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Ricardo Bada: Nada menos que todo un Chesterton

G. K. Chesterton
Ensayos escogidos
Barcelona, Acantilado, 2017
Trad. de Miguel Temprano García
320 pp. 22 €

Recuerdo que José María Guelbenzu contó hace tiempo cómo decidió hacerse escritor luego de haber leído El hombre que fue Jueves. Pude entenderlo a cabalidad porque a mí me pasó algo de lo mismo después de leer el volumen Charlas, en Austral, que fue mi primera pero contundente lectura de un libro de Chesterton: ahí decidí que quería ser periodista y escribir en ese formato, no en cualquier otro. Aunque tanto Guelbenzu como yo tenemos muy claro que no es la obra de Chesterton una que nos haya influido, sino tan solo servido de acicate. Y fue así, en primer y principalísimo lugar, por lo mucho que tiene de estimulante la funesta manía de pensar, a la que don Gilberto era tan contagiosamente aficionado.

Andando el tiempo, he leído gran parte de la obra de Chesterton, y en algún momento descubrí lo mucho de paralelo que había, en su actitud vital, en su manera de enfrentar los temas que le acuciaban, con nuestro don Miguel de Unamuno. Además, ambos murieron el mismo año, 1936, sólo que el inglés cometió la paradoja de hacerlo seis meses antes, siendo diez años más joven que el vasco. Pero, ¡qué familiar resulta la lectura de aquél cuando uno ha sido amamantado a los pechos de las paradojas unamunianas! Casi me puedo atrever a decir que al conjunto de la obra de Chesterton le caen como hielito al whisky dos títulos paradigmáticos de la obra de don Miguel: Contra esto y aquello y Nada menos que todo un hombre.

Valgan estos dos párrafos introductorios como confesiones personales y preludio a otra de carácter más general: la de que me resulta poco menos que imposible hacer la reseña de un libro de Chesterton. Por la sencilla razón de que son tantos, y tan cualificados, los autores que se han ocupado de su obra, que uno retrocede espantado ante la responsabilidad de tener que decir algo nuevo u original acerca de la misma. Un riesgo ante el cual no retrocedía Borges, como es natural, pero con consecuencias a veces devastadoras.

Al dictar el prólogo de un libro de relatos de Chesterton dizque titulado La cruz azul, Borges debía de estar refiriéndose a El candor del padre Brown, que se abre precisamente con «La cruz azul», pero no incluye aquél del que dice Borges que si tuviese que elegir tan solo uno de dicho volumen sería «Los tres jinetes del Apocalipsis», el cual, ¡ay!, pertenece a la admirable colección titulada Las paradojas de Mr. Pond, en la que no interviene para nada el candoroso, el sabio, el incrédulo padre Brown1.

[Dicho sea de paso, nunca he sido un fan del Padre Brown, aun cuando haya gozado leyendo los cuentos que lo tienen como protagonista, pero fue por la prosa de Chesterton, no porque sean un paradigma de tramas policiales. Como botón de muestra, me basta recordar que en «El martillo de Dios» hay un martillo lanzado desde el campanario de una iglesia y que mata a la víctima, allá abajo, en el suelo, partiéndole el cráneo como un cascanueces. Convengamos en que su solución es bastante traída por los pelos, siquiera sean los de la cabeza de la víctima].

Tal era la situación de partida al enfrentarme a estos Ensayos escogidos de Chesterton, en una selección realizada por W. H. Auden. Y como hubiera sido vano (y fatuo) pretender hacer una crítica de los textos del seleccionado, me dije que mi tarea debería ser más bien un intento de análisis de la obra del seleccionador. Sobre todo porque, a mi manera de ver, entre Chesterton y Auden no se dan –o, si se dan, no lucen por su apariencia– ninguna clase de afinidades electivas.

Auden tiene tanto la elegancia como el valor necesarios para reconocer en el primer párrafo de su preámbulo: «Siempre me han gustado la poesía y las obras de ficción de Chesterton, pero tengo que admitir que cuando empecé a trabajar en esta selección llevaba mucho tiempo sin leer sus ensayos». Aduce para ello, de una parte, el antisemitismo del autor y, de la otra, que lo consideraba como un simple «periodista jocoso», autor de divertidos artículos semanales.

Lo cual es cierto: entre 1905 y 1930, todo un cuarto de siglo, Chesterton publicó más de un millar de miniensayos con una constancia ejemplar, semana a semana, en la revista Illustrated London News. Donde ya vemos que Auden se pronuncia de una manera tácita en contra del periodismo y a favor de esa otra cosa al parecer distinta que es la literatura. Una actitud de la que se resiente su selección, donde los textos periodísticos casi resplandecen por su ausencia.

