Ricardo Bada: Turguéniev y su amigo Flaubert
Al saber que pensaba dedicarle un artículo a Turguéniev, de cara al bicentario de su nacimiento, un amigo colombiano me llamó la atención sobre el hecho de que su vida presenta no pocos paralelos con la de Carlos Marx. Ambos nacieron y murieron en los mismos años, 1818 y 1883, ambos participaron en la revolución de 1848, y ambos estudiaron en la Universidad de Berlín más o menos al mismo tiempo. Incluso se da el caso de que ambos tuvieron hijos ilegítimos con una sirvienta. Pero no me ocuparé del tema porque hay un ensayo sumamente esclarecedor acerca del mismo, que puede leerse aquí.
Turguéniev es, entre los grandes escritores rusos del siglo XIX, el más europeo de todos ellos, y justamente por eso tal vez el menos reconocido en su talento: de los rusos se espera que escriban de una cierta manera, y no como un francés o un portugués. A título personal debo reconocer desde el vamos que su obra siempre me interesó menos que las de Puschkin, Gogol, Dostoievski, Tolstoi, Chéjov… a excepción de una obra de teatro suya que me parece espléndida: Un mes en el campo.
Es más, también debo reconocer que mi aproximación a Turguéniev se produjo por una parte a causa del gran entusiasmo que le suscitaba a Flaubert, y por la otra debido a su relación con la cantante española Paulina García de Viardot, hermana de la legendaria María Malibrán y una leyenda ella misma, como cantante, profesora de canto, compositora y mecenas de no pocos músicos que le deben el primer empujón a la fama. Turguéniev se enamoró perdidamente de ella, después de verla y oírla en escena, en San Petersburgo, y ella fue el motivo principal de que acabara yéndose a vivir a París, o mejor dicho a las afueras, a Bougival, donde poseía una casa hoy convertida en museo.
[Allá por 1993, un día, en París, el filósofo peruano Fernando Carvallo nos llevó de excursión a los alrededores de la ciudad, y ese día conocimos la casa–museo de Stéphane Mallarmé, que se había inaugurado el año anterior, con un jardín como de cuento de hadas, en Vulaines–sur–Seine, y la de Turguéniev en Bougival, y aún recuerdo cómo Fernando hizo cuestión de honor sentarse a la mesa escritorio del autor, mientras yo —apostado en la puerta— vigilaba la aparición de algún celador].
La vida de Turguéniev incluye una gran variedad de registros. Era el vástago de una familia rica y con siervos de la gleba, que con su literatura contribuyó a que desapareciese como institución casi innata de la vida rusa. Quedó huérfano de padre muy joven y a merced de su despótica madre, una mujer que parecía salida de una pesadilla de Shakespeare. Estudió en las universidades de San Petersburgo, de Moscú y de Berlín. Su primer acercamiento a la literatura pasa por el teatro, escribiendo cinco obras antes de que en 1852 diese a la imprenta Diario de un cazador, que cimentaría su fama. Mantuvo contactos con Dostoievski y Tolstoi, que terminaron de mala manera (con Tolstoi llegaron a retarse mutuamente a un duelo y Dostoievski lo caricaturizó en el personaje del novelista Karmazinov, de Los endemoniados), aun cuando hubo reconciliación final con ambos, pasados los años. Padeció con la censura a causa de su necrológica de Gogol, autor al que idolatraba. Y produjo media docena de obras maestras mucho más apreciadas fuera que dentro de su propio país: Nido de nobles, Primer amor, Padres e hijos, Humo, El rey Lear de la estepa y Aguas primaverales, amén del drama que mencioné más arriba.
Dejo constancia de que a su muerte, y por las razones que fuere, se pesó el cerebro de Turguéniev: 2.021 gr, siendo así que el promedio general suele ser del orden de los 1.400 gr. Pero no me atrevo a extraer del dato ninguna consecuencia, ni siquiera irónica.
No es Turguéniev un autor al que se vuelva, que se relea, al menos en mi caso y creo que en el de una inmensa mayoría de lectores. Por lo mismo no deja de ser sorprendente que en la Biblia del cinéfilo, la Internet Movie Database, estén consignadas nada menos que 119 adaptaciones de obras suyas a la pantalla grande y a la chica, y ello desde fecha tan temprana como 1910. (Dicho sea de paso, los grandes autores rusos se cuentan entre los más favorecidos por el cine y la TV: Internet Movie Database documenta 198 adaptaciones de obras de Tolstoi y 245 de obras de Dostoievski. Ninguno le hace sombra a Dickens, 383 adaptaciones, pero a don Charles le beneficia de manera imposible de no ver el hecho de que su obra está escrita en inglés, el idioma de Hollywood).
