Ricardo Bada: Los aeropuertos de las almas
Vivo ya desde hace más de cuarenta años en Alemania y siempre debo poner mucho cuidado cuando hablo de cementerios en alemán. Por alguna razón que se me escapa, y si se tercia nombrarlos, en lugar de decir «friedhof» (cementerio) tiendo a decir «flughafen» (aeropuerto). Incontables son las veces que he tenido que rectificar después de la primera sílaba, flug…, que significa vuelo. Todas ellas termino recordando el hermoso verso del nicaragüense Carlos Martínez Rivas en honor del «único aeropuerto autorizado para el aterrizaje de mariposas». Y en último término, ¿qué otra cosa es un cementerio sino un aeropuerto de las almas?
Soy un cementeriófilo convicto y confeso. Hay algo en los camposantos que me seduce de un modo irresistible. Más que una atracción es una tentación. No me atraen las cruces, ni las estatuas, ni los desangelados angelotes cagados de palomas, ni tampoco las inscripciones ingenuas («¡Qué breve es la vida!«) o las admonitorias («Donde estás estuve, donde estoy estarás«). Lo que me tienta es pasear por encima del pasado, de lo que no tiene vuelta de hoja, mientras alrededor bulle el presente y espera agazapado el porvenir.
Tengo, claro está, mis cementerios preferidos. Y de ellos, entre todos, el de Montparnasse.
No hay una sola vez que vaya a París, desde el entierro de Julio Cortázar, y no acuda a visitarlo y a fumarme un cigarrillo con él. Ahí, delante de ese mármol final, cobran sentido las palabras de Fabio Martínez, el novelista caleño que fue una de las nada más que cuatro personas (quien escribe se cuenta en esa lista) que acompañaron la primera hora de soledad en este paraje: «Entonces, mientras corríamos un trago de whisky frente a su tumba, nos dimos cuenta de que todo había acabado. Al día siguiente, sin esperar a que terminara el invierno y nos atrapara una nueva primavera, cogimos el tren que nos condujo a Barcelona. Empezaba una nueva época. Nunca, como dijo Julio Cortázar en Las babas del diablo, se sabrá cómo hay que contar esto». Diez años después, el 12 de febrero de 1994, desde diez lugares distintos, uno por cada año de ausencia del Gran Cronopio, quince personas se pusieron en camino para encontrarse en los soportales o mejor dicho: bajo el tramo techado de la Rue de l’Hirondelle. En ese tramo techado tuvo lugar la escena inenarrable, y sin embargo tan bien narrada, del encuentro de Oliveira con la clocharde en el capítulo 36 de Rayuela. A catorce cronopios había convocado el autor de estas líneas, para rendirle a Cortázar un homenaje inusual y nada académico.
La estrella del grupo era la pintora mexicana Lirio Garduño. No hizo más que llegar y ya se posesionó física y visualmente del ancho de la Rue de l’Hirondelle, felizmente sin tránsito automotor, y pintó sobre su suelo, a todo ese ancho, con tiza de Sevilla, la rayuela más grande que se haya visto nunca en los Parises de la Francia y aun puede que en el universo mundo.
Y felices como querubines, que así son los cronopios, los catorce se pusieron a jugar a la rayuela en ese frío pero soleado sábado. Hasta que decidimos poner proa al cementerio de Montparnasse, entre otras razones por haberse acabado el rioja aportado por el cronista, para mayor ambiente y contra el cierzo. Ya en el cementerio, el niño François Constantine Carvallo Baró, con una navaja multiuso suiza, se entretuvo en arrancar el musgo de una lápida, intentando leer el nombre del difunto. El escritor chileno Luis Sepúlveda se lo reprochó como atentado ecológico. Ante la tumba de Cortázar, minutos después, Sepúlveda prendió dos fasos y embutió uno de ellos, vertical, en la juntura de las dos lápidas, la de Carol y la de Julio: quería que fumasen con nosotros. Y ahí se produjo la venganza de François Constantine: «No metas un cigarrillo ahí», le gritó al chileno. «Julio también fumaba», le replicó Lucho. «Pues a lo mejor se murió de eso, de fumar», fue la fulminante respuesta del niño. Pero no es verdad, François Constantine, no es verdad: Julio es una de las pocas personas que se han muerto de amor y de tristeza y de soledad, un coctel mortal de necesidad. De a deveras. Aunque creo que aquel día, desde el cielo de su última rayuela, debió de sonreírnos y saludarnos con la mano para señalar que ya no está solo, que está con Carol, quien también nos miraría sonriente.
