Cultura y ArtesDemocracia y PolíticaLibrosLiteratura y Lengua

Ricardo Bada: 16 de junio de 1904

16 de junio de 1904

Primera parte :

1979 : EL DÍA DEL ULISES

 

Un 10 de junio nació la duquesa de Alba, dizque modelo de ambas Majas de Goya. Un 10 de junio murieron Federico Barbarroja, Camões y Miguel Ángel Asturias. Un 10 de junio se estrenó Tristán e Isolda. Y un 10 de junio reconocieron las Cortes de Cádiz el derecho a la propiedad intelectual: loor a quienes lo votaron. Un 10 de junio tuvo lugar la primera visita de Johann Peter Eckermann a S.E. Johann Wolfgang von Goethe, y en fin, un 10 de junio fue el inolvidable día cuando en Dublín se conocieron James Joyce y Nora Barnacle. Sí, Nora, sí, se llamaba Nora, como la señora Helmer, el ama de casa (de muñecas), la heroína de Ibsen.

¡Y era tan ibseniano nuestro Joyce! Nora y Jimmy se citaron para el 14, cerca de la casa del padre de Oscar Wilde, en la esquina de Clare Street con Lincoln Place. La cita fracasó y los jóvenes acordaron otra: el 16. El jueves 16 de junio de 1904. Ese día sería inmortalizado por Joyce a través del Ulises, de aquel meteorito que le cayó al planeta novelístico en 1922.

En 1979, cuando se cumplían 75 años de la fecha entretanto mítica, mi cuñado Willy y yo decidimos recorrer juntos los escenarios del libro, y al término de nuestro peregrinaje nos juramentamos para regresar a Dublín, si aún vivíamos, el 16 de junio del 2004, a festejar el centenario. Y a sabiendas de que hasta entonces habrían cambiado muchas cosas. Por ejemplo no pagaremos en libras sino en euros y no se nos dejará fumar casi en ningún sitio, pero eso sí, podremos enviar postales, lo que antaño no hicimos porque el correo irlandés estaba en huelga desde hacía largos meses: ¡había telarañas en los buzones callejeros! También será distinto el entorno del recorrido: en aquel tiempo fuimos ciertamente muy pocos quienes lo hicimos, a lo peor hasta sólo Willy y yo, mientras que ahora el centenario es un acontecimiento cultural y sobre todo turístico de primera magnitud, Irlanda parece haberse reconciliado con su hijo réprobo. Y es por eso que, antes de partir, rememoro nuestro viaje de 1979.

Amsterdam, 15 de junio. Autobús transfer al aeropuerto de Schiphol. El barco anclado frente al autobús, en el muelle detrás de la Centraal Station, es un viejo pesquero llamado –¿cómo podría llamarse de otra forma?– Calypso. Pero el hilo musical de Aer Lingus (a la que joyceanamente rebautizamos como Aer Lingam) deja oír melodías de My Fair Lady. El pasajero de la derecha lee nada menos que El Guzmán de Alfarache: rellena su ficha para la Inmigración irlandesa y aduce como profesión “Teacher”. Una hora y veinte minutos desde Schiphol a Dublín. Nos alojamos en el Hotel Bloom, por supuestof course! Primera anotación: constantemente aparece sobre el pavimento de calles y carreteras la palabra SLOW (despacio). Debe ser por algo.  

Pero ¿y si nos vamos a Dave Byrne a tomarnos unas Guinness? De camino, acopio de palabras gaélicas en los letreros cívicos: staisún, ospideal, plás, Stiabhna [=estación, hospital, plaza, Esteban]. ¡Stiabhna Dedalus! Pero no. Nada menos gaélico que Joyce. Al paso, compra del Irish Times: anuncian ahí que en un circuito privado se proyecta una versión fílmica de Ulises que no podrá ser pasada en público hasta 1982, a causa de que en los diálogos se dice alguna vez “Fuck!” Son cosas de la sifilización, argüiría Joyce. Pero ya hemos llegado a Dave Byrne: “Camarero, dos Guinness queen size”. O joyceamos o no valió la pena venir, ¿no?