* * *
Regreso al punto de partida, mi acercamiento a Turguéniev gracias a mis lecturas de Flaubert. En su correspondencia hay no pocas referencias a él. A principios de noviembre de 1866 le escribe a George Sand: “Antier y ayer he cenado con Turguéniev. Este hombre, incluso conversando, es de una plasticidad tan poderosa, tan hermosa, que me ha mostrado a George Sand, cómo se asomaba a un balcón del palacio de la señora Viardot en Rosay. Debajo de la torrecilla había un foso, en ese foso un bote, y Turguéniev, sentado en la bancada de ese bote, la observaba desde abajo. Los rayos del sol poniente caían en su pelo negro”. El 30.4.1870 al propio Turguéniev: “Bien puedo decir que mi única buena vivencia desde hace mucho tiempo ha sido su visita, demasiado corta. ¿Por qué vivimos tan lejos el uno del otro? Usted, creo, es la única persona con quien me agrada conversar”. A George Sand el 3.4.1876: “¡Qué dificil es entenderse! Hay pues dos hombres a quienes profeso afecto y a quienes considero verdaderos artistas: Turguéniev y Zola. Lo que no impide que no admiren la prosa de Chateaubriand y aún menos la de Gautier. Frases que a mí me arrebatan de entusiasmo, a ellos les parecen vacuas. ¿Quién está equivocado? ¿Y cómo va a gustarle uno al público cuando quienes te son más próximos están tan lejos? Todo esto me pone muy triste. No se ría”. A Guy de Maupassant el 22.1.1879: “El pobre Turguéniev se encuentra de nuevo paralizado por la gota. Visítelo, le dará una alegría”. A su sobrina Carolina el 10.5.1879: “Turguéniev parece satisfecho con mis tres capítulos [de Bouvard et Pécuchet], pero estoy tan abatido por la falta de dinero que sólo con un esfuerzo puedo pensar en la literatura”. Al propio Turguéniev el 9.8.1879: “Por fin tengo noticias suyas, mi querido buen viejo. ¿Conque se aburre soberanamente? Pues yo prefiero el estado letrinoso de su alma al gotoso de su cuerpo”. Otra vez a Turguéniev, el 21.10.1880: “Gracias por haberme dado a leer el libro de Tolstoi [Guerra y paz]. Es una obra de un rango superlativo. Encuentro que a veces tiene un aliento shakesperiano. Cuénteme acerca del autor. ¿Es su primer libro?”. Y de nuevo a Turguéniev, el 4.3.1880: “Leí Naná [de Émile Zola] de un tirón y me parece que usted es un poco duro con esta obra. Tiene momentos muy poderosos, formidables gritos de pasión, y uno o dos personajes (entre ellos el de la Mignon) que me han encantado”.
La anterior es tan sólo una pequeña muestra de la presencia de su amigo ruso en el epistolario de Flaubert. Debe considerarse como una especie de entremeses —hors–d‘œuvre, habría que decir en este caso— antes del plato fuerte, con el que cierro este artículo, y es mi traducción íntegra de la carta que le escribió desde su retiro de Croisset, a la orilla del Sena, en la mañana del domingo 27.4.1879; una carta que es un prodigio de elocuencia y de sencillez:
“No, no le regaño, pero si usted supiera la pena espiritual que me causa, tendría remordimientos de conciencia.
Sus fundamentaciones, mi querido amigo, me parecen grotescas. A mí me parece, por ejemplo, que el joven Viardot puede tocar el violín sin que usted esté presente ni que su compañía le sea imprescindible.
Le transmito las maldiciones de mi cocinera dirigidas contra usted.
Hablando abiertamente, y en proporción a mis tiernos sentimientos hacia usted, usted es harto inamistoso conmigo, lo que quiere decir mucho. Durante meses me promete su visita, pero nunca cumple su promesa, porque apenas ha llegado y uno cree tenerle por fin en casa, cuando raudo se va de nuevo. ¡No, no, eso no es agradable!
No sé qué es lo que se acordó durante la sardanapálica comida en lo de [Émile] Zola. Pero como tan sólo dispongo de una sirvienta, esta mujer no puede cocinar y servir una comida para seis personas, mi buen amigo. Estoy obligado (!!!) a recibir a mis amigos uno después del otro y no a todos de una vez.
Y entonces ¿qué?, tal vez no ha entendido usted, mi querido y viejo amigo, que mi alegría se empañaría si le viera llegar en compañía de otros. […] ¡Cielo santo! Pero usted es un hombre “de diversiones”, tiene usted todos los vicios.
Abreviando: haga como le parezca. Venga cuando se haya librado de todos sus compromisos, y no me atormente más anunciándome alegrías que no se cumplen.
Tras de lo cual le abrazo, querido amigo. Su viejo y ofendido G.Fl.”.
Ricardo Bada
Escritor y periodista, residente en Alemania desde 1963. Editor en ese país de la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Cela, y autor de Don Enrique, la única antología integral en castellano de la obra de Heinrich Böll.