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Ricardo Bada: Recordando a Mario Benedetti

El 14 de septiembre de 1920 nació en Paso de los Toros, Uruguay, Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia. Ese nombre se abrevió en portadas de libros y ahora representa a un poeta adorado por sus lectores. Quién mejor que un amigo para evocarlo cuando en toda Hispanoamérica ya se celebra su centenario.


Lejos de Ámsterdam, donde me encontraba, y adonde desde California nos llegó la noticia aciaga de la muerte de nuestro amigo Mario, lejos —pues— del teclado con que escribo estas líneas, una máquina de escribir electrónica aguardaba ser usada por primera vez un día de octubre de hace ya muchos años. La había comprado justo antes de viajar a Fráncfort para entrevistar a Mario Benedetti. Y el caso es que Mario tenía un par de días libres, así es que lo invité a Colonia, donde vivían algunos personajes de su última novela publicada entonces: Primavera con una esquina rota.

Mario estaba literalmente harto de la persecución a que lo sometía la intelligentsia española, que no le daba tregua ni cuartel. Hablamos largamente de ello en el tren, entre Fráncfort y Colonia, y en casa, antes de irnos a dormir. Cuando me levanté, muy temprano, lo descubrí en mi despacho. Él, que en Madrid tenía una igual, fue quien estrenó mi nueva máquina, esa mañana, con su sonada renuncia a seguir publicando en El País madrileño.

[Sonada también, en ese mismo diario, la única polémica de altura en los últimos tiempos en nuestro idioma, allá por 1984, entre Benedetti y Vargas Llosa, ambos respetándose de una manera caballerosa, argumentando de manera objetiva, no ad hominem —que suele ser lo normal en nuestro ámbito—. Polémica que cerró Benedetti diciéndo de su tocayo: “Afortunadamente, la obra de Vargas Llosa está netamente situada a la izquierda de su autor”].

¿Qué tenía —y lo que es peor: qué sigue teniendo, aunque ahora, ya, en sordina— la intelligentsia española (la inteligencia, a secas, escasea allá) en contra de Benedetti? Porque en España, es harta la gente que lo mantiene encasillado en un Index tan feroz como el de la Iglesia católica en su día. ¿Por qué?

Entendería que hablasen mal de él como escritor porque no les gustase su escritura: no tenía por qué gustarles. Pero hablaban mal de él, como escritor, con auténtico encarnizamiento. Incluso gente por lo demás muy comedida y respetuosa con el resto del género humano, pero no con este polígrafo oriental (uruguayos sólo son los futbolistas, argüía Borges).

Analizando el tema llegué a dos explicaciones. La primera: porque su poesía goza de un éxito de público sin precedente desde los tiempos de Neruda y los Veinte poemas de amor y una canción desesperada. La segunda: porque pese a todos los pesares jamás dejó de defender a la Revolución cubana. Hay cosas imperdonables, y lo que menos se perdonan los nuevos españoles —europeos ahora en su propia homologación, simples rastacueros según la mía— es haberse convertido de Saulo en Paulo, y constatar que seguía y sigue habiendo quienes se niegan a hacerlo. Y a quienes, para colmo, la juventud los lee como los leyeron sus padres e incluso sus abuelos. Entonces, se lo cobran en forma de ninguneo y, en el caso de Benedetti, hasta ahora con saña.

Con saña, porque ¿cómo ningunear una carrera literaria de sesenta años largos? ¿Cómo ningunear más de una larga docena de volúmenes de cuentos, muchos de ellos antológicos; varios dramas; una decena de novelas (donde además de La tregua brillan con brillo propio Gracias por el fuegoLa borra del café y El cumpleaños de Juan Ángel); los centones de sus artículos de prensa y numerosos ensayos, como El país de la cola de paja, perfectamente autónomos y orgánicos, y aún muy válidos, con títulos que son toda una declaración de principios: Cultura entre dos fuegosSubdesarrollo y letras de osadíaLa cultura, ese blanco móvil; y en fin, last but not least, una casi inacabable lista de libros de poesía, con hitos tales como Poemas de la oficinaViento del exilioEl olvido está lleno de memoria, y ese Testigo de uno mismo publicado en Montevideo pocos meses antes de su muerte? A qué seguir…

Fotografía de Elisa Cabot, bajo licencia de Creative Commons.