Dublín, 16 de junio. Imposible repetir la odisea de Leopold Bloom, reiterar su itinerario íntegro del día homólogo en 1904 y atender al mismo tiempo a las mordeduras de tres cuartos de siglo.

Nos decidimos por el capítulo seis, por el entierro de Paddy Dignam, paráfrasis del descenso al Hades, ritornello del undécimo canto de la Odisea. El camino, que atraviesa los cuatro ríos del Hades dublinés (Dodder, Grand Canal, Liffey, Royal Canal), nos llevará desde Tritonville Road, el SE del Baile Ata Cliat –el nombre gaélico de la ciudad–, hasta el NW, el cementerio de Glasnevin (hoy Prospect). Por delante de la fábrica de gas, del que JJ, con humor macabro, dice que cura el coqueluche: de una manera definitiva, claro está. Al otro lado del puente, recalado, un barco que se llama God. A la izquierda dejamos el puente ferroviario bajo el cual se refugia Bloom para leer la carta de su amada Martha, carta enviada al seudónimo Henry Flower (Enrique, como Fausto, y Flower=Blume=flor). Pearse Street luego, adelante hacia el Liffey, que cruzamos hasta la O’Connell Street, y allí entre declamatorias estatuas de próceres heroicos y celtas. Por cierto que falta la de Nelson, volada en 1966. Y así seguimos recorriendo el camino, por las huellas invisibles que en el asfalto debieron dejar los zapatos de Leopold Bloom, si bien lo abandonamos un momento para acercanos al hogar de Leopold y Molly, en el n° 7 de Eccles Street, donde Molly monologó 46 páginas para la historia de la literatura. La casa está en ruinas, y al alcalde de Dublín aún no se le ha caído la cara de vergüenza.

Al regreso del cementerio, una prueba de fuego para las traducciones del Ulises, en este caso fallidas por miopía o por abstemia. “Bowsing nowt but claretwine”, dice Joyce. Ese claretwine lo traducen José María Valverde y el brasileño Houaiss como clarete, Salas Subirat como vino clarete, el italiano Di Angelis como chiaretto, el alemán Goyert como vino nuevo, el otro alemán –Wollschläger– como tinto barato. Sólo aciertan el francés Morel, quien fue asesorado por el propio Joyce, y el neerlandés Vandenbergh: ellos traducen claretwine como burdeos.

Y en cualquier caso ¿qué cantidad de burdeos no habría bebido la dublirroja y desdublinhibida cuarentona que bailaba con las tetas al aire junto al puente Grattan, suelta del brazo de su compañero, al que la borrachera no le impedía caminar derecho como un huso? ¡Ay, estos celtas! ¡Y nuestra koshina envidia! Así que volvamos a Dave Byrne. “Two clarets, please!”

Es la prueba de fuego. Y como nos escancian burdeos, qué añadir sino “Cheers!”

Mañana del 17 de junio, en Dublín, montamos en el bus de dos pisos de la línea 8, en el muelle del Edén (se llama, no lo invento). “Dos boletos a Sandycove y díganos por favor dónde nos tenemos que apear”. “Joyce’s Tower?”, pregunta el cobrador. “Yeah!”, respondemos. Y ese 8 más que correr vuela, terminamos de acabar de entender por qué hay tanto SLOW escrito en el asfalto. Media hora de sensación de volar por las calles domingueras y soleadas de un Dublín que sigue dormido, y en un recodo del camino ya se ve la torre Martello, hoy museo James Joyce. Aquí comienza Ulises: “Introibo ad altare Dei”. Junto a las rocas basálticas que se precipitan a la espléndida bahía como las negras armaduras del último poema de Música de cámara. Hemos traido una botella de whiskey (¡ojo, no whisky, que es cosa de escoceses!) y mientras la vamos trasegando escribimos: “El 17 de junio de 1979, un día después del 75° Bloomsday, Ricardo Bada y Willy Hansen estuvieron en Sandycove, al pie de la torre Martello, sobre las rocas, gozando del mar, del silencio, de la soledad. Estamos en casa. Ya estamos en casa, de vuelta de nuestras vidas”. (El epitafio de R.L. Stevenson reza: “Ya está en casa el marino, de vuelta de la mar, y el cazador, de vuelta de la montaña”). Y metemos el mensaje en la botella, felizmente vacía, y lo entregamos a su destino: al calmo mar, a la gaélica mar. Lejos, sobre las rocas más cercanas a la torre, una jovencita se despoja de golpe de sus ropas, y hay un instante epifánico en que la carne blanca y el bikini verde y el vestido rosa flamean contra el sol como una bandera de Irlanda. ¿Si será la nieta de la Nausica joyceana, de Gerty MacDowell? La verdad es que estamos podridos de literatura.

