Ricardo Bada: El Premio Carlomagno
Sospecho que este tema lo habré tocado alguna vez, aunque sea de pasada, en alguna columna de hace años, pero es que todos los años se renuevan mis náuseas cuando sucede: la entrega del Premio Carlomagno. Dicha entrega tiene lugar en Aquisgrán, la que fuera residencia del Carlos llamado el Magno, mandamás del Sacro Imperio Romano Germánico. Y en el sentir y la intención de quienes crearon el galardón, este “actúa hacia el futuro y conlleva un deber de contenido sumamente ético. Se dirige, regenerado por una nueva fuerza, a la unificación de los pueblos europeos para defender los más altos valores humanos: la libertad, la humanidad y la paz, para ayudar a los pueblos oprimidos y marginados, y para asegurar el futuro de los hijos y de los nietos”.
Según otra formulación, el premio “se otorga a la aportación anual más valiosa a la comprensión y el desarrollo de la comunidad en Europa Occidental y por servicios a la humanidad y a la paz mundial”.
Prescindiendo, por poner un solo ejemplo, de cuáles fueron los servicios a la humanidad y a la paz mundial de un Henri Kissinger (Premio Carlomagno 1987), cualquier persona que se tome la molestia de leer una sucinta biografía de dicho Carlomagno —incluso la que figura en la Enciclopedia Larousse, que es francesa, y por lo tanto nada sospechosa de tirar piedras contra el propio tejado—, se dará cuenta de que el tal Carlos, de acuerdo con los criterios de nuestros días, estaría hoy esperando juicio en las celdas del Tribunal Internacional de La Haya contra los crímenes de guerra. Muchos siglos antes de Milosevic & Co., ya Carlomagno practicaba la limpieza étnica.
Y esto es poco comparado con la imbecilidad y/o la paradoja de colocar esa más alta distinción europea bajo el patrocinio simbólico de un monarca que en su testamento dividió la Europa unificada por él, a sangre y a fuego, en tantos reinos como hijos tenía. Si eso fue un servicio a la unidad europea, yo soy el archipámpano de la Barataria.
Sólo una anécdota para terminar. Álvaro Mutis era devoto de Carlomagno y quería visitar la catedral de Aquisgrán y sentarse en el solio del emperador. Un día nos arrastró allá, a mí y a Pacho Zumaqué (entonces agregado cultural de la embajada colombiana en Bonn), y cuando ya estábamos delante del solio, alrededor del cual pululaba un grupo de turistas con un guía que les explicaba en inglés, idioma que yo ignoro, de repente Álvaro me agarró del brazo y me dijo: “Vámonos, Baden Powell (así me llamaba), ya no me interesa”. Resulta que estuvo escuchando al guía y por él se enteró de que ese solio no era el original, sino un duplicado.