Ricardo Bada: En el 120.º aniversario de la Reina Madre (*4.8.1900)
Debo comenzar diciendo que soy un republicano convicto y confeso, y a quien la monarquía y todo lo relacionado con ella le parecen una payasada sin razón mayor de ser que la inercia histórica, amén de una histérica inercia. Creo que cualquier persona en sus cabales, tras una atenta contemplación de La familia de Carlos IV, de Goya, en el Museo del Prado, no necesitará nunca ninguna clase de explicación acerca de la estupidez congénita. Yo me he abismado muchísimas veces esa obra maestra, tantas veces cuantas estuve en el Prado (y les aseguro que han sido más de cien), y la subsiguiente lectura de las novelas del ciclo El ruedo ibérico, de Valle-Inclán, que también he frecuentado una y otra vez, me han confirmado en mi apreciación: la monarquía como tal es vomitiva.
Vaya esto por delante al traer a cuento el 120.º aniversario del nacimiento de la reina madre de Inglaterra y establecer el obligado catálogo, congruentemente mínimo, de excepciones. Para tal fin reproduciré aquí, levemente retocado, lo que escribí cuando cumplió los 100 años, en mi crónica semanal para la emisora HJCK.
Conste que la dama me resultaba simpática porque tenía vicios humanos, demasiado humanos: el juego y la bebida. Pero conste sobre todo que la respetaba a causa de su actitud durante la por ahora última guerra mundial. Fue ella –y no su esposo, el pusilánime Jorge VI– quien se empeñó en no abandonar su hogar (es decir, el palacio de Buckingham) cuando llovían las bombas sobre Londres. Y fue ella quien cuando las bombas de la Luftwaffe terminaron por alcanzar su casa, dijo con un suspiro de alivio: ”Menos mal que también han bombardeado Buckingham, ahora puedo entender mejor lo que están sufriendo los habitantes del East End“.
El East End londinense, un barrio proletario y portuario, fue uno de los mas afectados por los bombardeos. Se comprende así fácilmente por qué esta dama, en sus últimos años estrambótica y estrafalaria (es decir, más inglesa que nunca), le caía tan mal al lúgubre Hitler, hasta el punto de llegar a calificarla de ”diabólica“. Bastaría con ese exabrupto del ex pintor de brocha gorda y ex cabo del ejército alemán para que esta reina madre me cayese requetebién. Así es que le envíé desde las ondas de la HJCK la enhorabuena de un español irreductiblemente republicano, pero no ciego ni sordo.
Sin embargo, mayor respeto aún me merece, en el ya dije que obligado catálogo de excepciones, la actitud del rey de Dinamarca, Cristián X, durante la ocupación alemana de su país por las fuerzas de la Wehrmacht. Para empezar, el rey se quedó en su puesto, no huyó con el rabo entre las piernas, como lo hicieron sus colegas de Noruega, Bélgica y los Países Bajos. Tampoco el de Inglaterra lo hizo, según acabo de decir, pero el mérito del danés es mayor, su país había sido invadido por los nazis, y en cambio entre el Reino Unido y la misma invasión se interpuso el Canal de la Mancha, o para decirlo a la manera inglesa cuando hace mucha niebla frente a las blancas rocas de Dover: el continente quedó aislado.
No obstante, lo que confiere a Cristián X carta de ciudadanía en la Historia Universal de la Lucha contra la Infamia es otro rasgo de su carácter. Una vez ocupado su país, las nuevas autoridades pusieron bien pronto por la obra el sistema legal imperante en la metrópoli, empezando por el decreto que obligaba a los judíos daneses, como a los alemanes y todos los demás esclavos de la férula nazi, a llevar cosida a la ropa, y en lugar bien visible, una estrella de David de color amarillo. Apenas tuvo conocimiento del fecal decreto, y tal vez diciéndose que la diminuta Dinamarca debía ser un David frente al Goliat alemán, el rey Cristián X salió a pasear por las calles de Copenhague luciendo en la solapa de su saco, imposible dejar de verla, esa ”insignia amarilla del valor“. Semejante gesto de coraje civil puso freno en la pequeña nación escandinava a la sevicia antisemita.
No nos llamemos a engaño. Para dar la talla que debe exigirse a un monarca, la reina madre de Inglaterra y el rey de Dinamarca tuvieron que verse confrontados con situaciones límite. Pero ni siquiera a mis ojos de republicano irreversible disminuye ello el valor de sus actos, si bien los enmarca en sus justos términos. Y desde luego, al menos ellos justificarían, aunque sólo fuese a título meramente personal en cada uno de ambos casos, y sólo en sus respectivos países, la existencia de ese anacronismo llamado monarquía.