Ricardo Bada: El prestigio del nombre extranjero
Mi pasión por las traducciones, o sea, mi manía con las traducciones, proviene de muy antiguo, del día ya lejano en que leí Buddenbrooks, de Thomas Mann. Era yo muy joven, 19 años, estudiaba Leyes en Sevilla, y hasta entonces había leído sin ser consciente de que los autores escribían en un idioma distinto de aquél en que yo los devoraba, literalmente los devoraba.
Pero con el libro de Thomas Mann adquirí consciencia de que sus textos me llegaban filtrados por una persona que era el traductor. Y me volví el más exigente de los lectores, como bien lo saben quienes me conocen y quienes han sufrido mis críticas.
Resulta que en Buddenbrooks hay un pasaje donde se cuenta cómo la chica Tony Buddenbrook arrastraba a sus amiguitas a la casucha de una vieja medio loca, una pobre mujer que vendía muñecas de trapo, y al llegar allí tiraba con todas sus fuerzas del cordón de la campanilla, y cuando aparecía la vieja le preguntaba con fingida afabilidad si en esa casa vivían el señor y la señora Spucknapf, después de lo cual todas salían corriendo con gran alboroto.
Bueno, me dije para mis adentros, debe ser una broma alemana. Pero al seguir avanzando en la lectura, tan sólo dos páginas más adelante, me encontré con esta frase: “En el segundo curso había un predicador […] que enseñaba latín; un cierto Pastor Hirte […] que consideraba como el colmo de la felicidad la coincidencia entre su profesión y su nombre”. Un n° 1 entre paréntesis remitía esta frase a una nota a pie de página donde el traductor nos informaba: “En alemán, Hirte significa Pastor”.
Me puse bravo porque sentí que me estaban tomando el pelo. ¡Naturalmente que Hirte debía significar Pastor en alemán, cara…mba (para no decir algo peor), éso se deducía directamente, sin necesidad de nota a pie de página, del texto de Thomas Mann! Sólo que…, me detuve a pensarlo, y ése fue un momento decisivo en mi vida como lector, qué cara…mba (para no decir algo peor) significaba Spucknapf?
Ni corto ni perezoso me personé en la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras, solicité un diccionario de alemán–castellano y busqué la palabra que suscitaba el jolgorio de Tony Buddenbrook y sus amiguitas. La encontré enseguida:el vocablo Spucknapf, en alemán, designa ese adminículo hoy obsoleto y descontinuado que era la escupidera, la bacinica.
Mi bronca contra el traductor de Buddenbrooks la han pagado muchos inocentes desde aquél día. ¡De modo que el buen señor se consideraba en la obligación de explicarnos que Hirte es Pastor en alemán, algo que uno podía inferir del texto mismo, a menos que hubiesen colapsado todas las células grises del lector, pero en cambio no nos explicaba el significado de una palabra cuyo sentido no era evidente en el texto y que hacía inteligible la torpe broma de las niñitas de la oligarquía de Lübeck…! Pues qué bien.
A partir de ese instante me convertí, lo digo y lo repito, en el más encarnizado cazador de errores de traducción que yo mismo conozca. Este “caso Spucknapf”, además, me hizo pensar mucho tiempo después en el destino de los nombres propios, en el prestigio que pueden adquirir por el hecho de que desconocemos lo que cada nombre, como sustantivo, significa en su idioma de origen.
Por ejemplo, el del pintor flamenco Van Dijk, cuyos admirables retratos son una de mis visitas fijas siempre que voy al madrileño Museo del Prado. Cuando las circunstancias de la vida me hicieron reemprender la guerra de los ochenta años (quiero decir: cuando me casé con una neerlandesa), decidí aprender su idioma y descubrí que ese apellido que a mí me parecía aristocratiquísimo, Van Dijk, sencillamente significaba “del dique”, y créanme que los diques son la cosa más habitual y común y hasta vulgar en los Países Bajos: casi como las anchoas en Lima y las naranjas en Asunción/Paraguay.
Mi desilusión se compensó al oír un día a una amiga alemana hablar del pintor español Murillo, de quien había visto, creo que en Londres, una preciosa exposición. Ese nombre, Murillo, pronunciado por ella con una unción que hacía pensar que estaba refiriéndose a un santo, ese nombre, me dije, es también un sustantivo, es una palabra que designa, diminutiva y despectivamente, un muro. Un murillo es algo así como una tapia sin mucha importancia. Pero recordé a mi pobre “señora Spucknapf” y no le quité a mi amiga alemana la ilusión de seguir pronunciando, como en éxtasis, ese nombre: Murillo.
Dicho sea de paso: ¿se imaginan una edición en lengua inglesa de Cien años de soledad donde el traductor incluyese una nota a pie de página a propósito del apellido del coronel Aureliano y nos revelara lo siguiente?: “Buendía, en español, significa Good Morning”.