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Ricardo Bada: Ibsen ( † 23.5.1906) – Epistolario de un maestro de obras

La higiene del cuerpo es altamente recomendable como hábito social y desde el punto de vista de la salud. No menos recomendable debiera ser la higiene del alma, y en mi caso la practico siguiendo ciertas pautas que me parecen tan limpias y tan sanas como el cepillo de dientes, el jabón y la ducha, por lo que se refiere al cuerpo. Una de ellas es la relectura bienal del teatro de Ibsen entre Las columnas de la sociedad (1877) y Cuando despertamos los muertos (1899).

Hay un teatro de Ibsen anterior, que va desde Catilina (1850) a Emperador y Galileo (1873), e incluye ciertas obras en verdad interesantes, como Brand (1866), que tanto apasionara a don Miguel de Unamuno, y Peer Gynt (1867), sobre la que volveré más tarde. Pero es en los doce dramas de su segunda época, inaugurada tras el “espectáculo de Historia Universal” de 1873, donde encontramos al Ibsen universal y que pasó a la Historia.

Además de los dos citados en el primer párrafo no estaría de más recordar aunque sólo sea los títulos de los otros diez, para que quede en evidencia la grandeza del autor: Casa de muñecas (1879), Espectros (1881), Un enemigo del pueblo (1882), El pato silvestre (1884) – traducido siempre mal como “salvaje”, igual que las famosas fresas de la película de Ingmar Bergman–, Rosmersholm (1886), La dama del mar (1888), Hedda Gabler (1890), El maestro de obras Solness (1892), El pequeño Eyolf (1894) y Juan Gabriel Borkman (1896). Se dice pronto, pero la lista lo revela de un modo apabullante: Ibsen produjo una obra maestra casi cada dos años.

No es por ello que lo leo para higiene de mi alma, sino porque en esa docena de dramas fue la persona que quizás haya llegado más hondo analizando “la mentira vital”, la impostura, la falacia, el engaño que es cada una de nuestras vidas, y por sobre todo, cómo su tácita aceptación maniata al ser humano y constituye el tejido social. Tanto que cuando Nora, la primera de sus lúcidas heroínas, se da cuenta y abandona el hogar, el marido y los hijos –la casa de muñecas donde vivía prisionera en una jaula dorada–, el escándalo está programado: lo que se cuestiona no es la continuidad del matrimonio Helmer, sino la propia sociedad.

Pero de este Ibsen se ha dicho y se ha escrito tanto que el temor a repetir lo ya sabido es muy fuerte. Prefiero por ello acercarme a un Ibsen desconocido entre nosotros. Aquel que descubrí hace ya muchos años, leyendo su correspondencia. Aquel que, por ejemplo, el 23 de enero de 1874, desde Dresde, le envió esta carta al compositor y compatriota Edvard Grieg:

 

“Querido señor Grieg:

“Le escribo estas líneas con vistas a un plan que tengo y quisiera preguntarle si usted desearía participar en él. Se trata de lo siguiente: quisiera arreglar para la escena Peer Gynt –de la que pronto saldrá la tercera edición–. ¿Quiere usted escribir la música para ello? Le daré una idea de cómo me imagino la cosa.

“El primer acto se conservará íntegro, con sólo algunos cortes en el diálogo. El monólogo de Peer Gynt quisiera que fuese tratado melodramáticamente o en parte como recitativo. El ballet tiene que convertir la escena de la boda en la granja, en mucho más de lo que está en el texto. Para ello hay que componer una melodía bailable asordinada que se mantenga hasta el final del acto.

“La aparición de las tres vaqueras en el acto segundo la puede tratar el compositor a su gusto, pero debe tener un rasgo satánico. El monólogo de Peer, acompañado por el acordeón, lo pienso como melodrama. Lo mismo la escena entre Peer y la mujer vestida de verde. También necesitan acompañamiento musical la escena en el salón del trono de Dovre, con un diálogo esencialmente acortado, y la escena con el jorobado, que quedará íntegra. Los trinos de los pájaros serán cantados: canto eclesiástico y repiques de campanas sonarán a lo lejos.

“En el tercer acto, para la escena entre Peer, la mujer y el duende niño, necesito unos acordes algo parsimoniosos.

“El cuarto acto desaparecerá casi por completo en el teatro. En vez de él pienso en una gran fantasía musical que aluda a los vagabundajes de Peer Gynt por el mundo: pueden aparecer alternándose y volviendo a desaparecer los motivos de melodías americanas, inglesas y francesas. Mezclándose con la música orquestal debe escucharse tras las cortinas corridas

el coro de Anitra y las jóvenes. Durante el mismo se alza el telón, y semejante a una lejana imagen onírica se ve a Solvejg como una mujer de edad madura, sentada ante la fachada de la casa, e iluminada por el sol. Tras su canción, vuelve a caer lentamente el telón mientras la orquesta sigue tocando y pasa a describir la tempestad en el mar, con la que comienza el quinto acto.

