Ricardo Bada / 13.2. : Día Mundial de la Radio – La Radio en la Literatura
Desde el 17.10.54 hasta el 31.12.99 le he dedicado a la Radio 45 años, dos meses y catorce días de mi vida. Tengo implementada, pues, en mi disco duro, una deformación profesional que me hace ver (oír) radio hasta cuando el soporte lo impediría físicamente: en las páginas de un libro. Y uno de los pocos, de los muy pocos descubrimientos que creo haber hecho, a lo largo de mi vida como lector, es el de la presencia de la radio, en calidad de Deus ex machina, dentro de la literatura latinoamericana.
No hablo de que se la mencione aquí y allá, aunque de eso también hay mucho; muchísimo más, tendría que añadir. No. Hablo del momento en que resulta que aquello que oyen los personajes de aquellas narraciones donde la radio aparece, ese mensaje que transmite la radio es el motor de la acción que sigue.
Páginas enteras de La tía Julia y el escribidor, del peruano Mario Vargas Llosa, avalan lo que digo sobre el papel de la radio en la vida cotidiana de Latinoamérica, y cómo se refleja en esa literatura. Lo mismo puede predicarse de las novelas Boquitas pintadas, del argentino Manuel Puig, Oficio de ángel, del cubano Miguel Barnet, Compañeros de viaje, del colombiano Luis Fayad, Final en borrador, del uruguayo Héctor Galmés, y La guaracha del Macho Camacho, del puertorriqueño Luis Rafael Sánchez. Así como de los cuentos “Uno de cada tres” (en Mr. Taylor & Co.), del guatemalteco Augusto Monterrosso, y “Cambio de luces” (en Alguien que anda por ahí), del argentino Julio Cortázar; y también de las obras teatrales Bôca de ouro, del brasileño Nelson Rodrígues, y El vuelo de la grulla, de la costarricense Ana Istarú. Todos los países y todos los géneros literarios, según lo demuestra el extenso archivo que logré armar a fuerza de lecturas y de no perder de vista esa presa, un animal todavía no abatido por la cinégetica analítica de la literatura del continente.
Para poner un primer ejemplo paradigmático, citaré un cuento del argentino Adolfo Pérez Zelaschi, publicado en 1953 con el título “El caso de los crímenes sin firma”. A la mitad de la narración, el protagonista –que se dispone a cometer un crimen y cuenta con el invento de Marconi como coartada– nos confiesa: «Como uno es un tipo inteligente, llevé conmigo un pequeño receptor de radiofonía de esos que se portan en el bolsillo para escuchar los programas. Era una precaución más. “Vea, oficial, yo me quedé anoche en casa oyendo la radio”. El oficial sonreiría: “¡Ajá!, muy interesante…” Y de pronto, incisivamente: “¿Y qué es lo que oyó entre las diez y las doce?” “Espere usted… ¡Ah sí! Oí a los hermanos Ábalos, a las diez, y después, sí, unos discos de Alberto Castillo”. “¿No recuerda cuáles?” “Sí, fueron Charol, Uno, también otro sobre los barrios porteños…” Esto era casi imposible saberlo sin haberlo oído, como efectivamente lo escuchaba a la máxima sordina, pegando el receptor a mi oreja. A las once –en ese momento Castillo cantaba Charol– se abrió la forjada puerta de hierro».
[La radio, pues, como cómplice involuntaria de la coartada de un asesino. En una metrópoli como Buenos Aires, con una densa cobertura radiofónica, la idea no era mala. La único que añadiré, como signo lingüístico de la época en que se escribió el cuento, es lo extraño que hoy en día nos resulta leer lo de “un pequeño receptor de radiofonía de esos que se portan en el bolsillo para escuchar los programas”, algo que ya entonces conocíamos, al menos fuera de la Argentina como “radio de transistores” o simplemente “transistor”].
No faltan en mi archivo las referencias a autores mexicanos. En el capítulo 18 de su Palinuro, Fernando del Paso echa mano de su experiencia de años en el servicio en lengua española de la BBC, y hablando de una subdivisión del Pabellón Acústico, escribe: «Como puede usted apreciar, las paredes y las puertas son de corcho, las alfombras son gruesas, y todo el diseño, en general, corresponde ni más ni menos que al diseño de un estudio de radio».