 

Sesenta años largos, porque fue en 1945 cuando Benedetti publicó su primer libro de poemas, La víspera indeleble, aunque el volumen jamás se ha vuelto a editar, y parecería mejor datar el comienzo de esa carrera en 1948, cuando aparece su primera obra ensayística, Peripecia y novela, a la que sigue en 1949 su primer libro de cuentos, Esta mañana. Diez años más tarde, otro volumen de cuentos, Montevideanos, significa su consagración. Y en 1960, con La tregua, Benedetti se da a conocer —¡y de qué modo!— más allá de las fronteras de su país: esta novela breve alcanzó más de cien ediciones, siendo traducida a diecinueve idiomas, y adaptada al cine, al teatro, la radio y la TV. Recuerdo que un día, platicando con Mutis, le pregunté por Mario, y Álvaro silabeó con admirada envidia: “Ese comunista que me robó La tregua…”. Y sí, porque ¿qué escritor que la haya leído no hubiera deseado ser el artífice de tal joya?

[La versión cinematográfica fue nominada para el Oscar al mejor film extranjero de 1974. Perdió, a mi juicio por otros criterios que la película misma, pero perdió con honor; como la Armada Invencible contra los elementos, La tregua contra un Fellini: Amarcord].

La noche del domingo 17 de mayo del 2009 me llegó la noticia de su muerte por un colega argentino que vive en California. No por lo ya esperada nos conmovió menos. Mario era un amigo muy querido en la casa de los Bada, donde fue nuestro huésped. Así es que al volver a escribir acerca de él, en el centenario de su nacimiento, con tal de no echarme a llorar no he podido hacer otra cosa sino repetir los lugares comunes.

Para terminar, y para evidenciar la popularidad de Benedetti entre el público lector, recordaré a título anecdótico que en el Madrid de los ochenta había una call girl, Sandra, que se anunciaba con un endecasílabo suyo: “Mi táctica es quedarme en tu recuerdo”. Lo he contado con pormenores en estas mismas páginas, hace algunos años, en mi artículo La pequeña inmortalidad”.

Y sí, Mario, esa era tu táctica indubitable… pese a que el tercero de los nombres que recibiste en la pila del bautismo fue Hamlet. Una táctica harto exitosa, por cierto, puesto que te has quedado para siempre en nuestra memoria. De mis imborrables recuerdos de tu persona selecciono este:

Parafraseando a Machado, “una reunión de intelectuales alemanes es algo perfectamente serio”. Y en verdad en verdad os digo que es difícil, muy difícil, imaginarse algo más serio que una reunión de intelectuales alemanes. Pero extrememos la dificultad. Retrocedamos al verano de 1986, se celebra en Berlín un congreso dedicado a América Latina y se reúnen allá algunos invitados latinoamericanos de fuste: el uruguayo Mario Benedetti, el colombiano Luis Fayad, los chilenos Hernán Valdés y Antonio Skármeta…

Al concluir el acto inaugural, con una honda reflexión de Benedetti, los intelectuales alemanes presentes, quienes además de estar presentes son solidarios con la desgraciada suerte de nuestro continente, proponen que continúe el coloquio alrededor de una mesa en el Vieux Carré, un renombrado restaurante con terraza en la Plaza Savigny: lisa y llanamente, lo que proponen es que cenemos allí al aire libre, debajo de una de las pérgolas, debatiendo los temas del congreso.

Y allá nos fuimos todos. Yo en el carro de la joven y exquisita poeta boliviana Martha Gantier Balderrama, quien esa noche estival berlinesa se (y me) preguntaba angustiada por qué no se conoce a Bolivia en el concierto de las naciones literarias. Le hablé de Pedro Shimose y algo pude consolarla.

Ya estamos en el Vieux Carré cuando llega Mario Benedetti, me agarra de un brazo, me lleva aparte, mira nervioso el reloj y me dice en voz baja: “Vos que sos baqueano por estos pagos, tratá de que la cena no se alargue, mirá que esta noche es el Inglaterra-Argentina”.

