Ricardo Bada: Cartas desde Alemania
Un tema acerca del cual siempre he querido escribir es el de aquellos lugares míticos que inventó la fantasía de los escritores, incluso partiendo, como lo hicieron Homero y Cervantes, de lugares que existen en la realidad geográfica.
Creo que el primero de los no españoles ni latinoamericanos que conocí, aunque sin saberlo en su momento, fue Camelot, cuando leí a mis diez u once años Un yanqui de Connecticut en la corte del Rey Arturo, de Mark Twain. Recién caí en la cuenta al conquistar la Casa Blanca el Camelot gringo: me refiero al clan de los Kennedy.
Pero dizque de manera consciente, el primero de todos está en Ohio y se llama Winnesburg.
La novela Winnesburg, Ohio es una joya de la literatura estadunidense, y Sherwood Anderson, su autor, un gigante poco nombrado de dicha literatura. Fue, además, el maestro reconocido por William Faulkner, a quien debemos otro de esos sitios míticos, el condado de Yoknapatawpha, una referencia inapelable de lo que Goethe llamaba Weltliteratur, literatura universal.
Y en la que se escribe en nuestra lengua hay cinco que debemos tener siempre presentes. Supongo que la secuencia que hago de los mismos se corresponde con la cronología de su publicación. En primer lugar Santa Fe de Tierra Firme, donde Valle-Inclán hace que se desarrolle la acción de su Tirano Banderas, relato “a mi entender divino/ si escondiera más lo humano”. Le sigue Santa María, escenario donde sitúa Juan Carlos Onetti la mayoría de sus novelas y cuentos, de un poderío verbal extraordinario. Y luego viene ese pueblo habitado por fantasmas que es Comala, en el que impera la voluntad omnímoda del despótico Pedro Páramo. ¿Hará falta decir que el cuarto de la lista es Macondo, devenido famoso en el mundo entero gracias a Cien años de soledad?
El Valle, en cambio, necesita explicación, porque no tengo la impresión de que se conozca mucho fuera de Estados Unidos la literatura chicana, y de ella la obra portentosa del texano Rolando Hinojosa.
Un profesor alemán especializado en esta obra, Wolfgang Karrer, ha establecido el censo de los personajes que pueblan El Valle, y su número se acerca al millar. Es un mundo lleno de savia y de vida, de gracia narrativa como muy pocas veces le fue concedida a un narrador de nuestro idioma: a Galdós tal vez, tan amado por Hinojosa, quien escribió su tesis de doctorado acerca del dinero en la obra de don Benito. Y recuerdo con mucha emoción cómo le acompañé a recorrer los lugares galdosianos del barrio en torno a la Plaza Mayor de Madrid, y cómo se sintió transportado al mundo de la novela mayor de don Benito cuando lo llevamos a nuestro alojamiento madrileño, en una de las modernas buhardillas construidas sobre el último piso de la suntuosa casa donde vivió Jacinta, en el número 1 de la calle Marqués Viudo de Pontejos.
Mi compadre José María Ruiz Palacio, poeta colombiano, una de las personas que lee mis textos antes de que se publiquen, me escribió al respecto: “Me late que hasta los que no somos escritores ‘consagrados’ tenemos un lugar imaginario en el que recreamos nuestras fantasías. Y escribiéndote se me ocurre que los autistas y los que sufren alzhéimer viven ya de un todo y por todo, desde luego involuntariamente, en un universo paralelo, o por lo menos en una dimensión alterna de la razón y la conciencia.”
Tengo que darle la razón (y lo sé por una dolorosa experiencia personal) pero dije al principio que hay lugares inventados por la fantasía de los escritores, incluso partiendo –como Homero y Cervantes– de lugares que existen en la realidad geográfica. Y sí, Ítaca es una pequeña isla griega del mar Jónico. Pero la Ítaca de Homero en su Odisea es otra cosa. ¿Y qué decir de esa región española que Cervantes dejó de nombrar cometiendo una incorrección política que hoy en día no podría permitirse? Ya saben: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme.” ¿Es esa Mancha de Don Quijote la misma que atraviesan los AVE [los trenes de Alta Velocidad Española] a más de 250 km/h?