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Ricardo Bada: Autores secretos de América Latina

Poco o casi nada se sabe más allá de las fronteras de sus países de la interesante obra narrativa de Eugenia Gallardo, Abdón Ubidia y Susana Sisman.

Doy comienzo acá a una serie en la cual quiero ir presentándoles, de manera más o menos regular, autores harto interesantes de la literatura latinoamericana, casi todos ellos todavía vivos y en plena producción, y de los cuales se sabe poco, o nada, fuera de las fronteras de sus países. Esto debe de ser un producto natural de la llamada fraternidad latinoamericana,  la cual –en según qué casos– recuerda a veces la de Caín y Abel.

 

 

1 / Eugenia Gallardo, Guatemala

 

No te apresures a llegar a la torre de Londres

 

En una Feria del Libro de Fráncfort detecté la presencia de Guatemala en el stand de F&G Editores, representados por Raúl Figueroa Sarti, y el buen Raúl, tal vez adivinando por su plática conmigo lo mucho que uno de sus libros me iba a gustar, espontáneamente me regaló  un ejemplar de No te apresures en llegar a la torre de Londres porque la Torre Đ Londres no es el Big Ben.

Su autora es Eugenia Gallardo, nacida en Cobán, Alta Verapaz, Guatemala, el año 1953, y su opus se propone como un “Calendario de 52 semanas con un Cuento por Semana”.

En la portada, que parece reproducir la planta arquitectónica de un patio de la Alhambra o de El Escorial, tras el título y el subtítulo puede leerse la definición de “hacer calendarios”, según el diccionario de la Real Academia. Y hacer calendarios, según ella, es “estar pensativo, discurriendo a solas sin objeto determinado”. En cambio, según doña María Moliner, es “hacer cálculos o predicciones aventuradas”.

Confieso que la expresión era para mí por completo inédita, pero confieso asimismo que esa noche de octubre, al llegar a casa de mi amiga la doctora Klingler Clavijo, quien me dispensa hospitalidad impagable en Fráncfort durante los días de la Feria, agarré el libro de Eugenia Gallardo, y a pesar de que estaba súper agotado, me leí cien páginas de una sentada. Durante el desayuno, al día siguiente, lo concluí.

Es una de las lecturas más recompensantes que tuve en mi vida. Tanto que me permito disentir de la autora cuando dice en la página 59: “Todo presagiaba el fin y el principio, como las dos pastas de este libro. Todo hacía suponer que las páginas centrales no valían la pena”. ¡Mentira!, escribí al margen con indignados signos de admiración. Las páginas centrales de su libro, qué quieren que les diga, ofrecen despilfarradora y filantrópicamente perlas de este calibre“Vuelan los verdugos contaminando el cielo, ese espacio impreciso del ajuste de cuentas”. ¿No es una maravilla, esa premonición del atentado contra las torres gemelas del WTC de Nueva York?

Desde siempre me han seducido las literaturas de los países pequeños, como Costa Rica (que cuenta con una de las poetas más hondas del idioma castellano, Ana Istarú), o Nicaragua (donde Lizandro Chávez Alfaro escribió unas narraciones cuya verdadera dimensión saldrá a la luz algún día ojalá no lejano), o ahora Guatemala, con este libro de Eugenia Gallardo que para mí ha sido toda una revelación. Y la confirmación, una vez más, de aquello que creo que dijo Walter Benjamin, y es que la forma literaria definitoria de nuestros tiempos es el fragmento.

Para decirlo sin que se me caigan los anillosen cada uno de los 53 fragmentos de No te apresures en llegar a la Torre de Londres porque la Torre Đ Londres no es el Big Ben hay bastante más literatura y más calidad literaria que en muchas novelas de 300, 400, 500 y dizque también las hay de 600 páginas, aireadas por sus editoriales y por la crítica como nuevas obras maestras de la literatura universal, pero que no pasarían el cedazo de una crítica seria y, desde luego, no pasan el de una lectura inteligente: se caen de las manos antes de llegar a la página treinta. Lo que no sucede con el libro de Eugenia Gallardo, la cual, cortésmente, sólo nos obliga a leer 127 de las suyas, de las que sin embargo quisiéramos leer muchísimas más.

