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Ricardo Bada: Un Dostoievski distinto

Hoy es el bicentenario de Dostoievski. Para conmemorar el nacimiento de tal luminaria de la literatura universal, el siguiente ensayo nos regala un descubrimiento insólito: el humor y la celebración de la vida, que se asoman en ciertos rincones de su obra.

 


De cara a la escritura de este artículo me puse a releer el formidable volumen donde se recoge la colección de textos que Gide escribió sobre Dostoievski. En el primer ensayo, dedicado a su correspondencia, Gide cita esta frase del ruso: “Si voy al infierno estoy seguro de que me condenarán a escribir una docena de cartas todos los días”. Y comenta Gide: “Si no me equivoco, este es el único rasgo de humor que se puede leer en este sombrío libro”.

Cierto: el humor brilla por su ausencia tanto en la prosa como en el repertorio humano de Dostoievski, un mundo habitado por personajes sórdidos, amargados, atormentados, “humillados y ofendidos”, putañeros, criminales, hiperestésicos, místicos, alguno hasta semeja algo así como un oxímoron de carne y hueso. Ni siquiera sus niños, aunque despiertan la ternura del lector, le hacen sonreír. Más bien llorar. Quien no haya llorado leyendo la muerte de Aliosha en Los hermanos Karamazov mejor es que se limite a leer a Paolo Coelho.

Sorpresa grande, pues, este librito de Dostoievki, El pequeño héroe, en la colección Penguin en alemán, hospedada en el acogedor hogar de la gran editorial muniquesa Manese. Son tres cuentos, de respectivamente 27, 78 y 77 páginas cada uno, el primero de 1846, siendo asimismo el primero de sus cuentos publicados; el segundo de 1876, cinco años antes de morir; y el tercero de 1849, mientras esperaba preso la sentencia en el juicio donde le acusaban de haber conspirado, con otros miembros del círculo liberal Petrachevski, contra la vida del Zar Nicolás I. Los tres son preciosos, pero sobre todo este último, que le da título al volumen, es una joya.

Me concentraré en el primero y el tercero, porque el segundo pertenece a otro periodo de la vida y la obra del gran ruso, y porque en él falta ese elemento del humor que Gide echaba de menos en la correspondencia de Dostoievski. En este “cuento fantástico” (así lo subtitula el autor) y que al parecer ha sido traducido al español como “La sumisa”, lo fantástico brilla por su ausencia, y en cambio, 27 años más tarde del día de la ejecución de la pena de muerte contra Dostoievski, su recuerdo sigue ahí, aunque el narrador trate de disimularlo con un “al parecer”: “Al parecer, en su última noche, los condenados a muerte duermen de un modo especialmente profundo”.

Recordemos que el 22 de diciembre de 1849, Dostoievski fue conducido al paredón del patio de la fortaleza de San Pedro y San Pablo, en la actual San Petersburgo, donde lo embutieron en una especie de saco de color blanco que cubría desde su cabeza hasta más abajo de la cintura, y el oficial que mandaba el pelotón de fusilamiento dio la orden de “¡Apunten… armas!”, pero antes de ordenar “¡Fuego!” llegó un emisario del Zar que conmutaba la pena de muerte por cinco años de trabajos forzados en Siberia. Creo que es un caso único en los anales de la Literatura Universal. Imaginémosla sin Crimen y castigo, sin Los demonios, sin Los hermanos Karamazov… Pero no, no, mejor ni imaginarlo.

* * *

En 1846 se publica el primer cuento de Dostoievski, titulado “Una novela en nueve cartas”, título que más bien hay que tomar con pinzas porque ya dije que tan sólo tiene 27 páginas. Creo posible que sea un guiño al lector, ya que ese mismo año el autor había publicado su también primera novela, Pobres gentes, asimismo epistolar. Es un cuento basado en nueve cartas que intercambian Pjotr Ivanych e Iván Petrovich, lo que ya es un juego de palabras, como si dijéramos Ramiro Rodríguez y Rodrigo Ramírez. Y lo que se escriben los señores Ivanych y Petrovich se lee con una sonrisa que no decae un solo momento, y que incluso en determinados pasajes provoca una franca carcajada. Sus cartas, el lenguaje que usan, los desenmascaran…, más: los ponen en cueros vivos ante sus lectores, quienes gracias a Dostoievski conocemos esas cartas.

Me recuerda mucho el método que, andando el tiempo, usará Galdós para presentarnos sus personajes ensotanados y empurpurados. Galdós no pierde el tiempo atacando a la iglesia, se limita a llevar al papel el discurso hipócrita y untuoso que usan los curas para dirigirse a sus interlocutores. Repasen en Fortunata y Jacinta los diálogos de Fortunata con Nicolás Rubín, el hermano sacerdote de Maxi, y al final tendrán que reírse ante tanta desfachatez y tanta mendacidad, y decirse lo que debía decirse don Benito al escribir esos diálogos: “Por la boca muere el pez”. La iglesia española nunca se lo perdonó. Y este es sólo un ejemplo de los muchos que aparecen en la obra galdosiana.