Y muy cerca de la suya común, la tumba de alguien que se llamó como yo, y nació un 10 de junio, como yo, y es por eso que la llamo «mi tumba». Está custodiada por un gato de porcelana polícroma, de casi dos metros de alto, que parece una escultura de Nike de St.-Phalle, y en su barriga luce en letras multicolores el nombre del muy joven difunto:
También en el mismo Montparnasse el rectángulo del eterno descanso de César Vallejo. Y por cierto, échenle una mirada a La escritura en libertad, de Jorge Semprún: allí cuenta que al regresar a París, liberado del campo de concentración de Buchenwald, suele visitar a una amiga que vive en un pisito con ventanas que se abren al cementerio, y cómo se reunían, charlaban, hacían el amor y a veces miraban hacia el lugar de la tumba de Vallejo, y en cierta ocasión incluso van a ella y dejan unas flores sobre la lápida. Todo esto, antes del 50. Pero resulta que Vallejo sólo está enterrado en Montparnasse desde el 72, cuando su viuda logró trasladar al 14ème los restos del cholo, que reposaban en Montrouge, en la ilustre cercanía de Joseph Roth. Ah, las licencias poéticas tienen patitas cortas, como dice en Alemania el dicho decidero (© by Unamuno) que las tienen las mentiras. Y para más inri en un libro dizque de Memorias. Las Memorias Gruyère, habría que llamarlas, ¿no?
Y más allá la escultura El beso, de Brancusi, en un rincón a salvo de la curiosidad de los turistas, sobre un mausoleo florido con una lápida en caracteres cirílicos: según mis cálculos debiera ser visible desde esa ventana donde Semprún…, vide supra, en el sentido más literal de la expresión. Y más acá la tumba de Baudelaire (metido de prestado en la que su madre y su padrastro ocupan los primeros lugares del palmarés). Y a mano derecha de la entrada misma del cementerio, la compartida por Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Y adentro del mismo la de Samuel Beckett, y la de Joris Ivens, y la de Guy de Maupassant, y la del campeón mundial de ajedrez Alekhine, cuya lápida de mármol figura un tablero de 64 escaques, a veces poblado de piedritas reproduciendo jugadas maestras del vencedor de Capablanca. Ah, que no se me olvide, muy cerca está la de Porfirio Díaz, un panteón en el que nunca se apaga la velita que alumbra delante de la Guadalupana. ¿Quién se cuida de mantenerla prendida? ¿Un funcionario de la Embajada? ¡Chi lo sa!
Pero no quiero hablarles sólo de Montparnasse. Porque en todos y cada uno de mis viajes a Venecia tampoco he dejado nunca de tomar el vaporetto hasta la isla de San Michele, para mis citas póstumas con Ezra Pound e Igor Stravinsky, y con la baronesa Everdina Huberta Douwes Dekker, «esposa fiel, madre heroica y noble, abnegada mujer» a quien está dedicada la primera novela anticolonialista de la historia: la prodigiosa Max Havelaar, del neerlandés Multatuli. Disponiendo de tiempo, es bueno perderlo (quiero decir: ganarlo) en el embarcadero, con el telón de fondo de la Serenísima. Aunque hoy en día suelen usarse más las lanchas automóviles funerarias que la procesión de góndolas, incluso así, presenciar su llegada es una vivencia de las más cinematográficas: un travelling sobre esquíes acuáticos.
Y en Berlín, a un tiro de piedra del Berliner Ensemble, en el apabullante Dorotheen Flug…, perdón: Friedhof, yacen per in saecula seculorum Heinrich Mann, Hegel, Bertolt Brecht.
Y para compensar, en un camposanto como tantos otros, la última morada de un ángel azul como ninguno: Marlene Dietrich. Recuerdo asimismo de Berlín que a Esther Andradi, la escritora argentina, le debo el descubrimiento de la tumba de Rudi Dutschke, del líder estudiantil alemán de las revueltas del 68. Su tumba se encuentra en un cementerio recoleto, chiquito: en su lápida se lee delante de su nombre el título de doktor, que no sé si a él le habría gustado que se mencionara precisamente ahí.
Y es también a un argentino, al politólogo Osvaldo Bayer, que le adeudo la visión en su salsa del cementerio de la guarnición de Berlín, en el costado norte del aeropuerto de Tempelhof.
Es la Estación Término de los grandes hombres de la historia militar prusiana: los Trützschler von Falkenstein, los Stern von Gwiazdowski, los von Wentzky und Petersheyde, los von Zeidlitz, el almirante Eduard von Know (Caballero del Águila Negra)… El buen Osvaldo vivía cerca y me llevó una mañana a contemplar el espectáculo que él mismo iba a describir luego en una estampa inolvidable: «Al cementerio de los generales prusianos le han quitado un trozo de tierra y la municipalidad berlinesa lo entregó a la comunidad otomana. Ahora está allí el cementerio turco de Berlín. […] Los muertos turcos van avanzando sobre la tierra de los aristocráticos mariscales. Ya la tumba que mira hacia La Meca del turco Tufanin Ruhima, muerto el 5 de octubre de 1982, está a cinco metros del general Erich Werner August Wilhelm von Livonius. Y siguen avanzando. Son muertos que traen vida: por ese lado el cementerio se puebla los domingos de mujeres con pañuelos en la cabeza y chicos que ríen, lloran y gritan. Es una ofensiva que los generales no esperaban. La vida no se rinde.» Sí que es así, que yo he vivido ese picnic dominical y los he visto, al pequeño Mehmet y al pequeño Alí, jugando al escondite entre los mausoleos de los von Moltke y los von loquefueren.
