Ricardo Bada: Un artículo de Roger Willemsen
La temprana e inesperada muerte de Roger Willemsen, uno de los mejores periodistas culturales de lengua alemana, fallecido el pasado 7 de febrero a los sesenta años, me llevó a repasar el único texto suyo que traduje. Fue para la revista Humboldt y se titulaba «Do you speak Germish?», teniendo como subtítulo «La traducción y la belleza del no comprender». Del mismo he citado aquí el fragmento sobre los intérpretes, en mi trujamán «Traducir como zombi». Hoy, en su homenaje, quisiera citar más en extenso los párrafos que dedica a los errores de traducción.
Comienza Willemsen diciendo que
Por mucho que nos guste contradecirlo, la traducción es la profesión más antigua del mundo. Porque al principio era el Verbo, pero no lo entendía nadie. Y se lo entiende tan mal hasta en nuestros días, que la traducción y la interpretación no se acaban nunca. Así pues, el traductor es cierto que se encuentra económicamente bastante abajo, en la pirámide profesional, pero en cuanto a su significación para la historia de la cultura, está por completo en el vértice.
Tan arriba como Moisés, quien no se limitó sencillamente a recibir y transcribir las Tablas de la Ley, sino que tradujo lo revelado y lo acompañó de su exégesis. Ya se sabe lo que resultó de ello: cruzadas, sentencias sobre el crucifijo en las escuelas, y pescado los viernes. Pero para los traductores el texto continúa teniendo algo del proto–original bíblico; tanto amarra. Por otra parte, Dios nos ha resultado siempre algo extraño, y un largo tiempo ni siquiera se podía componer una imagen suya. Mientras que a Moisés le conocemos lo bastante como para saber cómo se comportaría en una telenovela, y siempre se pudo componer una imagen suya. Sólo que en todas las que se remontan a la Edad Media viene adornado con cuernos, lo que irónicamente se debe a un error de traducción. ¡Qué infamia, el ancestro de todos los traductores, víctima de un error de traducción! En términos psicoanalíticos, se trata de un parricidio de la segunda generación. Pero sobre todas las cosas se trata con absoluta seguridad del único error de traducción de la historia mundial que incluso llegó a ser tallado en piedra por Miguel Ángel.
Una excursión como ésta, por la historia de la Creación y sus consecuencias, muestra pues, claramente, que la historia de la cultura es la continuada tarea de la traducción y de la falsa traducción… donde debe añadirse que no está decidido si le tenemos que agradecer más a los buenos que a los malos traductores. Hace poco, un niño alzó su vaso y brindó en mi dirección con las palabras «¡Ragú de setas!». Un plato que también yo comería, pero lo que el niño quiso decir fue «¡Salú y pesetas!».
Y luego, tras una serie de consideraciones entre las cuales se encuentran las relativas al trabajo de los intérpretes, Willemsen dedica el final de su artículo a dos ejemplos tomados del mundo del cine, dos ejemplos de los que puede predicarse, sin temor al pleonasmo, que son ejemplares:
Traductores e intérpretes han enriquecido, ampliado, profundizado y coloreado nuestro mundo tan infinitamente que del mismo modo les tiene que estar permitido engendrar criaturas contrahechas y extender el hermoso continente de los errores, ¿o acaso no leemos todos agradecidos a aquel crítico cinematográfico suizo que concluyó su reseña de No Mercy, el film de Richard Gere, con la siguiente frase: «Sólo no he entendido por qué esta película se titula No, gracias»?
El idioma del amor es un dechado de malentendidos. Siempre significa otra cosa, y así, el convencimiento fundamental en las relaciones amorosas se expresa de este modo: No me entiendes; grado comparativo: No me quieres comprender; grado superlativo: No me puedes entender. De hecho, el idioma del amor es intraducible, cada pareja crea su propio idioma. Si un traductor fracasa, no es raro que sea ante el idioma del amor. En una de las más hermosas escenas cinematográficas de amor, la inicial de El desprecio, de Godard, Brigitte Bardot y Michel Piccoli están tendidos en la cama, post coitum. Él observa el cuerpo desnudo de ella. Ella pregunta: «Mira mis pies. ¿Te gustan?». «Sí». «¿Y mis pantorrillas?». «Mucho». «¿Y mis muslos, los amas?». «Demasiado». Y cuando han recorrido de este modo su cuerpo, de abajo arriba, ella concluye: «¿O sea que me amas totalmente?». Él responde: «Oui, totalement, tendrement, tragiquement», es decir, «Sí, totalmente, tiernamente, trágicamente». Pero la sincronización alemana se inclinó por: «Sí. De corazón, con dolor, por todos los conceptos».
A lo que por mi parte, y después de cinco trujamanes sobre lo que el doblaje se llevó, sólo puedo añadir: Sin comentarios.