Y no cabe duda de que Auden cultiva un rechazo del periodismo. En el mismo preámbulo cita a Karl Kraus («A los periodistas la fecha de entrega les sirve de estímulo: escriben peor si tienen tiempo») y deduce: «De ser cierto, Chesterton no había nacido para periodista. Sus mejores escritos y análisis se encuentran, no en sus breves artículos semanales, sino en los libros largos, donde disponía de tanto tiempo y espacio como quisiera». Y en este punto no me cabe sino discrepar, por mucha que sea la autoridad de Austen y tan poca la mía. El formato de Chesterton, aquel donde mejor se expresa, y no cansa ni ahíta, es el miniensayo de más/menos cinco páginas.

Lo anterior no es un reproche. La selección es válida a pesar de ese hándicap, y se lee con gusto porque a Chesterton le fue otorgado el don de la gracia elocuente. Pero uno se pregunta por la razón para elegir las dieciséis páginas del capítulo de un libro («Dios y la religión comparada»), con referencias continuas a otros capítulos del mismo, algo que deja a los lectores con la sensación insatisfactoria de un coitus interruptus verbal. Y este es tan solo un ejemplo.

Mejor hubiera sido seguir el método de Heinrich Böll en Mein Lesebuch [Mi libro de lecturas], cuando, «como intento de una introducción a la lectura», acogió entre las suyas predilectas «lo que Chesterton escribió acerca de Dickens de manera no convencional, no académica», y lo hizo resumiendo en ocho páginas «fragmentos de un extenso volumen», la gran biografía del autor de La pequeña Dorrit que Chesterton publicó en 1903.

Así y todo, y como ya digo, vale la pena leer este libro, aunque sólo fuese por la brillantez de los epigramas que contiene a manos llenas: «Apenas nadie repara en que la mayoría de los grandes poetas han escrito una cantidad ingente de poemas malísimos»; «Spenser o Keats parecen tener la misteriosa incapacidad de escribir mala poesía»; «Es posible que el socialismo amenace con destruir la vida doméstica, pero el que la destruye es el capitalismo. Eso sin duda es lo que significa la frase de que el capitalismo es el más práctico de los dos»; «[Al mundo] lo han empequeñecido el telégrafo y el barco de vapor; lo ha empequeñecido el telescopio; tan sólo el microscopio lo ha hecho mayor»; «Confesar la vanidad es en sí mismo un acto humilde»; y esta genialidad absoluta: «El mundo le debe a Bernard Shaw el haber combinado el ser inteligente con el ser inteligible». A veces se le escapa un involuntario autorretrato: «Todos estaremos de acuerdo en que, si la catedral de San Pablo apareciese de repente boca abajo, nos sorprendería, al menos de momento, y la observaríamos con más atención que en todos los siglos en los que ha descansado sobre sus cimientos. Pues bien, la función suprema del filósofo de lo grotesco es poner el mundo patas arriba para que podamos apreciarlo mejor». Y en otras ocasiones se le escapa un golpe bajo: «Sin duda, los goces extraordinarios se pueden pagar con una moralidad normal. Oscar Wilde afirmó que los atardeceres no se valoraban lo suficiente porque no había que pagar por ellos. Pero se equivocaba: se puede pagar no siendo como él».

Una lectura, pues, gratificante la de este libro, al que sólo puedo hacerle, aquí sí, un reproche serio, y es la ausencia de una nota editorial (que estoy seguro de que sí figura en la edición inglesa original), reseñando las fuentes de los distintos textos y sus respectivas fechas de publicación. En una selección como esta, y en una editorial como Acantilado, una nota editorial de esa clase es de recibo. Con ella podríamos datar, por ejemplo, si el texto sobre el tomismo se escribió antes o después de la conversión de Chesterton al catolicismo. Porque convertirse al catolicismo en Inglaterra es mucho más difícil que en España, donde, además, lo nacen a uno ya convertido. Y pues que estamos en eso, no descarto del todo la posibilidad de que Chesteron se convirtiera en 1922 para rizar el rizo de la paradoja: su personaje, el padre Brown, nacido para la literatura en 1910, lo habría misionado.

Coda con fe de erratas. En la página 38 se llama primero «reina Isabel» a quien luego se llamará «Elizabeth». En la página 122 aparece un «John Ball» sin que una nota al pie nos ilustre acerca de su persona y nos induzca a pensar en una errata y que se trate de «John Bull». Y en la página 165 se menciona una obra de George Bernard Shaw titulada Las armas y el hombre (cita del comienzo de la Eneida), que es la que en español conocemos como Héroes. Valgan estas tres puntualizaciones como testimonio de una atenta lectura.

Ricardo Bada es escritor y periodista. Sus últimos libros son Los mejores fandangos de la lengua castellana (Madrid, Ave del Paraíso, 2000) y Límeri de Bueno Saire (Río de Janeiro, Caki Books, 2011)

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