Pero si el viajero ya se encuentra en Berlín, sería además imperdonable que dejase de visitar uno de los cementerios más caros a mi alma. Uno tan, pero tan particular, que está constituido por sólo dos tumbas: las de Heinrich von Kleist y Henriette Vogel, a orillas del Wannsee, en el lugar mismo que se suicidaron el autor de El cántaro roto y su intrépida compañera de aventura al Más Allá. Una vez más, tener presente la sentencia de Camus: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: es el suicidio.» Y la respuesta indirecta en un poema de Fina Marruz: «¡Debe ser una cosa terrible ser Dios! Uno tiembla/ de pensar que el que hizo los océanos insondables/ se detenga ante la libertad del hombre/ […] Pensad en su poder, y pensad luego/ en el don inaudito de nuestra libertad.» Me he recitado estos versos calladamente mirando la lápida donde reza (¡reza!) el nombre de Henriette Vogel. La cual como que no hace bulto, discretamente queda casi anónima a la derecha de la del gran romántico. Genio, macho y figura, von Kleist, hasta en la sepultura.
Y Colonia, en Alemania: Südfriedhof, el cementerio del Sur. Un área reservada a los soldados aliados caídos en 1945, durante la toma de la ciudad. La gran cruz abre sus brazos sobre un hemiciclo de pequeñas lápidas blancas verticales, con el nombre y el grado militar y los datos de su unidad. Dije lápidas y blancas, aunque no reina la unanimidad: hay en medio una cruz color siena. Acerquémonos a verla, vale la pena. Pues todas las lápidas blancas son de soldados ingleses, pero la cruz disidente designa el enterramiento de un voluntario francés que combatió en un regimiento británico. Hasta aquí llega el nacionalismo.
Y a la orilla del mar, en Westerland, en la isla alemana de Sylt, el más estremecedor de los cementerios que conozco: el de los cadáveres inidentificados que las olas del Mar del Norte arrojaron a las costas de la isla. Sobre cada tumba una cruz con el nombre de la playa y la fecha del macabro hallazgo: un memento mori que cancela toda vanidad. Muy al contrario que la solitaria tumba de Chateaubriand, vista sólo de lejos, y a la que no pude llegar por culpa de la marea alta, enclavada como está en una roca semipeninsular fuera de la rada de Saint Malo.
Y en Huelva, al suroeste de España, su cementerio alberga la tumba del mayor William Martin, el hombre que nunca existió. Un cadáver con documentación confidencial sobre los planes de un falso desembarco aliado en Grecia, llevado en submarino hasta la playa de Punta Umbría por el servicio secreto británico para despistar al Cuartel General del Führer y hacer posibles el Día D y la Hora H en la península de Normandía. A ese cadáver de un civil inglés, los maestros del espionaje le habían inventado una biografía minuciosa de correo militar personal y secreto. Un castillo de naipes que estuvo a punto de venirse abajo con el informe de la autopsia preceptiva en estos casos y practicada en Huelva por el forense de guardia. El doctor Fernández Contioso diagnosticó que el mayor William Martin murió de pulmonía y unos días antes de haberse supuestamente ahogado cuando su avión, también supuestamente, cayó al mar en el golfo de Cádiz. Pero «los planes secretos» que guardaba en su cartera, y que la policía franquista entregó al espionaje nazi, despertaron el entusiasmo estratégico de Hitler, conque no se atendió a pequeñeces tales como el dictamen de un médico de provincias. Menos mal.
Y en Sète, donde llegamos un día de albricias y fuimos al mercado y nos hicimos abrir unas ostras y compramos una botella de vino, blanco (ça va sans dire!), antes de acudir al cementerio marino de Valéry para sorber las ostras y bebernos el vino, aunque no delante de su tumba sino, muy respetuosamente, ante la de Georges Brassens, que es mucho más poeta que el otro, como su compadre, el flamenco Jacques Brel, que supo convertir en música el paisaje: «Couleur de tours, de Bruges a Gand!»
