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Ricardo Bada: Releyendo a George Steiner

 

Doy por sentado que estamos de acuerdo en que George Steiner es uno de los pensadores contemporáneos más fecundos y más profundos que se hayan dedicado a meditar sobre la literatura. Recuerdo todavía el deslumbramiento que sentí al leer, en su libro Lenguaje y silencio, la siguiente agudísima observación: «no necesitamos creer que Homero fuese un hombre ilustrado. Pudo haberle dictado a un escriba. Por cierto,» (añade Steiner) «me atrevería a asegurar que la antigua y persistente tradición de su ceguera está relacionada con este punto».

Leer ésto fue una revelación para mí, una iluminación a giorno: Homero no habría sido ciego sino, lisa y llanamente, analfabeto. Por epifanías como esta es por lo que vale la pena hincar los codos y engolfarse en los textos de Steiner.

Porque la verdad es que para quienes somos muy cerrados de mollera y tenemos miles de dificultades al enfrentarnos con textos filosóficos o de pensamiento, la lectura de George Steiner es una delicia y un tormento. Una delicia cuando lo podemos seguir sin problemas, un tormento cuando nos encontramos con un obstáculo que le propina toda clase de zancadillas a nuestras pequeñasqué digo pequeñas, ¡diminutas, minúsculas, pigmeas, liliputienses, microscópicas!células grises.

Ahora acabo de terminar una demorada, gozosa relectura de otro de los grandes libros de Steiner, el que dedicó a la traducción, titulado Después de Babel. Y en él encuentro, al cabo de veinte años de no haber vuelto a fatigar sus páginas (como nos enseñó a decir Borges), una inmensa cantidad de sugerencias y estímulos que recompensan con creces las horas perdidas en la lectura de tanta basura como la profesión y sus obligaciones nos hacen consumir a diario.

Por ejemplo, esta reflexión que paradójicamente le da la vuelta del calcetín a la proverbial expresión italiana «traduttore, traditore» dejándola sin embargo vigente, pero de un modo insólito. Dice Steiner: «La necesidad psíquica de particularidad […] es tan intensa que, desde los orígenes de la historia hasta hace muy poco, ha prevalecido sobre las ventajas materiales espectaculares de la comprensión mutua y de la unidad lingüística. En este sentido, el mito de Babel es (…) un ejemplo de inversión simbólica: la humanidad no fue destruida cuando se dispersó entre las lenguas; por el contrario, fue esa dispersión la que salvaguardó su vitalidad y su fuerza creadora. Por eso mismo, todo acto de traducción, en especial cuando lo corona el éxito, comporta una dosis de traición. Los sueños largamente acariciados, los módulos que definen la vida, han sido obligados a pasar al otro lado de la frontera».

Unas ochenta páginas más adelante, Steiner precisa, y relativiza, al menos lingüísticamente: «La existencia en el marco de la Historia, la aspiración a una identidad reconocible separada (estilo), se basan en las relaciones con otras estructuras articuladas. La traducción es la más gráfica de tales relaciones. [] Cuando queda por debajo del original, la traducción digna de ese nombre subraya las virtudes intrínsecas del original. [] Cuando sobrepasa al original, la verdadera traducción permite deducir que el texto–fuente encierra un potencial de reservas esenciales, de las que no es consciente ni él mismo». Y pone el ejemplo egregio de Paul Celan traduciendo la Salomé, de Apollinaire, como yo pondría el de una novela menor –Las minas del rey Salomón, de Rider Haggard– convertida en mayor, en portugués, gracias a la traducción de Eça de Queiroz.

En cierto sentido, estas dos citas de Steiner suponen una certificación de la frase que se suele atribuir a Tolstoi, según la cual para ser universal el escritor tiene que hablar de su aldea. Lo malo es, claro está, que si no existieran esos traidores llamados traductores, nunca hubiésemos sabido que Tolstoi dijo semejante cosa.

Es más: si no existiera un excelente traductor y escritor mexicano llamado Adolfo Castañón, que se metió entre pecho y espalda la hercúlea tarea de traducirnos al castellano el libro de Steiner, tampoco hubiésemos tenido acceso al pensamiento suyo. A no ser que aprendiésemos inglés, que al paso que vamos parecería ser el idioma materno de Dios. Y una vez más estaríamos, entonces, caminando paso a paso para ponernos en la cola e ingresar en la infinita espiral ascendente de la torre de Babel, de acuerdo con la interpretación tradicional del mito. Hay otras.

 

 

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