 

2 / Abdón Ubidia, Ecuador

 

El Instituto Andino de Artes Populares, del Convenio Andrés Bello, con sede en Quito, Ecuador, editó en su día muy bien editado un librito que se titula Milenios, un ejemplar del cual llegó a mis manos porque, como dijo en ocasión sonada don Emilio Castelar, «Grande es Dios en el Sinaí» (después les cuento).

 

Milenios

 

Aunque no sólo ha llegado a mis manos por eso, sino también porque desde hace años mantengo una amistad recíprocamente redituable con Abdón Ubidia, uno de los buenos y por desgracia casi desconocidos escritores ecuatorianos, quien es el compilador de este breviario de sabiduría universal que se inicia con el Cantar de los Cantares y concluye con una reflexión tomada de la Historia del tiempo, del científico inglés Stephen Hawking.

Tres mil años de pensamiento humano resumidos en 152 páginas que no tienen desperdicio. Abdón Ubidia, en su breve prólogo, advierte una vez más sobre lo ya sabido; que toda antología es arbitraria, y que esta que él nos ofrece es así porque él mismo «ha sido formado así»: y añade que «ha entendido que la vasta cantera de las ideas humanas la han hecho no sólo los filósofos sino también los artistas, los científicos, los viejos sabios, los santos y los magos y, a veces, también los perversos».

Desde luego que sí, y estoy conforme con esa visión, que explica con fórceps la presencia en el libro de José María Escrivá de Balaguer; y una visión a la que por mi parte agregaría el rubro de los poetas, quienes con la sola excepción del también indigesto Neruda no figuran en este libro. Y la verdad es que no se me alcanza el por qué: porque ideas, lo que se dice realmente ideas, pueden espigarse más y mejor en Homero, Virgilio, Petrarca, Dante, Quevedo, William Blake, Keats, Shelley, Walt Whitman, Rilke, Juan Ramón, César Vallejo, Kavafis y Pessoa que en toda la farragosa filosofía alemana. Donde las ideas brillan, sí, pero por su ausencia, disfrazándose como tales razonamientos endogámicos y prescindibles.

Pero así y todo, este librito Milenios es admirable y como para llevar en el bolsillo en toda ocasión. Sólo le puedo reprochar el ninguneo de los poetas, como queda dicho, y el hacer que Kafka naciera en 1833, prolongando en medio siglo la agonía de un pobre tuberculoso: es pura crueldad.

Otra cosa que echo de menos es el no haber recurrido más a los oradores, no a los de hogaño, desde luego, porque hoy en día la oratoria está más muerta y enterrada que el soldado desconocido: no, a los oradores de antaño me refiero, a Demóstenes, Cicerón, Savonarola, Gladstone, Jaurès y ¿por qué no? don Emilio Castelar.

En España sin rey, uno de los más tristes de sus episodios nacionales, Pérez Galdós recoge el vibrante comienzo del discurso parlamentario del librepensador y comecuras Castelar, el lunes 12 de abril de 1869, al debatirse en las Cortes el proyecto de ley que consagraría por primera vez en la historia del país la libertad religiosa. Don Emilio Castelar clamó desde su escaño:

“Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede; el rayo lo acompaña; la luz le envuelve; la tierra tiembla; los montes se desgajan… Pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios y diciendo: «Padre mío, perdónales; perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores, porque no saben lo que se hacen». Grande es la religión del poder; pero es más grande la religión del amor. Grande es la religión de la justicia implacable; pero es más grande la religión del perdón misericordioso; y yo, en nombre de esta religión, en nombre del Evangelio, vengo aquí a pediros que escribáis al frente de vuestro Código fundamental la libertad religiosa».