“El quinto acto, que en el teatro será el cuarto, o el epílogo, tiene que ser considerablemente acortado

“Así es como he pensado el conjunto y le ruego me comunique si quiere hacerse cargo de este trabajo. Sin lugar a dudas podemos contar con representaciones en Copenhague y Estocolmo.

Pero le ruego mantener el asunto en secreto por ahora, y que me conteste lo más rápidamente posible.

“Su más amistoso cómplice, Henrik Ibsen”.

 

Cuando terminé de leer por primera vez esta carta del autor de Peer Gynt, mi reacción natural fue escuchar una buena grabación de la música escénica compuesta por Grieg para esa obra.

Quienes sigan mi ejemplo podrán comprobar, con cierto asombro, de qué manera tan ajustada, como un guante a una mano, la partitura se amolda a las instrucciones del dramaturgo.

Luego continué abismándome en el epistolario de Ibsen, donde se esconden auténticas joyas de ternura y de sabiduría, y hasta de estrategia sicológica para documentar el carácter de por lo menos una protagonista de sus obras, la desdichada Hedda Gabler. En este sentido, sus cartas a la joven vienesa Emilie Bardach, de sólo 18 años cuando su corresponsal ya había cumplido los 61, se cuentan entre los tesoros más esclarecedores de la literatura universal.

Y encontré asimismo al Ibsen socarrón e irónico, cargado del más sutil sentido del humor.

Por ejemplo en ese desilusionado capitalista que el día 23 de febrero de 1883 le escribió la siguiente carta a la dirección de la compañía de navegación del vapor Dronningen:

 

“Cuando fui invitado a participar como accionista de un nuevo vapor que iba a hacer la ruta Kristiansand–Cristianía, los organizadores presentaron esa empresa como muy favorable, según todas las probabilidades. Confiando en los nombres y los cálculos de los organizadores, suscribí cinco acciones del mencionado vapor.

“Los dos primeros informes anuales reseñaron distintos graves accidentes que había sufrido el barco, razón por la que no podían pagarse dividendos a los accionistas. Desde entonces no he vuelto a ver ningún informe anual ni tampoco ninguna rendición de cuentas. Pero por los periódicos pude enterarme de que el vapor continúa haciendo su ruta regularmente. A pesar de lo cual no he recibido hasta la fecha ningún dividendo por mis acciones.

“No puedo imaginarme un consorcio de negociantes prácticos prosiguiendo una empresa que durante muchos años ha demostrado no ser rentable. Sin embargo no he oído que la sociedad vaya a disolverse, o el vapor a ser vendido.

“Ello hace plausible la suposición de que, si no directa sí indirectamente, puede ser rentable para los accionistas que, exceptuando a mi persona, probablemente viven todos en la costa entre Kristiansand y Cristianía. Puede suponerse que todos esos señores poseen negocios de ventas a domicilio y que los reducidos gastos de transporte del vapor Dronningen los resarcen sin pérdida por la ausencia de unos intereses directos del capital invertido.

“Naturalmente no hay nada que objetar contra un arreglo semejante, si todos los accionistas disfrutan de él por igual. Pero supuesto el caso de que existiera realmente tal acuerdo, yo no puedo detraer ninguna utilidad del mismo, pues no soy hombre de negocios, ni mucho menos tengo comercios de compra o venta a domicilio. Cuando de acuerdo con la invitación suscribí mis acciones, lo hice contando con un rédito real y directo de mi dinero.

“Supongo que dentro de poco se celebrará la asamblea general anual y ruego que sea puesta en conocimiento de este escrito.

“Solicito además que la asamblea general examine si no sería lo más correcto reintegrar mis acciones o bien acordarme un dividendo anual que esté en una proporción homologable con los réditos que los demás accionistas probablemente devengan de su inversión de capital.

“Si se diera sin embargo la para mí impensable situación de que efectivamente el vapor hubiese estado en activo y siga estándolo, todos estos años, sin devengar intereses directos o indirectos para los accionistas, me permito proponer que sea vendido lo más pronto posible y que se disuelva la sociedad.

“En la expectativa de conocer a través de la dirección el acuerdo de la asamblea general, firma muy atentamente Dr. Henrik Ibsen”.

 

Es ésta una de las poquísimas veces que el genial noruego firmó una carta anteponiendo a su nombre la palabra “Doctor”, aunque su doctorado sólo fuese el que honoris causa le concedió en 1877 la universidad de Upsala. Esa en cuya aula magna es ya tradicional que pronuncien un discurso los Premios Nobel de Literatura cuando acuden a Suecia para recibir su galardón.

 

En 1903 Ibsen fue ninguneado por los académicos de Estocolmo, que otorgaron el codiciado trofeo al también noruego Björnstjerne Björnson. Pero la implacable justicia póstuma se llevó a cabo hace bien poco en Madrid, en la página de internet www.elmundo.es: “La poesía de Ibsen inaugura el jardín de la Biblioteca Nacional. Es el único acto organizado en España con motivo del centenario de la muerte del Premio Nobel de Literatura de 1903”. Ay Dios…

 

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La Jornada, México D.F., 17.12.2006

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