Y en Viajes en la América ignota, Jorge Ibargüengoitia nos ilustra acerca de que «el invento científico que más ha transformado la sociedad mexicana no es ni la locomotora, ni el teléfono, ni la energía atómica. No es, ni siquiera, y a pesar de la enorme importancia que ésta ha tenido, la “tortilladora automática”. La tortilladora ocupa un triste segundo lugar. El invento fundamental en la transformación de nuestra cultura es la radio de transistores. Los mexicanos, como los italianos, son músicos de nacimiento. Cada niño que se agrega a nuestra ya inflada población es un mariachi innato, o una cancionera. Antiguamente no se podía uno acercar a los lavaderos públicos, porque estaban llenos de mujeres cantando, cada una a su manera, al amor fingido, traicionado o no correspondido. Tampoco podía uno dormir después de las cuatro de la mañana, porque el aire de las ciudades, los pueblecillos y hasta de los más humildes caseríos, se impregnaba con las notas de cientos de borrachos cantando al amor no consumado. Por si fuera poco, los domingos, la gente se congregaba en las plazas públicas a escuchar a las bandas de música locales interpretando fragmentos de ópera. ¡Qué tiempos aquellos! Todo ha cambiado. Ahora no puede uno ni dormir, ni trabajar, ni viajar en camión, sin escuchar radios de transistores».
[Nota bene : Recordaré, por si acaso, que el libro de nuestro inolvidable Ibargüengoitia es de 1972. ¡Sólo los sañudos dioses, que nos lo arrebataron tan temprano, saben cuántos sabrosos comentarios le habría inspirado la revolución cibernética!]
Pero hay además algunos pasajes de novelas y cuentos en que la radio desempeña un papel no meramente descriptivo. Por ejemplo en La casa de las mil vírgenes, de otro mexicano, Arturo Azuela, puede leerse esto: «Por fin el Huesos se entusiasmaba y decía que aquella era una aventura de poca madre, mucho mejor que las pendejadas que escuchan por el radio las viejas de la vecindad, ¡híjole!, son unos dramones que para qué les cuento, que si los ricos son unos malvados, que si los hijos negros no tienen derecho a la felicidad, que las malditas carcajadas del Monje Loco a medianoche. El Artista lo interrumpió para agregar que en otras casas ya no eran tan importantes las radionovelas, que ya estaban pasando de moda. […] Delia añadió que sería extraordinario si ahí en La Casa podían algún día tener un televisor, imagínense que pudiéramos ver todos los programas que se nos antoje»
La novela transcurre alrededor de 1954, aproximadamente, y las radionovelas es cierto que estaban ya pasando de moda. Lo explicita de una manera tangencial, dos décadas después, una de las más flagrantes doloras del panameño Rubén Blades, la titulada “Desapariciones”: «Anoche escuché varias explosiones. / Tiros de escopeta y de revólveres. / Carros acelerados, frenos, gritos. / Ecos de botas en la calle. / Toques de puerta. Quejas. Pordioses. Platos rotos. / Estaban dando la telenovela, / por eso nadie miró pa’ fuera».
Ahora bien, el ejemplo más notable de mi archivo, en lo que respecta al tema que me ocupa, se puede ver (y oír) de manera clarísima en Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, la admirable novela de la colombiana Albalucía Ángel, algunas de cuyas páginas son lecciones de Historia de América Latina. Valga como exordio al extraordinario ejemplo que pondré a continuación este párrafo de su página 214:
«Desde que nació [1939] no había hecho otra cosa que oír que la guerra de Europa, qué cosa tan horrible. Su papá llegaba del almacén directamente a oír noticias que ella no entendía con los chirridos de chicharra que hacía el radio sino que oía los bombardeos que transmitían desde Inglaterra para la América Latina y su papá le decía no hagas bulla que hoy están haciendo mucha estática hasta que al fin llegó el anuncio de que ya se acabó…»
Difícilmente será posible reflejar, en menos palabras, las impresiones de una criatura que oye al lado de su padre, sin saber que se trata de transmisiones de onda corta, los programas en español de la BBC durante la segunda guerra mundial. Aunque sólo fuera por esto, ya valdría la pena haberse metido a leer Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón. Pero hay más, en particular aquellas páginas donde se relatan los momentos inmediatamente posteriores al asesinato de Jorge Eliecer Gaitán y cómo se inicia el bogotazo:
