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Ricardo Bada: Auguste Rodin. Una necrológica de Käthe Kollwitz

A propósito del centenario luctuoso del gran Auguste Rodin, Ricardo Bada recupera y ofrece por primera vez en español los recuerdos que sobre el coloso de la escultura anotó en su diario la gran artista alemana Käthe Kollwitz.

Un año escaso antes de concluir la llamada Gran Guerra, la primera mundial, falleció en su casa de Meudon, en las afueras de París, el gran Auguste Rodin.

Fue (lo es, lo sigue siendo) uno de los más grandes escultores de todos los tiempos, el heredero universal del talento de Fidias y Praxíteles, genios de la escultura helénica, y del coloso Miguel Ángel. Quien alguna vez haya paseado por su casa y el jardín de esculturas que la rodea, hoy Museo Rodin, en el 77 de la parisina Rue de Varenne, adquiere conciencia plena y asombrada de cómo la mano del hombre puede llegar a ser asimismo una heredera de la mano del Dios de la  Biblia; solo de ella pueden haber salido obras tan perfectas como El PensadorEl BesoLos  burgueses de CalaisLa Puerta del Infierno, sus Balzacs inmensos, el desnudo y el vestido…

Una de sus grandes admiradoras fue la artista gráfica alemana Käthe Kollwitz, poco menos que desconocida en nuestro ámbito latinoamericano. Crasa injusticia pues se trata, sin duda, de una de las artistas más notables y originales de su tiempo: nació en 1867, en Königsberg, Prusia Oriental, como Kant, y falleció pocos días antes de acabar la segunda guerra mundial, el 22 de abril de 1945, en Moritzburg, Sajonia.

Aunque pintó y esculpió también, la obra a la que debe fama imperecedera son sus grabados, la mayoría de los cuales se encuentran en el museo dedicado a ella en Colonia. Un museo que nació como filial del que ya existía en Berlín y cuya capacidad llegó a tope, sin posibilidad de ampliación, por lo cual la Caja de Ahorros de Colonia ofreció financiar la implementación de un museo del mismo nombre en la ciudad donde resido. Y ese segundo museo, con el tiempo y las nuevas adquisiciones llevadas a cabo, ha terminado por convertirse en “el” Museo Käthe Kollwitz por antonomasia. A ninguno de mis amigos que me visitan en Colonia se los dejo de mostrar, y atesoro testimonios conmovedores de esas visitas, entre ellos el de una novelista argentina que terminó llorando delante de los grabados, tanta es la fuerza, tanta es la garra que sigue latiendo en ellos, tanta la pesadumbre que se desprende de sus trazos indelebles.

Ha querido la pura casualidad que hace pocos días me diera por releer los diarios de Käthe Kollwitz, al cabo de bastantes años, y de repente me encontré con lo que esta mujer sin par escribió en ellos al enterarse en Berlín, y en plena guerra con Francia, de que Rodin acababa de morir en París. Es un documento que, hasta donde logré pesquisar, nunca ha sido publicado en nuestro idioma, y me parece el mejor homenaje que puedo hacerles a ambos, a Rodin y a la Kollwitz, mi artista predilecta, este de reunirlos gracias a mi traducción cuando se cumplen cien años de la muerte del coloso. Y así, aquí, le dejo la palabra a su colega y admiradora:

Rodin ha muerto.

Cuando sea posible volver a ir a París, no encontraremos más a Rodin.

Pude verlo hace años, dos veces. La primera en su conocido estudio en la Rue de l’Université, donde recibía. La segunda en Meudon, en su museo. Esta segunda vez fue aquella cuando en realidad le conocí. Me refiero a su arte. Él mismo tenía visita, con la que departía. Me animó amistosamente a mirar todo lo que quisiera en el museo. Encontré allí reunida toda su Œuvre. Todo, también los muchos pequeños esbozos en yeso, en las vitrinas.

De manera muy nítida tengo ante mis ojos al robusto viejo. La luenga barba blanca, los ojos pequeños de mirada bondadosa y sagaz, la frente cuya parte superior retrocedía y que tan poderosa y corcovada se descargaba sobre los ojos. Los grandes zapatos de fieltro con los que se deslizaba rápido sobre el piso de piedra.

En aquel entonces, para mí, en todas las artes plásticas modernas sólo existía Rodin. Rememoro aquella impresión y me pregunto: ¿en qué consistía lo irrefutable, lo convincente, lo arrebatadoramente apasionante de sus creaciones? A ello solo puedo responder diciendo: en su capacidad para hallar la única forma plástica convincente que le correspondía al contenido espiritual. La persona Rodin, el contenido espiritual de sus obras, la forma que él creaba, son todo uno. También es uno, con ellos, el efecto que se desbordaba sobre los espectadores en la contemplación de sus obras. Por lo menos a mí siempre me ha pasado, que ya se tratase de estar viendo su gran grupo amoroso con esas manos maravillosamente pobladas de alma, o sus burgueses de Calais, o su pensador, siempre me desbordaba de inmediato una fuerte excitación a partir de la obra. La fuerza que emanaba de ella, que vivificaba su obra de un modo por completo individual, me hacía cobrar impulso.

Pienso en La oración, en el muchacho orante. Ese apasionado movimiento hacia atrás, los brazos que lanzados hacia arriba imploran como todo el cuerpo implora. ¿Hay en la historia del arte una obra que revele de un modo más convincente la ardiente oración de un joven?

Y las muchas otras figuras que ahora reaparecen en la fantasía, semejantes a como los cuerpos se entrelazan con los cuerpos en el relieve de la Resurrección de su gran Puerta del Infierno. Todas sus obras llenas de una vida apasionada. Incitante en la emoción, incitante en la forma. Es eso justamente lo que hay en él y a lo que no puede sustraerse uno, la unidad de la forma y el contenido. Una solución distinta de la encontrada por él parece impensable cuando se está delante de una de sus obras.

Pudiera ser que la generación que empieza ahora le vuelva la espalda a Rodin en su búsqueda de nuevos caminos. Él seguirá siendo el único gran creador que sobrevivirá sonriendo a tales olas del juicio.

Coda: Resta saber qué habría escrito Käthe Kollwitz de haber sabido el papel que jugó en la vida y la obra de su admirado Rodin la desdichada Camille Claudel. Pero en 1917 hacía ya 24 años que sus destinos se habían separado para siempre, y Camille estaba internada desde 1913 en sucesivas instituciones siquiátricas, donde se consumiría su existencia treinta años después, cumpliendo un destino tan trágico como el de Hölderlin exactamente un siglo, cuatro meses y doce días antes.

 

Ricardo Bada
Escritor y periodista, residente en Alemania desde 1963. Editor en ese país de la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Cela, y autor de Don Enrique, la única antología integral en castellano de la obra de Heinrich Böll.

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