Bastante de lo mismo hace Dostoievski en “Una novela en nueve cartas”, donde en el fondo se trata de una minucia, de una futesa, que los señores Ivanych y Petrovich van agrandando de carta en carta hasta que al final terminan mentándose entre líneas las respectivas madres y haciendo bueno el dicho alemán de que hay quienes convierten una pulga en un elefante. Y al revés, porque en una de esas cartas el señor Ivanych le dice al señor Petrovich: “Mi mujer le devuelve a su esposa, agradecida, el librito que olvidó en nuestra casa, Don Quijote de la Mancha”. ¡¡Don Quijote… un librito!! ¡Caray con Dostoievski! ¿No era así que se trataba de alguien sin sentido del humor?

* * *

Dejé constancia del hecho en mi diario: “Le hinqué el diente al cuento ‘Un pequeño héroe’, de Dostoievski, y me llevo la sorpresa del siglo. ¡Este no es mi Dostoievski que me l’han cambiao! ¡Si parece Alfred de Musset!”. ¡Y tanto!

El narrador es una persona adulta que rememora un episodio de su infancia, cuando tenía “once años escasos”. Va a pasar una temporada en una quinta de la periferia de Moscú, una de esas mansiones donde había más sirvientes que invitados, y no eran estos precisamente pocos. El onceañero se enamora perdidamente de Madame M., Natalie, una invitada que llega a la quinta sin su marido. El adulto recuerda los sentimientos del niño que fue:

Nunca en mi vida habría preferido unos ojos negros a esos ojos azules y chispeantes, ni siquiera si hubieran sido más negros que la más negra mirada andaluza, y ciertamente mi belleza rubia no era en absoluto inferior a la de aquella famosa morena, cantada por un célebre y distinguido poeta que, además, juraba en sus excelentes poemas, ante toda Castilla, que estaría dispuesto a que le rompieran todos los huesos si le dejaban tocar la mantilla de su hermosa aunque fuera una sola vez, aunque sólo fuera con la punta de los dedos.

¡Musset, me dije! Claro, es una paráfrasis del poema “L´Andalouse”, la quinta estrofa:

¡Bendito Dios! Cuando brillan sus ojos
bajo los flecos de su redecilla,
sólo por poder tocar su mantilla
uno se haría romper los huesos
por todos los santos de Castilla.

Ese poema donde para rimar con “la belle nuit d’eté [la hermosa noche de verano]” le encajó dos acentos al inocente río Guadalete: “De Tolose au Guadalété”. Ay.

El marido, que llega a los pocos días, es un celoso increíble, pero, dice el adulto que narra, no porque amase a su mujer, sino por lo que se amaba a sí mismo. Y el adulto no olvida ni un solo detalle de aquella representación teatral en una sala de la mansión y cómo es que cuando él llega ya están todos los asientos ocupados, y al darse cuenta la bella Madame M. de que el niño asiste de pie a la función, lo llama con un gesto y lo sienta en su regazo. Algo así no se olvida jamás.

Entretanto el niño sospecha que Madame M. tiene un amante, y una mañana la sigue al salir ella a pasear por un bosque cercano, y descubre que allí se encuentra con su galán, al que todos hacen desde el día anterior camino de Odessa. Al despedirse, él le entrega un sobre y ella vuelve a la mansión siempre seguida de lejos por el niño, quien observa que a Madame M. se le ha caído el sobre sin darse cuenta. Sólo se da cuenta al llegar a la mansión y desanda veloz el camino buscando infructuosamente el sobre, que ya el niño se apropió. La tristeza en que cae la mujer que ama afecta tanto al niño que decide devolverle el sobre, pero sin que sepa que es él quien lo hace. Sólo que ella es más lista de lo que el niño cree, y con el sobre en la mano va y lo besa en los labios, “un beso fugaz y ardiente”. Algo así tampoco se olvida, nunca. Me hace recordar uno de los versos más bellos del Don Carlos de Schiller, autor que tanto amaba Dostoievski: “Un instante vivido en el Paraíso no será expiado demasiado caro con la muerte”.

El cuento está narrado con tanta empatía hacia los dos protagonistas que uno sí olvida las circunstancias en que se escribió. Dostoievski estaba encarcelado con sus camaradas desde el 23 de abril de 1849, y en los primeros cuatro meses sólo se les permitió leer y escribir textos y documentos que tuvieran que ver con el proceso en marcha. Es decir, recién en septiembre pudo empezar Dostoievski a escribir “El pequeño héroe”, que es un canto a la pureza y al amor.

Casi terminando el cuento, el narrador reflexiona en lo que vio el niño al seguir a Madame M. rehaciendo su camino al bosque para buscar la carta que perdió, y que no encuentra. Y lo cuenta así:

No me cabe la menor duda de que para ella habría sido el mayor de los choques, casi un trueno, si su secreto se hubiera revelado de un modo tan brusco. Todavía recuerdo exactamente cómo era su cara en ese momento: no puede haber sufrimiento mayor. Sospechar, saber, estar convencida, como esperando la propia sentencia de muerte, de que su secreto podría ser descubierto en el próximo cuarto de hora, en el próximo minuto, que alguien encontraría la carta y la recogería.

Las cursivas son mías y me dicen que para cuando estaba por terminar de escribir su cuento ya sabía la condena que le esperaba en el juicio. Y tuvo, como Caravadossi en Tosca, el valor de cantar a la vida antes de que lo llevasen al paredón. El resto ya lo conocen.

 

 

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