¿Se me tomará muy a mal si digo que no hay en nuestros días ni un solo político con agallas para decir eso ¡ojo! i m p r o v i s á n d o l o?

 

3 / Susana Sisman, Argentina

 

Susana Sisman es argentina, ha escrito y publicado tres novelas magníficas… y no la conocemos más que un grupo de fieles lectores.

La señorita Heloisa no entiende de girasoles (2003) es una muy buena novela que me hizo vivir con Vincent van Gogh su aventura despiadada, me llevó a creer entenderlo desde dentro de su locura, y me pareció que la prosa de la narradora conjuraba la atmósfera exacta para la creación, mejor dicho: la invención, de cada cuadro. Durante su lectura acudí una y otra vez, una y otra vez a la iconografía, y creo que entendí también mejor esos cuadros de la época provenzal final de aquel hombre atormentado. En fin, me pasó con este libro lo que nos pasa siempre que nos tenemos que conformar con lo poco que el autor quiere mostrarnos, celando avaro el resto del iceberg.

No te enamores de Oscar Wilde (2005) no es sencillamente una novela, aunque tampoco es una biografía novelada, sino una rara y conseguida mezcla, y cuando la descubrí (antes que a la anterior) me la jalé en una sola sesión. Ello habla de mi interés por el tema, es indudable, pero habla también, y mucho, de la calidad del libro. Hay en él alguna página antológica, como la que se dedica a la pobre Constance desnuda delante de la puerta del dormitorio de Oscar. Una página así tan sólo puede escribirla una mujer, pero además una mujer que domine muy bien el arte de escribir, para poder transmitir la intensidad de la situación. Y me gustó también, y no sé si la autora lo quiso así, si se trata de algo consciente y querido, el paralelo de la conversación final que mantienen Constance y Oscar con el diálogo entre Nora y su esposo en Casa de muñecas, el drama de Ibsen, hasta con la misma frase por parte de la respectiva protagonista«Tenemos que hablar».

[Inciso : Una corroboración ad absurdum de la temporalidad pero así mismo la espacialidad del idioma, sería que esta novela escrita por una argentina se titula No te enamores de Oscar Wilde, es decir, no se titula No te enamorés de Oscar Wilde].

last but not least :

 

Cuando Virginia Woolf desató su cinta azul

 

Cuando Virginia Woolf desató la cinta azul (2010) es una pequeña obra maestra. Y lo es porque ni siquiera se nota que la protagonista dista mucho de caerle simpática a la autora. Una cosa es que la admire, y otra que la quiera. Y la reconstrucción del último día de su vida es algo que se nos va grabando a fuego en la memoria mientras leemos, mientras asistimos a cómo regresa con su marido, de su casa de campo a un Londres bombardeado, y cómo en su piso londinense, en el que ha caído una bomba, descubre aquel legajo atado con la cinta azul del título, de donde le sale al paso el recuerdo de tantos momentos idos, buenos y malos, que va rescatando uno tras otro en la estación del metro donde deben refugiarse ante la inminencia de otro bombardeo. Un tour de force de la escritura, porque en ningún momento somos capaces de descubrir si aquellos recuerdos que leemos los había escrito Virginia Woolf o los ha reconstruido Susana Sisman. La ósmosis de esas dos prosas es poco menos que un milagro.

Sí, Susana Sisman es argentina, ha escrito y publicado tres novelas magníficas… y el hecho de que no la conozcamos más que un grupo de fieles lectores habla en contra del sistema editorial, en contra de la industria del libro, en contra del legítimo interés del público.

Por mi parte, aguardo expectante el cuarto libro de la autora: ¿qué nos deparará después de esta trilogía? Si tuviera el poder de convicción que quisiera poseer, quizás le aconsejaría encerrarse en un mano a mano con… Pero no, «¡descended, pensamientos, al fondo de mi alma!», como no dijo el bueno de Hamlet viendo llegar a Ofelia, sino el malo de mi tocayo Ricardo III viendo llegar a Clarence.

 

 

 

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