Ricardo Bada: Un texto inédito de Fanny Buitrago
Como ya conté alguna vez en este blog, en la década de los 80, del siglo pasado, uno de los mejores suplementos culturales del mundo (el mejor, según Carlos Fuentes) era el de Diario16, en Madrid, a cuyo consejo editorial me honra el haber pertenecido. Ya casi al final de la década, a la redacción se le ocurrió la idea de pedir a destacados intelectuales de todo el mundo, pero con clara preferencia del iberoamericano, que escribieran la contratapa del suplemento bajo el rubro MI LIBRO FAVORITO. La cosecha fue fabulosa, y un editor con despierto sentido de la oportunidad podría publicar un libro de lo más enjundioso con el producto de aquella idea.
A mí se me dio el encargo de activar los contactos con escritores latinoamericanos que eran amigos míos y quisieran participar en el proyecto. Y claro que quisieron: conservo como oro en paño los manuscritos de Claribel Alegría (Rayuela), Luis Fayad (Pedro Páramo), Salvador Garmendia (La isla misteriosa, de Julio Verne), Ignacio de Loyola Brandão (Robinson Crusoe), Vlady Kociancich (el clásico chino Sueño en el Pabellón Rojo) y el escritor de la RDA Fritz Rudolf Fries, nacido en Bilbao, traductor al español del Amadís de Gaula y de Rayuela, y cuyo libro predilecto resultó ser Moby Dick. Pero no conservo, hélas!, el manuscrito de Álvaro Mutis, que se decantó por el Quijote. Estos siete textos se publicaron a lo largo de 1989, 1990.
Sí conservo además los manuscritos de otros cinco textos que no llegaron a publicarse por la debacle que se abatió sobre Diario16 y acabó con la publicación y su suplemento. Son los de Fanny Buitrago (El coloso de Marusi), Hernán Valdés (que no se limitó a un solo libro y tituló su aporte “Entre Proust y Fowles”), Antonio Cisneros (otro clásico chino, T’ung Shu), Miguel Barnet (Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde) y mi bueno y querido Lizando Chávez Alfaro, entonces embajador nicaragüense en Budapest, que eligió Hambre, de Knut Hamsun, un texto que les ofrecí como primicia el 28.11.2017, en este blog.
Sabedor de lo lento que molían las muelas del molino contable de Diario16, a varios de los autores les adelanté el honorario de mi propio bolsillo, esperando que recuperaría tales adelantos cuando los textos se publicaran. Fue una inversión fallida pero de la que no me arrepiento, pues ello me permite ofrecerles acá, con la conciencia muy tranquila, en un martes en que no se me ha ocurrido nada especial que contarles, un texto hasta ahora inédito: el texto de Fanny Buitrago sobre la novela de Henry Miller El coloso de Marusi. Helo aquí:
El coloso de Marusi, de Henry Miler,
por Fanny Buitrago
Al elegir mi libro favorito he señalado sin vacilar El coloso de Marusi, de Henry Miller, aunque tal elección me hace sentir como la mujer fuerte del Evangelio, que arrebatada por un súbito delirio, abandonase a su marido, hijos y amigos, marchándose con un amante. Porque El coloso… no es el único libro que he leído y releído infinidad de veces, ni Miller mi escritor de cabecera, ni el fabuloso Katsimbalist el único personaje que me ha hecho estremecer hasta la médula del espíritu. Si es que el espíritu la tiene.
Sin embargo, El coloso de Marusi es el único libro en mi trayectoria de lectora voraz que recomencé enseguida, después de la primera lectura, cuando Miller escribe «¡Paz a todos los hombres, digo, y vida mejor!» Era el amanecer y no soportaba ser interrumpida durante un sorpresivo viaje hacia la claridad.
El coloso de Marusi, como un aerolito desprendido del cielo azul de Grecia, me arrancó de un abismo cuando andaba sonámbula hacia los confines de la tristeza. Receta, bálsamo y conjuro, me fue prestado por mi amigo Iván Zuluaga. Al leerlo volví a caminar por las calles de Kabala, en donde una vez me extravié en un océano de luz, como si flotase en el tiempo y el espacio, y donde tuve pánico de hundirme para siempre en la fantasía. Allí encontré mi alma y la traje conmigo nuevamente.
En cada lectura me interno en senderos polvorientos, templos olvidados, oráculos, lugares de curación. Navego por mares de azogue y soles despiadados, entre olivos, laderas, tormentas, laberintos y otros territorios limítrofes a la magia, ¡y en Atenas encuentro a Katsimbalist! Es un personaje tan real como que en él se funde todo lo novelesco. Tan atractivo como Geoffrey Firmin, tan intenso como Heathcliff, imposible de olvidar como Arturo Cova o aquel pintor que mató a María Iribarne. Es la esencial del hombre mismo. El verdadero ser humano que el miedo y la violencia y el automatismo amenazan con desterrar de la superficie terrestre. Katsimbalist, desmesurado, tierno y locuaz, de risa fastuosa, capaz de interminables caminatas, interminables monólogos e interminables días de fiesta. Capaz de transformar la comida en un rito sagrado y la poesía en un intercambio afectivo digno de los semidioses. A quien Henry Miller adjudica corpulencia de toro, ternura de cordero, agilidad de leopardo, tenacidad de buitre y timidez de paloma.
Después visito la Creta de Minos, Cnosos, Nauplia, Eleusis y Faestos. Aspiro fragancias de tomillo, salvia, retsina, uzo, Siento el aliento del pueblo griego, con su espléndida belleza, su orgullo, sus dioses, sus tesoros, viñas y harapos. Voy de amistad en amistad: Lawrence Durrell y Mary, su mujer; Sherwood Anderson, Walt Whitman, Byron, Rimbaud, Aragon.Y en una página fantástica me encuentro el corazón del mundo, rojo y sangrante, colgado en la telaraña de un sueño. Al fondo vibra la música, la luz, ¡y el mar! con su magnificente envoltura líquida.
En otra lectura, la luminosidad devora la miseria del planeta y los Dioses antiguos nos saludan. Otra vez extraviada en una tierra sin tiempo y sin edad, me pregunto en dónde se encontrará nuestro reino de El Dorado, ¿bajo cueva o montículo?, que imagino revestido del fulgurante oricalco de la Atlántida. ¿En dónde lo sepultó la selva para escamotearlo a la codicia de los conquistadores? ¿Dónde? Y a tientas por la llanura de Messara, escucho la música del sol, mi propia música interior, y aleteo por los aires hacia el monte Thassos, en donde los monjes no permiten la entrada a ninguna mujer.
Descubro que no hay tristeza, no hay depresión, no hay guerra que pueda escamotearme el orgullo de pertenecer a la misma especie que el autor de El coloso de Marusi. Cada línea me acerca más y más a la inmensidad del caos, el pasado mítico, los monstruos y los cíclopes. Peregrina en una escalera hacia el misterio, recobro la fascinación de las primeras lecturas y mis pasiones literarias de adolescencia golpean nuevamente a la puerta. Necesito consultar otra vez las conversaciones de Don Quijote y Sancho Panza, asistir a las bodas de Camacho, recorrer la isla de Barataria y amar al Caballero de los Espejos. En un restaurante rechazo una mezcla de carne y leche agria, por respeto a la Biblia y aquello de «No hervirás al cabrito en la leche de su madre». Retorno a Samarkanda, a Bagdad, Ur de Caldea, el Templo del Sol en Sugamuxi, el Valle de los Reyes, Chichen-Itzá y los jardines colgantes de Babilonia.
En otra ocasión comparto el vino con Henry Miller y Lawrence Durrell. También el pan, la amistad y esa fuente de la eterna juventud que es la literatura. Escucho, entonces, la historia de los gallos del Ática. En una noche calurosa, en la Acrópolis. Katsimbalist, borracho y exaltado, dando saltos, pregunta a sus amigos «¿Queréis escuchar a los gallos de Ática?», y sin esperar respuesta corre hasta el borde del precipicio, lanza un estruendoso ¡Quiquiriquí! ¡Quiquiriquí! que trepa hasta los muros del Partenón, y en el fantástico apéndice de Lawrence Durrell para El coloso de Marusi, tomado fielmente de una carta, el grito repercute por toda la ciudad. Retumba, hace eclosión, y un gallo contesta soñolientamente, Después otro y luego otro, y otro más. La noche se puebla de cantos de gallos, y toda Atenas, y el Ática, ¡Grecia entera…! En Bogotá, suena el teléfono, trepida un automóvil y me encuentro frente a la ciudad envuelta entre la niebla crepuscular, mientras miles y miles de luces se encienden en círculos hechizados. Las montañas se me antojan monjes guerreros que nos vigilan en la naciente oscuridad.
Al iniciar el camino de los años noventa y releer mi libro favorito, siempre en busca de un acceso hacia la verdadera luz, contemplo la maravilla del azul evanescente del cielo griego en otros lugares que amo especialmente. Está en los claros veranos madrileños, en el otoño de Berlín y la belleza melancólica de Lisboa, en los exuberantes atardeceres del Caribe colombiano y el sedoso esmalte turquesa que aureola a veces mis sueños.
El día es soleado aquí, en Bogotá. No hace frío. Por la ventana entran oleadas de azul añil, «el color que es propiedad de los ángeles», como dice Henry Miller. Siento que el aire está lleno de aromas, duraznos, pomarrosas, albahaca y canela. Siento que a la larga la violencia será domada por el júbilo y la imaginación. Un día, el reino de El Dorado resugirá de los escombros que sepultan sus murallas y pórticos. Cesarán los fragores de la guerra y las huestes de las tinieblas se replegarán ante la luz. Mientras tanto, los lugares más hermosos están en el corazón y la memoria. Katsimbalist es todos los hombres.