Ricardo Bada: Jacques Offenbach, el inventor de la opereta
El 20 de junio de 1819 vino al mundo en la ciudad de Colonia, en Alemania, un niño judío llamado Jakob Offenbach, a quien le estaba reservada la gloria de crear un género musical nuevo: la opereta.
Comencemos citando a un músico tan exigente como Arnold Schoenberg en El estilo y la idea: «Deplorable es la actitud de algunos artistas, que de manera arrogante quieren hacer creer que descienden de las alturas para dar a las masas algo de sus tesoros. Esto es hipocresía. Sin embargo, hay unos cuantos compositores, como Offenbach, Johann Strauss y Gershwin, cuyos sentimientos coinciden circunstancialmente con los del “hombre medio de la calle”. Para ellos no es ninguna mascarada el expresar sentimientos populares en términos populares. Son naturales en lo que dicen y en lo que hacen».
Hasta Wagner, ¡quién lo diría!, le escribió a un director de orquesta amigo suyo dos meses después de la muerte del autor de Orfeo en los infiernos: «Tome en cuenta a Offenbach. Él sí entendía, al igual que el divino Mozart». Y sí, «El Mozart de los Campos Elíseos», lo proclamaba su colega Gioachino Rossini, e incluso el punzante Karl Kraus le rindió homenaje llamando «Offenbachianas» a sus operetas, para diferenciarlas de las frívolas vienesas.
Obras como La viuda alegre, de Lehar, El murciélago, de Strauss, y La Corte de Faraón, de Vicente Lleó, que se siguen poniendo en escena en todo el mundo y siguen haciendo las delicias de sus espectadores y oyentes, tal vez no se hubieran compuesto sin el antecedente de las obras de ese gran artista que fue Offenbach. Y ni que decir tiene que los llamados “musicals”, desde My Fair Lady a Miss Saigón, pasando por West Side Story, Jesus Super Star, Hair, Cats, Mamma Mia, Evita, Chicago e tutti quanti, también provienen en línea recta de la obra de Offenbach, si bien aportan a ella un elemento fundamental, los bailables: llamarlos “musicals” es un anglicismo, por cierto que admitido por la Real Academia con una definición que ignora el precedente operetístico.
[Por su parte, La Corte de Faraón suele ser clasificada como “zarzuela”, pero los autores del libreto la subtitularon de manera óptima como “opereta bíblica”, que es lo que es).
Offenbach, hijo del Kantor de una sinagoga coloniense, demostró ya muy niño poseer grandes facultades para la música, y desde los cuatro años recibió clases de violín. Siendo un joven de 14 años lo enviaron a París para que estudiase violonchelo, cosa que estuvo a punto de no poder hacer porque los estatutos del Conservatorio parisino no permitían la admisión de extranjeros, pese a que, pura paradoja, su director era un italiano: el compositor Luigi Cherubini. Ni siquiera Liszt, diez años antes, había logrado que lo admitieran. Pero el padre de Offenbach era tenaz y no cejó hasta conseguir que se hiciese una excepción con su hijo. Quien pronto se desempeñó como chelista en la Opéra Comique, aprendió el arte de la composición con Jacques Fromental Halévy (suegro de Bizet, el autor de Carmen), y tras convertir su nombre alemán –Jakob– en el resueltamente francés
Jacques, se convirtió al catolicismo, y el 13.8.1844 se casó con Herminia de Alcaín, hija de padre vasco español y madre francesa. Es, por cierto, falso que Herminia fuese hija de un general carlista de las guerras civiles españolas en el siglo XIX, un error que se encuentra en muchas biografías de Offenbach. Un error grave porque los Alcaín de San Sebastián eran liberales, es decir, los enemigos declarados del carlismo.
Durante la revolución alemana de 1848, Offenbach y Herminia vivieron en Colonia con la primera de las cuatro hijas que tendrían (amén de un varón que llegó en quinto lugar), regresando en 1849 a París. Al año siguiente Jacques fue nombrado director de orquesta del Théâtre Français, y cinco años después fundaría su propio teatro, Les Bouffes Parisiens, del que fue intendente, compositor y director de orquesta hasta 1863.
En 1858, con el estreno de Orfeo en los infiernos creó el prototipo de la opereta, y no sólo eso sino una de las dos músicas que apenas las oímos nos remiten directamente a Francia. La primera es La Marselles, la segunda el can can de esa opereta, desenfrenado y orgiástico baile al que Jean Renoir le rindió el homenaje de su película French Can Can, con Jean Gabin y María Félix, una película que más que filmada se diría pintada por Auguste Renoir, el gran impresionista y padre del director.
Aquí pueden ver el tráiler del film :
No debo dejar de mencionar sus operetas con temas y personajes latinoamericanos, La Perrichola (1868) –ambientada en la Lima virreinal– y La criolla (1875). Y del mismo año que La Perrichola es La isla de Tulipatán, que aborda con un siglo de anticipación el tema transgenérico con un argumento enrevesado en el que el rey de Tulipatán tiene una hija que es un hijo, y su gran senescal un hijo que es una hija, creándose en la escena una confusión –con happy end, eso sí– que es todo un guiño travieso al travestismo.
En la cima de su fama, las tornas se vuelven con la guerra franco–prusiana de 1870. Offenbach se ve acusado como espía de Bismarck por los franceses y como traidor a la patria en Alemania. Puso a salvo a su familia en España y se marchó a Italia. Cuando regresó a Francia, pasada la guerra, los gustos del público habían cambiado tras la caída del II.º Imperio, el de Napoleón III y la española Eugenia de Montijo. Fracasó un segundo intento de fundar un teatro y fracasó una gira emprendida por los Estados Unidos en 1876.
Mientras se estaba empezando a ensayar Los cuentos de Hoffmann, Offenbach murió en la mayor pobreza el 5.10.1880, antes del estreno de su obra maestra, el 10.2.1881, cuatro meses y cinco días tras la muerte del compositor, que la dejó incompleta. Su familia le encargó a Ernest Guiraud que la terminase y el suyo es un libreto que a lo largo de los años ha sufrido muchas modificaciones que afectan en especial a la tercera parte, a veces suprimida por completo, excepto la barcarola.
En 1974, el director de orquesta francés Antonio de Almeida, hijo de padre portugués y madre norteamericana, y ahijado de Arthur Rubinstein, descubre unos originales de Offenbach que permiten llevar a cabo en 1978 una edición crítica de la partitura de Los cuentos de Hoffmann restituyéndole las intenciones de su autor. Luego, en 1984, en Londres, vuelven a descubrirse otros originales de Offenbach y es el musicólogo inglés Michael Kaye (autor del libro El Puccini desconocido) quien arma la partitura que podemos considerar definitiva –mientras no se descubran nuevos originales– y esa es la versión que se representa en la actualidad.
Su barcarola bastaría para asegurarle la inmortalidad a Offenbach, aun cuando prefiero con mucho el aria de Olympia “Les oiseaux dans la charmille” en la genial interpretación de Diana Damrau: