Ricardo Bada: ¿Quién inventa los chistes?
Años ha me llegó desde Bogotá un texto brillante, como todos los suyos, de mi colega Óscar Domínguez, muchas de cuyas greguerías hubiesen despertado la envidia de su propio creador, el madrileñísimo Ramón Gómez de la Serna. En ese texto que iluminó de pronto mi pantalla y la convirtió en una especie de lámpara de Aladino, mi colega se preguntaba que quién inventa los chistes. Y la verdad es que no tuvo respuesta para ello. Sólo una muy general, en el primer párrafo, cuando dijo que “quienes inventan los chistes son Fulanos de Tal hechos para el anonimato. La publicidad no es su fuerte. Libretistas desconocidos del buen humor, no andan detrás del pedestal que perpetúa genios o ingenios. El olvidato es su hábitat”.
Puedo coincidir con él en casi todo lo que encierra esa frase, pero desde una perspectiva que no es la suya. Porque yo sí creo saber dónde se originan los chistes, al menos los mejores, y sobre todo los políticos. Para mí no es un secreto que todos esos chistes se originan en una de las oficinas más secretas de la policía. Sí, sí, no se asombren, el chiste es uno de los rubros más rentables de los presupuestos estatales. Y les voy a explicar el porqué.
Hace ya miles de años que los gobernantes descubrieron el valor del humor como válvula de escape de los pueblos descontentos. Y si hay alguna verdad que no admita recortes es que no existió ni existe en ningún lugar del mundo, bajo ningún régimen, sea de la clase que sea, un pueblo entero contento con sus gobernantes. Cosa distinta es que haya capas de la población que los acepten, o porque coinciden con sus intereses, o sencillamente como mal menor. Les desafío a que me pongan un ejemplo que contradiga lo que acabo de afirmar.
Pues bien: sabiendo la clase política que ello es así, resulta natural que en algún momento lejanísimo de la Historia haya pensado en la válvula de escape que es el humor, y en valerse de ella para descongestionar el descontento del pueblo. Nada más sencillo entonces que reclutar entre la población a los ciudadanos de más chispa y mayor gracejo en la invención verbal. Una vez reclutados se les garantiza un buen sueldo estatal por no hacer otra cosa que inventar chistes y ponerlos en circulación, con la absoluta anuencia y la garantía de una perfecta impunidad por parte del mismo Estado que les paga por ridiculizarlo.
¿Se han escuchado alguna vez en España más chistes antifranquistas que en los tiempos del general Franco? Yo mismo los ha contado en público en los peores tiempos de aquél régimen inferiocre, algunos de ellos hasta imitando la vocecita anticarismática del tétrico general. Los he contado incluso delante de funcionarios de su policía secreta, que era una de las menos secretas que jamás hayan existido. Nunca me pasó nada, nadie me llamó nunca la atención, todos se rieron, hasta los policías… aunque sus risas no me parecieron jamás sinceras: de acuerdo con mi teoría, ellos ya conocían esos chistes, y uno de sus cometidos era que circulasen cuanto más mejor, para que la válvula de escape estuviese siempre activa.
Ya sé que al principio esta idea que acabo de exponerles les ha de parecer aventurada, o quizás nada más que una broma. Pero piénsenla despacito. A lo mejor me dan la razón. Y como es lógico, este posting de hoy no puede terminar sin un chiste.
Un matrimonio duerme y el teléfono empieza a repiquetear insistentemente en medio de la noche. Finalmente el marido descuelga, escucha y responde adormilado: “Mire, eso es mejor que lo averigüe en la comandancia de marina”. Cuelga el teléfono y la esposa le pregunta entre bostezos: “¿Quién era?”. A lo que el marido contesta: “Bah, un pelotudo que quería saber si hay moros en la costa”.