar juntos y organizar giras. Estas iniciativas no son baratas, tendrían que unir sus esfuerzos instituciones públicas, como ayuntamientos, y donantes particulares. De momento, la idea no ha recibido luz verde.

 

El ‘ballet’ está fuertemente politizado desde la época soviética. Se ponía el acento en la capacidad atlética, en la disciplina del cuerpo. «El ‘ballet’ no deja de ser un desfile con otra forma» 

 

Por otro lado, es posible que la fachada de estos dos mundos del ballet en apariencia tan interrelacionados lleve resquebrajándose algo más que unas pocas semanas. Porque no son las primeras grietas que se abren entre Occidente y Rusia. Quizá han estado siempre ahí, lo único es que hasta ahora habían permanecido invisibles.

En muchas compañías occidentales se están cuestionando más que nunca los antiguos patrones estéticos y de puesta en escena, así como las propias obras. Todo lo que no parece acorde a los tiempos o que se considera vejatorio o discriminatorio, en la línea del blackfacing (maquillar a actores blancos como si fuesen negros), va desapareciendo cada vez más de las producciones. Los ballets rusos del siglo XIX están siendo especial objeto de este proceso de desempolvado y eliminación de elementos tóxicos. Un ejemplo sería El cascanueces, con unos montajes siempre sometidos a crítica y revisión debido a sus estereotipos y caricaturizaciones de inspiración colonialista, materializados en unas poco afortunadas piezas de danza pseudoorientales.

 

Todo lo que no parece acorde a los tiempos o que se considera vejatorio o discriminatorio va desapareciendo de las producciones de ‘ballet’

 

En la propia Rusia, donde la fidelidad al original siempre se ha tomado muy en serio, también se estaban empezando a apreciar algunos discretos cambios antes del estallido de la guerra, sobre todo introducidos por coreógrafos llegados desde fuera. El año pasado, el director del Ballet de Zúrich, Christian Spuck, abordó la identidad de género en su puesta en escena de Orlando en el Bolshói. Olga Smirnova, que interpretaba al protagonista masculino, terminaba revelándose como mujer… todo un riesgo en la atmósfera de intransigencia hacia estos temas que domina en Rusia. Es cierto que la pieza fue calificada para mayores de 18 años, pero se representó.

Todo eso se ha terminado. Coreógrafos como Spuck, que se unirá al Ballet Estatal de Berlín el año que viene, se han marchado del país. Las compañías rusas se están quedando relegadas a un estatus como el que tenían hace quizá 30 años. Es posible que el público ruso no esté especialmente descontento con esta evolución, el Kremlin desde luego no lo está. «Pero ¿cómo afecta a los bailarines? ¿Y a los artistas en general, a todos aquellos que buscan la libertad creadora? –se pregunta Brandsen–. Para ellos, es una situación enormemente triste».

¿La guerra tiene un lado bueno?

En cualquier caso, también es cierto que la situación no resulta tan triste para todos por igual. Mientras los bailarines buscan desesperadamente un trabajo, personas como Brandsen han ennoblecido su elenco, y de paso su carrera, con la incorporación de Olga Smirnova. ¿Quiere eso decir que para las compañías occidentales la guerra también tiene un lado bueno?

«Yo no lo veo así», dice Brandsen con diplomacia. Reconoce que está contento de poder contar con Smirnova, «pero, para ser sincero, preferiría que nos hubiésemos conocido en otras circunstancias».

 

Katherina viajó doce horas de pie en un tren abarrotado. Anastasia pasó una semana escondida en un sótano junto con su familia y después viajó en un coche del que ondeaba una sábana blanca para alertar de que a bordo viajaban solo civiles: iban ella, su madre, su cuñada y su sobrino de tres meses. Los hombres se quedaron a luchar. Yelizaveta escapó a través de Polonia. Las tres son bailarinas del Ballet de la Ópera Nacional de Ucrania y ahora bailan –junto con otras cuatro compatriotas– con la Compañía Nacional de Danza de España gracias a su programa de Talento Emergente y a la solidaridad y la ayuda desinteresada de otros bailarines que les han proporcionado vestimenta, comida y un piso en Madrid… En España se sienten seguras, agradecidas y preocupadas por los suyos. Ucrania no se les va de la cabeza.

 

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