¡Madre de Dios! O mejor: Nossa!, como dicen los brasileños, ¡qué tarea! Trato de encajarle el muerto a Skármeta, que era berlinés de residencia, pero el que fue arquero de un equipo juvenil en sus años mozos me aseguró con una desarmante irresponsabilidad que no habría problemas. ¿Que no habrá problemas? Pero Antonio, que son intelectuales alemanes comprometidos y solidarios, ¿cómo carajo les digo que su venerado Benedetti quiere comer pronto para no perderse un partido de fútbol, para más inri televisado desde el lejano México?

Entretanto los camareros han ido juntando mesas y los intelectuales alemanes que nos escoltan han ido repartiendo estratégicamente entre ellos a la minoría hispánica (para que nadie se pierda su tajada de solidaridad). El azar dispone que Mario y yo quedemos frente a frente, nada menos que en el puro centro del rectángulo y habiendo pegado la hebra con el fútbol, para más inri añadido. “Nuestros” intelectuales alemanes, que saben todos español, y algunos de ellos hasta lo chapurrean decentemente, sintonizan la oreja en la longitud de onda de nuestro diálogo.

Y como es inevitable entre un uruguayo y un español, hablando de fútbol tiene que salir a relucir aquel 2:2 de São Paulo en el Mundial del 50, cuando España iba ganando 2:1 y de repente vino un cañonazo de Obdulio, desde media cancha, agarró a Ramallets a contrapié, y se produjo el empate. Y luego ya se sabe, Brasil goleando a Suecia (7:1) y a España (6:1), y el Paisito, como ellos lo llaman, ganándole a Suecia (3:2) y llegando a la final histórica del 16 de julio, en un Maracaná enfervorizado porque al Brasil le bastaba empatar para proclamarse campeón del mundo.

1950 fue la única vez en la historia de los mundiales que los cuatro finalistas se enfrentaron por el sistema de liguilla, todos vs. todos, pero “contra el destino nadie la talla”, y el destino se empeñó en que hubiera una final con todas las de la ley. Una durante la cual Brasil fue campeón a lo largo de los primeros 46 minutos (0:0), lo fue mucho más cuando Friaça anotó en el minuto 47 (1:0), lo siguió siendo cuando el gol de Schiaffino (1:1) en el minuto 66, y lo era todavía cuando iban 78 minutos de partido. Y llegó el minuto 79 y el gol de Ghiggia (1:2) y Maracaná enmudeció, y siguió mudo cuando Mr. Reader pitó el final del encuentro. Sólo salió del silencio para aplaudir deportivamente a los once charrúas que daban la vuelta de honor enarbolando el capitán, Obdulio, la Copa Jules Rimet, como se llamaba por aquellas calendas.

“¿Serías capaz de acordarte de la alineación de ‘la furia española’ de entonces?” me preguntó Mario. Le respondí sin titubeos: “Ramallets; Gabriel Alonso, Parra, Gonzalvo II; Gonzalvo III, Puchades; Basora, Igoa, Zarra, Panizo y Gaínza”. Y Mario me replicó recitándome, casi como si fuese un poema suyo, el once de la celeste del maracanazo: “Máspoli; Matías González, Tejera, Gambetta; Obdulio Varela y ‘el Negro Andrade’; Ghiggia, Julio Pérez, Míguez, Schiaffino y Morán”. Y para más inri, minutos más tarde, me narra todos los pormenores de un vicegol de Pelé que presenció una vez. Porque quienes amamos el futbol de a deveras también recordamos los vicegoles.

Los intelectuales alemanes que nos rodean han renunciado hace rato a que la conversación se desvíe hacia temas serios, y su interna solidaridad irrestricta se resquebraja a ojos vista. Pedimos la cuenta, se hacen las divisiones correspondientes, nos vamos, queda una hora antes de que dé comienzo el Inglaterra–Argentina. Ya a la salida, de nuevo, la angustia de la hermosa Martha: «¿Y Bolivia, Ricardo?» También sin titubeos le contesto: «Perdió contra el Uruguay, por 8:0». ¡Ay Mario, lo que son los tiempos! 44 años después, en 1994, Bolivia fue justamente la que impidió que la celeste acudiese al Mundial de los Estados Unidos. «Fiera venganza la del Tiempo» (que suena como si fuese de Quevedo, pero vos, Mario, sabés que es de Discépolo).

 

Ricardo Bada
Escritor y periodista, residente en Alemania desde 1963. Editor en ese país de la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Cela, y autor de Don Enrique, la única antología integral en castellano de la obra de Heinrich Böll.

 

 

 

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