Ricardo Bada: Loreley Express – Desde mi punto de escucha
Loreley–Express
Desde mi punto de escucha
por Ricardo Bada
Entre principios de septiembre 1968 y mediados de febrero 1969 estuve yendo y viniendo todos los fines de semana entre Colonia y Beek de Montferland, en los Países Bajos. Salía de Colonia los viernes a media tarde y regresaba los lunes a mediodía, y siempre con el Loreley– Express, al que me subía en Emmerich, la última estación alemana antes de la frontera neerlandesa.
Mi mujer, embarazada de nuestro segundo hijo, que nació el 31 de diciembre, estaba residiendo en casa de sus padres, mientras yo había reanudado mis tareas en la Radio Deutsche Welle y me disponía a alquilar el sexto domicilio de nuestra joven unión, en dos años y medio escasos desde que nos casamos: dos en Colonia, uno en Buenos Aires, dos en Huelva, y ahora el sexto. Vida de gitanos, decía mi padre que era la nuestra.
Aquel viaje de menos de dos horas entre Emmerich y Colonia incluía para mí dos clímax de tensión que casi nunca fallaban: el retraso consuetudinario del Loreley–Express y el paso bajo la pista de aterrizaje del aeropuerto de Düsseldorf, un largo túnel durante el cual, y por la causa que fuese, no se prendían las luces de los vagones del tren.
De repente, un día, me encontré fraguando un asesinato que se cometería a bordo de ese tren, justo aprovechando el paso a oscuras por el túnel. Pero habría de ser un asesinato que se pudiera contar con ruidos, no con palabras. Quería lograr una narración completamente acústica, hacer un radioteatro directa y sencillamente comprensible por la mera audición. Sustituir la técnica del punto de vista por la del punto de escucha. Y en muy pocas horas de escritura concentrada, también apasionada, redacté el guion, dándole la vuelta de tuerca de que su narrador en primera persona fuera el redactor de una emisora de radio.
[Años después de haber escrito el texto, una lectura atenta de Walter Benjamin me restituyó al primer plano de la memoria las siguientes palabras de Lafcadio en Las Cuevas del Vaticano, de André Gide:
«¿Quién le vería?… Caería en la noche como un fardo, ni siquiera se oiría un grito. Y mañana, rumbo a las islas… ¿Quién lo iba a saber? No son tanto los acontecimientos por lo que tengo curiosidad, sino por mí mismo. Tanto se cree uno que es capaz de cualquier cosa, como que antes de actuar, recula… ¡Qué lejanía existe entre la imaginación y los hechos!… Y como en el ajedrez tampoco puede uno repetir la jugada. ¡Bah! si se previeran todos los riesgos, el juego perdería todo su interés!»
Hay algo que, sin embargo, puedo asegurarles con absoluta certeza: el protagonista de mi radioteatro jamás había leído a Gide].
El género literario Hörspiel [circa “juego dramático para el oído”] puede vanagloriarse de contar con cultivadores asiduos de la talla de Günter Eich y René de Obaldía, y con unos cultivadores esporádicos –empero no golondrinas de un solo verano– como Albert Camus, Heinrich Böll, Max Frisch, Friedrich Dürrenmatt, Hans Magnus Enzensberger, Peter Handke, Mauricio Kagel, Samuel Beckett, Ingmar Bergman, Vasco Pratolini, Dylan Thomas… Nada menos que Bajo el bosque de leche –¡mucho ojo!– es a radioplay, un Hörspiel, lo que en español degradamos con el nombre (por otra parte tan revelador) de “radioteatro”. Y mientras el idioma de Cervorges no nos ofrezca otra alternativa que esa o las de “guion radiofónico”/“pieza para la radio”, la única recomendación posible será la de paciencia y barajar. Por lo que respecta a la nómina de los ocasionales autores de Hörspiele en nuestra lengua, casi se reduce a Jorge Díaz, Alfonso Sastre, Severo Sarduy, Antonio Skármeta, Julio Cortázar y el autor de Loreley–Express. Pero algo curioso es que algunos tratadistas mantienen la conjetura de que los indígenas de Tierra de Fuego fueron los precursores del género.
El destino natural de Loreley–Express hubiese sido la WDR, en la propia Colonia, pero el comité de lectura lo rechazó por “demasiado artificioso”. Eso mientras continuaba bendiciendo pura bazofia radiofónica, textos que seguían siendo literatura más para el ojo que para el oído. Menos mal que en Holanda andaban más adelantados, y cuando la gran Barber van de Pol –traductora al neerlandés de Rayuela y de El coronel no tiene quien le escriba– se presentó en una redacción de Hilversum con la traducción de mi radioteatro bajo el brazo, hecha por su propia cuenta y riesgo porque creyó desde el principio en ese texto, inmediatamente se la aceptaron. Eso fue en 1978, y diez años más tarde, gracias también a la fe de José Iges, se produciría en español y compartió una audición de Ars Sonora, en el Festival Internacional de Teatro, de Madrid, con los radioteatros Monólogo, de Harold Pinter, La playa, de Severo Sarduy, y Cascando, de Samuel Beckett. Jamás me he visto en más honrosa compañía.
Mi gran suerte, pienso, fue que cuando escribí Loreley–Express todavía no había leído la novela de Patricia Highsmith ni había visto la película de Hitchcock: Strangers on a Train. Estoy casi seguro de que, caso contrario, nunca me habría atrevido a pensar en la posibilidad de narrar un crimen perfecto planeado durante mis viajes en ese tren, y ejecutado (¡no por mí!) durante un viaje en el mismo. Pero en fin, siempre hay que tener también algo de suerte.
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