Hasta aquí, los recuerdos de 1979. Y ahora, la gran aventura: ¿qué lograríamos recuperar de Joyce entre los fastos organizados por la municipalidad de Dublín? Sea como fuere, a mí siempre me quedará el viejo rencor de que Joyce no situase la acción del Ulises en el día que conoció a Nora, el 10 de junio, sino en el de la primera cita, el 16. Así perdió la ocasión de hacerme el mejor regalo de cumpleaños que jamás se le podría haber ocurrido.

 

Segunda parte :

2004 : EL REGRESO A ÍTACA

 

La empresa tuvo dos caras, como toda medalla las tiene, por esencia, presencia y potencia.

A nuestra llegada el día 15, vísperas del centenario, se nos cayeron encima todos los palos del sombrajo. La impresión primera fue algo así como “Esta no es nuestra Dublín, que nos la han cambiao”. Veinticinco años atrás, Irlanda era un país en vías de desarrollo y Dublín una ciudad provinciana y semisomnolienta habitada por unos provincianos semisomnolientos e incansables bebedores de una Guinness purgantemente tibia. Un cuarto de siglo más tarde, Irlanda es uno de los países más ricos de la Aontas Eorpach (= Unión Europea, en gaélico) y Dublín ocupa el puesto n° 14 entre las ciudades más caras del mundo. Pero no es tan sólo eso, es que se ha producido un fenómeno poblacional que llena sus calles de unas masas intransitables y feas como pegarle a una madre en el Día de la Madre y a la puerta de una iglesia. La Humanidad desciende del mono, en primer lugar, y después de Picio, eso ya lo sabíamos, y los irlandeses no son especímenes particularmente favorecidos por la Naturaleza, pero a su fealdad autóctona y mostrenca se le añade ahora la de estas multitudes migrantes de todos los continentes. Pocas veces en mi vida he visto tanta gente fea junta. La moda de los pantalones descaderados y el ombligo al aire añade fealdad e incluso repulsión, pero aún queda un superlativo, y es el de los varones peludos en pantalones cortos. ¡Y hay hasta una zona peatonal!, la Grafton Street, donde no falta nada de la fauna urbana que puebla las zonas peatonales del resto de la ecúmene:

por no faltar ni siquiera falta la pareja mendicante de bailarines de tango, él como si hubiera sufrido un ataque de parálisis facial, ella mostrando un rictus ambiguo como si la estuvieran sodomizando con un sacacorchos, y ambos totalmente intercambiables con la pareja homóloga de Madrid, de Berlín o de Ámsterdam.

Camino al hotel deambulamos ante un mendigo que pordiosea con un cartelito donde dice Homeless [= sin techo] mientras lee un libro. Willy retrocede sobre sus pasos y mira por encima del hombro del destechado: “¡Por todos los dioses! ¿no le basta con carecer de dónde cobijarse? ¿es necesario además, para aumentar su miseria, que lea a John Grisham?”

Nuestro hospedaje se encuentra en el Dublín georgiano y el congruente hotel se llama The Georgian, una casa como diseñada interiormente por Escher, con escaleras disparadas en todas direcciones, y cuyo cuarto de desayuno es el pub que continúa en la numeración de la calle.

Al menos, ay, un poco de color local. Por la ventana de mi habitación, la más alta del hotel, y porque tengo enfrente el final de la calle Pembroke, la vista alcanza hasta las colinas que rodean esta ciudad de nuestros sueños odiseicos. Pero mientras deshacemos las maletas ya lo tenemos muy claro: de haber nacido Joyce un siglo después, y abandonar la detestada Irlanda con Nora en este año del Señor del 2004, en el 2022 no habría una novela titulada Ulises.

Salimos a la calle y hacemos la primera estación etílica en la esquina de Merrion Street Upper y Merrion Row, en Reillys, un pub a cuyo dueño vemos con el entonces premier británico John Major en varios retratos enmarcados en las paredes: hasta una carta personal suya y con el membrete del 10 de Downing Street aparece enmarcada. Haciendo de tripas corazón –¡qué sacrificios no hará uno por la amistad!– encargamos las primeras Guinness que debemos escanciar a la salud y en el nombre de docenas de amigos en todo el mundo, y que nos lo han pedido con especial énfasis, como una forma vicaria de estar también ellos acá en estos momentos. Pero llegan las Guinness y ¡oh primera epifanía de esta expedición! ¡están frías! ¡¡están frías!! ¡oh dios Baco tan amado y venerado, tus hijos de la Verde Erín empiezan a civilizarse! Así pues, Sláinte! [= ¡salud!] Después, debo pasar por la ignominia de tener que salir a la calle para fumar mi primer cigarrillo en suelo irlandés. El criptofascismo antitabaco es aquí más fuerte que en ningún otro lugar de Europa, y ningún lobby proteje nuestra minoría. Me pregunto adónde iría a parar el fundamentalismo antinicotínico si un día los fumadores hiciéramos huelga general irrestricta: creo poder asegurar que –por decreto inapelable del ministro de Finanzas– fumar se convertiría en una asignatura escolar obligatoria.

Dublín festeja a su hijo réprobo con el lema REJOYCE 100, que traduzco aproxibadamente como REGOJOYCÍJATE 100, y nosotros decidimos celebrarlo mañana 16 con una maratón sosegada, las 7 millas [= 12 kilómetros] entre el hotel y la torre Joyce, caminando por la orilla del mar. Porque en esto del Bloomsday, dicho sea sin ánimo de molestar a nadie, aún hay clases. Y es que dizque se festeja desde que, en 1954, un grupo de poetas y escritores alquiló un carruaje de caballos para recorrer varias tabernas visitadas por Leopold Bloom en la ficción.

Y luego, a fines de los 60, David Norris, lector de inglés en el Trinity College, también fue responsable de fomentar el interés por esta fecha: «Me cubrí con sombrero de paja, y con un bastón de puño de plata me eché a caminar por Dublín, leyendo el libro. Todo el mundo creía que estaba loco, pero bien parece que tuvo efecto» (The Times, 17.6.1994). Sin embargo, y que yo sepa, nadie ha hecho todavía un recorrido desde dentro de la novela, como nosotros en 1979 siguiendo el trayecto del entierro de Paddy Dignam, o mañana 16, en que haremos –pero al revés– el de Stephen Dedalus desde la Joyce Tower, de soltera Martello, hasta la playa de Sandymount.

Y ahora viene la otra cara de la medalla, o de la moneda, porque el euro irlandés también tiene su lindo reverso: el arpa eólica.

El 16 de junio del 2004 amanece radiante. Ya en el camino, teniendo a la izquierda la línea de la playa, descubrimos en ella a un solitario jugador de golf, sin caddy y con una sola pelota, practicando. Pero lo más interesante es la gente que camina como nosotros, imantados hacia el sur, hacia el lugar donde se pronuncia el Introito de Ulises: “Introibo ad altare Dei”. Somos pocos pero, conforme vamos dejando kilómetros atrás, cada vez somos más, y las mujeres se han vestido casi todas a la moda de principios del siglo XX, con unas faldas largas y unos sombreros que recuerdan las fotos de Nora Barnacle, musa y mártir de Otelo Joyce. Y en un momento determinado hay un perro lanudo y corpulento que sale resollando del mar y es la primera vez que pienso que en Ulises no existe, como en Homero, un perro que reconozca a Odiseo cuando regresa a Ítaca. Se lo comento a Willy, y Willy, tras pensarlo, me contesta que el propio Bloom es “een arme hond” (literalmente “un pobre perro”, es decir: un pobre tipo).

