Ricardo Bada: Bartleby & Co.
Imaginemos por un momento que Velázquez tan sólo hubiese pintado Las meninas y La Venus ante el espejo y se hubiera declarado luego en huelga de paleta y pincel caídos alegando un motivo tan español como éste:“Hay años en que no está uno para nada…”
Imaginemos que Maurice Ravel hubiese compuesto su Bolero y su concierto de piano en re para la mano izquierda, y punto: nada más.
Imaginemos (cuesta poco) que Orson Welles hubiese filmado Citizen Kane y que después decidió dejar de rodar películas…, si acaso, tan sólo, una más, otra obra maestra, Otelo: y ninguna más.
Pero ¿para qué ponernos a imaginar ejemplos hipotéticos si la historia de la literatura nos ofrece dos tan reales y tan egregios como los de Arthur Rimbaud y de Juan Rulfo, amén de varios otros, muchísimos, pero de menor calado? Pues bien: éste es el tema de una novela, o libro, de Enrique Vila Matas, cuya obra no vacilo en considerar como la más novedosa, inteligente, entretenida y culta de la literatura española contemporánea.
En este su libro que comento y que se titula Bartleby y compañía, editado por la meritoria Anagrama de Jordi Herralde, en Barcelona, Enrique Vila Matas aborda lo que él llama “el síndrome de Bartleby”, el extraordinario protagonista del no menos extraordinario cuento homónimo de Herman Melville, uno de los mayores fracasados de la historia de la literatura.
Su personaje Bartleby es ese oficinista que vive (literalmente vive) en su oficina, de la que nunca sale para nada, y que cuando se le encargaba un menester o se le pedía que contase algo siempre respondía con una frase destinada a enriquecer el imaginario del nihilismo: “Preferiría no hacerlo”.
A semejanza suya, el protagonista del libro de Enrique Vila Matas transita por los senderos nada luminosos de la negación de la escritura, pero al mismo tiempo, y por medio de la escritura, rescata los destinos y las peripecias humanas de cuantos autores le han precedido por esos senderos. Y el resultado es un libro apasionante, pareja contrastante, a lo lejos, en el tiempo, con otra obra maestra del mismo autor, su Historia abreviada de la literatura portátil, que lo catapultó a la fama.
Porque la pregunta que plantea es fascinante per se, con prescindencia de que los ejemplos sean egregios o no: ¿a qué se debe que un escritor, un creador, luego de publicar uno, dos, tres libros, cuelgue la pluma y no la vuelva a mojar en la tinta de su tintero in saecula saeculorum; a qué obedece ese suicidio literario?
Por si acaso aún no lo conocen, no quiero adelantarles nada del libro, tienen que leerlo, aquí sólo quiero contarles un caso que conozco de primera mano y es el del periodista español Lorenzo Garza.
Lorenzo Garza llegó a Huelva, mi ciudad natal, destinado a la plantilla del único diario que había en ella, de regreso de unos años de ejercer el periodismo en América Latina. No era muy amigo de hablar del pasado, y por lo que pude inducir de mis conversaciones con él, se alejó del país en algún momento de la posguerra (después de la derrota del Eje y la no caída del régimen de Franco), pero con el correr del tiempo, se reintegró a su oficio y en su país. Mucho más no logré sonsacarle.
Lo cierto es que en el panorama más que gris, ceniciento, de nuestra ciudad, Lorenzo Garza era un ave del paraíso. Escribía muy bien y era un agudo comentarista de política internacional, con gran libertad de criterio para lo que era la prensa de aquellos días: les hablo de 1960, que fue cuando lo conocí. En 1961 me marché a cumplir mi servicio militar a Madrid, y un día, en una librería de viejo descubrí un ejemplar de La marcha humana, novela de Lorenzo Garza. Muy contento con ese descubrimiento, le comenté al volver a Huelva que me extrañaba mucho el que no me hubiese dicho que también era escritor.
¡Para qué se lo dije! Me exigió que le entregase mi ejemplar (cosa que no hice, faltaría más), porque quería destruirlo, y después de un largo período de enfurruñamiento, cuando se enteró de que pensaba irme de España porque no estaba dispuesto a seguir siendo periodista en las condiciones que imponía el franquismo, él mismo buscó de nuevo la relación conmigo y me explicó que aquella era la única novela que había escrito. Pero es muy buena, le repliqué, ¿por qué no siguió escribiendo? Pues porque apenas se publicó, en 1946 –me dijo–, “recibí una carta muy bonita y muy entusiasta de don Pío Baroja, alabándola mucho: y eso me frenó por completo, estaba absolutamente seguro de que nunca más iba a lograr escribir otra vez algo que mereciese una carta como esa de don Pío”.