Y tierra adentro, en La Almudena (no la catedral…, o sí, la subterránea) de Madrid, esa lección de Historia que nos imparten sus mausoleos laicos: Pío Baroja, Pablo Iglesias, La Pasionaria, y por encima de todos el de don Nicolás Salmerón, que renunció a la presidencia de la 1ª República Española porque no quiso firmar unas sentencias de muerte. Por más que luego, del otro lado, nos asalte una gran congoja ante la tumba gris y descuidada de don Benito Pérez Galdós, creador y recreador de más Madriles de los que nunca puedan inventarse. Bien hacen los responsables de La Almudena (¡qué nombre tan árabe para una advocación tan mariana de los católicos!) prohibiendo fotografiar en su recinto: es el único del que no poseo ninguna imagen recogida por mi cámara, libérrima a su antojo a lo largo y a lo ancho de todos los cementerios que he ido coleccionando igual que otros acopian estampillas, o monedas, o posavasos de cerveza.
Por ejemplo, ése de Amsterdam en el que estaba seguro de que iba a encontrarme con alguna tumba sobre la que campearía la escultura de una bicicleta, ¡y claro está que la había! Y un poco más al sur, en La Haya, en el jardín aledaño de una iglesia, apartada de las demás, la sencilla tumba de Benito Baruch Spinoza, con el medallón de su pensativo rostro, y una sola palabra, en latín y en hebreo: «Caute» (Ten cuidado). ¿De qué, don Spinoza?
O por ejemplo el de la Chacarita en Buenos Aires. Era el aniversario de la muerte de Carlos Gardel. Peregrinamos hasta su mausoleo y esperamos que se consumiese el faso prendido que alguien le había colocado entre los dedos nicotinizados a la estatua del Mudo: era la tradición. Le prendimos luego uno nuevo, rito laico equiparable a las velitas que se le encienden a los santos católicos en las iglesias. Conservo una foto en la que se nos ve delante del mausoleo, y ya somos tres vidas, con nuestra hija Rebeca dilatando el vientre de su madre, quien parece oír, como yo, un lejano eco del zorzal: «nunca pensé que la vería/en un requiesca in pace/ como el de hoy»…
O por tercer ejemplo ése de Viena, con su estela en la que una pareja desnuda se abraza como en un éxtasis levitante: la Vida tomándose venganza de la Muerte, un motivo bien austriaco. Debajo, nada más que estas dos palabras: un reencuentro. Y dicho sea de paso, todo un capítulo per se: el del erotismo en la escultura funeraria. La fotógrafa alemana Isolde Ohlbaum le ha dedicado un libro espléndido, repleto de imágenes captadas por su sabia cámara en los camposantos de Milán, Zurich, Génova, Hamburgo, Francfort, Trieste, Budapest, Roma, Locarno, Munich, Verona, Udine…, algunos de los cuales he recorrido mirando con mis ojos antes de ese libro, y con los ojos de Isolde Ohlbaum después de él. Se titula Porque todo placer aspira a la Eternidad, verso hondísimo de Nietzsche, y a cada una de las fotos la flanquea un texto poético: entre ellos los hay de Bécquer, Unamuno y Gabriela Mistral.
Y como la pescadilla que se muerde la cola, regreso a Montparnasse: con una nota cómica y otra seria.
Nadie crea que no se puede ni se debe reír en un cementerio. Y hasta de buena gana. Yo mismo me he reído en éste que es el mío preferido, y es al ver una de esas casetas que las manos filantrópicas de las damas de la Asociación «Amigas de los Gatos del Cementerio de Montparnasse» han distribuido por el camposanto, con paja tibia y alimentos comm il faut para sus amadísimos felinos. Me reí porque descubrí que los gatos franceses están alfabetizados, hasta podrían leer a Cortázar (traducido, supongo). Porque ¿cómo, si no, se explica uno que las dos aberturas de cada una de estas casetas estén rotuladas, una con la palabra entrée, la otra con la palabra sortie?
Y la nota seria, de colofón: una cabeza y un brazo de un Cristo crucificado, destazados a la altura de la clavícula, roídos por el óxido, cobijan cierto sector de mi biblioteca, como si lo amparasen. Encontré ese torso un día al borde de una tumba de Montparnasse y lo puse respetuosamente sobre el travesaño de la cruz de la que se había desprendido. Varios meses después, al volver sobre nuestros pasos, seguía en el mismo lugar. Nos miramos mi mujer y yo, y sin decir palabra nos lo trajimos a casa. Le hemos dado posada en un hogar laico y agnóstico. Cuando voy a buscar un libro a su cuarto, suelo mirarlo, y en ese aleph, a veces, no siempre, se me aparecen desde Dublín a São Paulo, desde Hamburgo a San José de Costa Rica todos los aerop…, perdón: todos los cementerios donde aterricé en mi vida.
Publicado en La Jornada Semanal, el 2 de enero de 2005.