Ricardo Bada – Una pluma invitada : Violeta Rojo – Todos somos monstruos
La Caracas actual es como si a una de sus tarjetas postales para turistas la hubiese trabajado en PhotoShop el Goya de los Caprichos. Valga esta reflexión para introducir el siguiente texto de mi amiga venezolana Violeta Rojo, escritora y profesora; un texto suyo que no precisa ninguna explicación, se explica por sí mismo :
TODOS SOMOS MONSTRUOS
Un día apareció en la acera de mi edificio una indigente. No es que sea raro, vivo en Caracas. Pero a diferencia de los otros muchos de la zona, esta era muy violenta. Los que pasan por aquí uno los conoce: el señor José Antonio, siempre leyendo el periódico tranquilazo; el gourmet que revisa la basura del automercado y se la come con gran placer; el que se pasa todo el día observando pájaros y mirando al Guaire con la misma expresión soñadora con la que nosotros miraríamos el Sena.
Esta era distinta. Miraba con odio, hedía de manera malsana, vibraba malísimo. Al llegar ella el señor José Antonio desapareció, el gourmet no volvió a sentarse en las bolsas de basura y el soñador se fue a mirar otros pájaros. En dos días cambió toda la energía de la calle. Ahora daba miedo pasar por allí. Convirtió la acera en una porquería de heces, orines y cientos de bolsas de basura llenas de no sé qué. Dormía sobre cartones que ocupaban el paso. Destruyó las matas.
Gritaba que no era mujer, que era un hombre, que era el presidente de la república, que la acera era de ella. Uno podía verla orinando al lado de unos niñitos que iban al colegio. Entraba a la panadería y exigía un café, mirando con tal ferocidad que los parroquianos se iban espantados. Para cruzar la calle yo caminaba una cuadra porque me daba asco y miedo pasar cerca de ella.
Comencé a llamar todos los días a la policía. La respuesta era que ya iban a mandar a unos funcionarios, pero nunca llegaron. Seguí insistiendo, hasta que uno de ellos, fastidiado, me dijo: “mire señora, en este país hay respeto a los derechos humanos, ella tiene derecho a estar allí”. Alegué sobre el derecho al tránsito, el problema de salubridad, el peligro, nuestros derechos que también existían. No hubo nada que hacer.
Todos los vecinos comenzamos a desesperar: defecaba en la puerta de la peluquería; espantaba a la clientela de la panadería gritando que le dieran dinero; el de la oficina pública comentó que frente a la cola de gente que espera por su pasaporte, la mujer rompía botellas y los miraba con fijeza.
Un día ella desapareció. Había rumores de que la GN se la había llevado, le había dado una paliza y la había desaparecido. Y ahí me preocupé más porque no me importó. Entendí los silencios sociales cuando lo que nos da miedo desaparece. Y me espantó que la vida de la loca no me pareciera un precio alto a cambio de mi tranquilidad.
Después supimos que la mujer estaba en Chacaíto. Quizás allí hay zonas donde puede fundirse con el paisaje de detritus. Cuando se fue, los vecinos adecentaron el espacio. Unos botaron las bolsas y los cartones, otros echaron unos manguerazos. Esa semana la alcaldía, después de una larga ausencia, volvió a limpiar la acera. En quince días no quedaba trazas del olor. El miedo desapareció, la vida volvió a los cauces habituales de suciedad, desabastecimiento, caos y violencia, pero no había una demente cerca. El cambio en la energía de la zona todavía me asombra. Me parece increíble que en menos de 15 días aquella mujer desbaratara todo.
También me parece increíble que todos tengamos un fascista dentro, y que el miedo elimine la racionalidad y los principios. ¿Cómo hago para que esta historia tan real no parezca una alegoría política?
Caray, poderoso, tétrico escrito.