«El papá de la Pecosa está en Bogotá, en el hotel San Francisco, dijo, / pero él siguió pendiente de la voz que anunciaba, / Aquí, la Nueva Granada de Bogotá, habla Pedro Acosta Borrero: anunciamos a la ciudadanía que hemos ocupado esta emisora en nombre del pueblo y de la libertad, / ¡oh buen Jesús misericordioso, hijo de María y José!, clamaron las mujeres, / para qué se meterán esos muchachos en esas cosas, comentó su papá: lo único que consiguen con eso es que la situación se vuelva más caótica. / Ella no supo qué decir. / Otro locutor comentaba que el hotel San Francisco era presa de las llamas; / (pobre Pecosa, pobre papá de la Pecosa) / que de las farolas de la plaza de Bolívar colgaban las cabezas de Laureano Gómez, Ospina Pérez, Urdaneta y Pabón Núñez: / ¿quiénes son esos?, / pero nadie le respondió. / ¿Quiénes son esos?, / porque ya estaba harta de que la tratasen como a un cero a la izquierda, / ¡godos!, dijeron a una su papá y su mamá; él sin mover ni un ápìce la cabeza, pegada al receptor, y ella con sus brazos en cruz: / los godos son muy malos, ¿verdad?, / pero otra vez silencio, sólo la voz del hombre transmitiendo y las plegarias de las dos plañideras. A Ana le dieron ganas de que apagaran de una vez la radio y así no se oyeran más noticias. Imaginarse las cabezas colgando de las farolas le producía náuseas. /
Papá, ¿va a haber guerra? / Pero él siguió ignorándola porque ahora el locutor chillaba desatado diciendo que miles de hombres y mujeres por la carrera séptima rompían con martillos las vitrinas de los almacenes de licores, las puertas de los cafés y restaurantes, y que al señor Parmenio Rodríguez, un periodista que tomaba fotos en la calle, le habían pegado un balazo que atravesó su cámara y cabeza al mismo tiempo y ella se imaginó el pegote que eso habría hecho y otra vez la sensación de que todo andaba revuelto en el estómago y estuvo a punto de gritar ¡apaguen la radio! cuando su mamá tuvo casi la misma idea. / ¿Por qué no cambias de estación?, / le preguntó a su papá, y entonces él puso la aguja en el 45 y se oyó una voz profunda, templadísima, que a pesar de no temblar ni gritar ni decir cosas desaforadas, parecía retumbar como un trueno en el salón pequeño, en la casa, en el patio, en el espacio entero. / Les habla Jorge Zalamea, desde la Radio Nacional de Colombia. Transmitimos un mensaje de libertad, de dolor y esperanza, al pueblo colombiano que hoy llora la muerte de su líder, / ¡ese asqueroso comunista!, / ¡chissst!, porque por una vez alguien recitaba poemas en la radio en vez de gritar desenfrenados que la revolución, que los incendios, que el señor presidente había dispuesto, / su padre interrumpía, pero fue inútil, porque él cambió de número la aguja y sólo quedó como un eco aquella voz tan grave, tan perentoria y dulce, repitiendo: / Si pudiera llorar de miedo en una casa sola, si pudiera arrancar los ojos y comérmelos, lo haría por tu voz de naranjo enlutado…»
Esta página de la novela de Albalucía Ángel es, ya lo dije, una lección de Historia de América Latina. Se nos cuenta en ella qué pasó en Bogotá el día 9 de abril de 1948, quién era Jorge Zalamea, por qué los padres de la protagonista están pendientes de la radio ese día del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, el día que ha entrado en esa Historia como “el bogotazo”. El día en que un colega mío, fotògrafo de prensa que lamentablemente era colombiano y no italiano, inglés o gringo, moría de un disparo a través de la cámara con que cumplía con su deber profesional, sin tener un Wolf Biermann, el cantautor alemán, que le dedicase una almibarada canción de protesta, como a aquel camarógrafo sueco muerto de la misma manera cuando el pinochetazo de nuestro 11S, el del asalto –financiado por la CIA– al poder legalmente constituido en Chile. Pero no le echo la culpa a Wolf Biermann, que entonces sólo tenía doce años, sino a los Wolf Biermann de su época, que también existían y cantaban, e ignoraron por completo a mi colega Parmenio Rodriguez, a cuya memoria dedico estas líneas, en el Día Mundial de la Radio.
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Este texto es una refundición especialmente hecha por el autor, y destinada a Lecturas para el fin de semana, de dos textos suyos sobre el tema, aparecidos el Día Mundial de la Radio en la revista mexicana Nexos y en las páginas culturales del diario colombiano El Espectador.