Cuatro horas dura nuestro paseo hasta el pie de la Joyce Tower, en cuyos alrededores bulle la verbena de los niños de las escuelas, también ataviados a la moda, y muchos veteranos curtidos en las batallitas del Bloomsday. ¡Qué diferente todo del 16 de junio de hace veinticinco años, cuando sólo estábamos acá Willy y yo, con nuestra botella de whiskey, más solos que la una!

Y es la 1.00 p.m., de manera que abandonamos sin demora el bullicio y nos refugiamos en la taberna más próxima, hambrientos y sedientos. La suerte nos acompaña. Sin saberlo hemos elegido el local que ganó el premio a la mejor taberna joyceana, por fuera puro pub y por dentro decorada como Café Trieste. Si Santuario, la novela de Faulkner, según dijo Malraux,

es la intromisión de la tragedia griega en la novela policial, Joyce es la del Mediterráneo en el mundo celta. Pedimos Guinness y sopa de pescado. Y del fondo de la taberna se alza la voz de una mujer que domina el ruido, de una actriz que “improvisa” el discurso de agradecimiento de la viuda de Paddy Dignam después del entierro de su marido, en un monólogo tachonado de citas de Joyce y de guiños al público sapiente. Al terminar, la ovación que la aclama dura unos larguísimos y merecidos minutos. Como luego, cuando otro comensal agarra el micrófono y entona con arrastrada voz de tenor callejero la balada de Molly Mallone, vendedora de almejas y berberechos: pero entonces puede ser que sea a nosotros mismos a quienes nos aplaudimos, a los corifeos del pegadizo estribillo.

Por la tarde, a partir de las 8 p.m., la O’Connell Street está cerrada al tráfico para un espectáculo con el que Dubh Linn (el pozo negro, etimología gaélica del nombre inglés de la ciudad) reverencia el centenario del Bloomsday. Y el cual, como diría Joyce, es más culo que espectá: una de esas payasadas multiculturales que los funcionarios se sacan del caletre para querer demostrar manga ancha en afanes intelectuales. Al cabo de diez interminables minutos le digo a Willy: “Recuerda que el 16 de junio de 1904, entre las 8 y las 9 p.m., el buen Leopold Bloom se masturba en la playa de Sandymount voyeureando en paños menores a la Nausica de Ulises, a la renguita Gerty MacDowell, y que no está con él una pulcra Nora para preguntarle higienipícara: ¿No tiene usted un pañuelo, Sr. Bloom? Lo que estamos viendo es un homenaje involuntario a esa masturbación, es lo que los ríoplatenses llamarían una paja mental. ¿Nos vamos?” Pero Willy ya se había puesto en marcha antes de que yo terminase mi razonamiento.

Al día siguiente rastreamos la imaginaria casa natal de Leopoldo Bloom, en el 52 de la Upper Clanbrassil Street, y la auténtica casa natal de George Bernard Shaw, en el 33 de Synge Street.

Y en Reillys, ante la Guinness de rigor y una sopa deliciosa de puerros y patatas, seguimos las evoluciones de la camarera, con esa falda tubo de translúcida tela negra que cada vez que pasa por donde incide el sol de mediodía le esculpe unas piernas norabarnaclianas, amén de que asimismo su blusa trasluce, haciéndome registrar joyceanamente que “top less también podría significar ubérrima”. Después de lo cual anoto en el disco duro: Sin la semianalfabeta Nora, qué poco del superalfabeta Joyce nos hubiese quedado. ¡Loor a la chica de Galway! Sláinte!

*********************************

Un comentario

Botón volver arriba