Ricardo Bada: Volver a los Buddenbrooks, volver a Thomas Mann
La historia de la familia Buddenbrooks cumple 120 años y los lectores siguen celebrándola. En esta nueva visita a la novela de Thomas Mann salen al paso las obsesiones del escritor alemán y las pifias cometidas en cierta traducción.
El Premio Nobel de Literatura 1929 fue concedido a Thomas Mann “principalmente por su gran novela Buddenbrooks, que ha obtenido un reconocimiento cada vez mayor como una de las obras clásicas de la literatura contemporánea”. Fue la segunda vez que la Academia Sueca aludió en la fundamentación del premio a una obra concreta: la primera tuvo lugar en 1920, cuando acordaron otorgar el galardón a Knut Hamsun “por su obra monumental, Bendición de la tierra”. Thomas Mann describió entonces a Hamsun como un descendiente de Nietzsche y Dostoievski, añadiendo que nunca se había concedido el Premio Nobel a una persona más merecidamente.
En cuanto a la novela de Mann, se publicó el 26 de febrero de 1901, hace pues ahora 120 años, con subtítulo que suele olvidarse: Buddenbrooks. Verfall einer Familie [Buddenbrooks. Decadencia de una familia], y sin más ni más pasó a formar parte del canon de la literatura universal. El subtítulo es en realidad un understatement, porque lo que Mann narra con una precisión de neurocirujano, a sus nada más que 25 años, un mes y doce días, es la decadencia de la burguesía, o para ser más exactos, de la clase media alta, encarnada en esa familia de Lübeck, los Buddenbrooks.
Yo leí la edición de Janés de Buddenbrooks, en su colección Manantial que no cesa (que conservo y es un tesoro), en Sevilla, 1958; devoré sus 660 páginas de apretada tipografía en menos de tres tardes, tras las horas pasadas en la Universidad, donde estudiaba Leyes. Quedé atónito pensando en la edad del autor. Luego, en Alemania, y ya sabiendo alemán, la volví a leer en el original, y entretanto sabía mucho más acerca de ella. Que el editor, Samuel Fischer, al recibir el abultado manuscrito le escribió a Mann diciéndole que la aceptaba a condición de que la redujese a la mitad. Mann se negó en redondo y tuvo la suerte de contar a su favor con el consejo de lectura de la editorial. Fischer cedió, la publicó en dos volúmenes, y aunque hubo un principio algo reticente, a partir de la segunda edición empezó a venderse como chicles a la puerta de una escuela. Cuando le conceden el Nobel a Mann la edición en alemán y en los idiomas a que ya había sido traducida llegaba a los 185 000 ejemplares, y al lanzarse la edición de bolsillo, en diciembre de 1930, se había superado la barrera del millón. Al celebrarse el centenario de su publicación, en el 2001, llevaba vendidos más de 10 millones de ejemplares.
Uno de sus primeros reseñistas fue nadie menos que Rilke, quien escribió que Mann, al intentar ponerse a escribir un esbozo autobiográfico, “se vio en la necesidad de relatar la vida de cuatro generaciones. Lleva su tiempo, hay que tener tiempo para la secuencia tranquila y natural de estos acontecimientos, precisamente porque nada en el libro parece estar ahí para el lector”. Thomas Mann nos presenta un fresco que comienza en 1835 y termina en el 1900, cuando pone fin a su manuscrito. La historia de los Buddenbrooks contada con una lupa de microscopio y que nos hace vivir paso a paso el derrumbe de una familia patricia de Lübeck, desde la prosperidad hasta el despojo de su fortuna, y la reacción de la sociedad hanseática frente a tal infortunio, una reacción que no podía ser otra sino la sorna y aquello que los alemanes llaman schadenfreude, la alegría por el mal ajeno. Un réquiem alemán como el de Brahms, en toda regla.
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Los países no monárquicos disponen de sus propias dinastías. Con toda seguridad, para los Estados Unidos es la familia Kennedy. Con toda seguridad, para los griegos es la familia Onassis. Con toda seguridad, para los alemanes no es otra que la familia de Thomas Mann.
Además de su hermano Heinrich, el autor de la novela Professor Unrat (que llevada al cine se tituló El ángel azul y consagró internacionalmente a Marlene Dietrich), los seis hijos de Thomas Mann se dedicaron de un modo u otro a escribir o investigar: Erika, Klaus, Golo, Monika, Elisabeth y Michael. Hasta la viuda de Thomas Mann, Katja, si bien no escribió, sí dictó sus Memorias.
Pero no es éso tan sólo lo que los convierte en la dinastía alemana del siglo XX, sino el hecho de que sus destinos encierran tal cantidad de telenovela que todavía hoy nos dejan boquiabiertos. Se trata, como lo definió un periodista alemán, “de un clan de suicidas, drogadictos y pederastas, todos muy ingeniosos y bien educados, y todos terriblemente infelices (a excepción de la esposa de Thomas, Katja, y de su tercera hija, Elisabeth)”.
El mismo periodista añade que el éxito mantenido y la siempre viva actualidad de la gran novela de Thomas Mann, Buddenbrooks, radica en que “esta novela vivida es hoy tan atractiva e inteligible porque en su ambiente burgués ya se ensayó y preludió todo aquello que muy poco después de la muerte de Thomas Mann sería cotidiano en las comunas del mundo occidental, para consumistas pequeñoburgueses: sexo y drogas y rock & roll”.
Y una cosa es absolutamente cierta: con Thomas Mann tenemos el caso del único escritor que estuvo a punto de ganar dos veces el Premio Nobel de Literatura. Porque ganar dos veces el Premio Nobel ya lo había conseguido antes que él Madame Curie: el de Física en 1903 y el de Química en 1911. Y luego de la muerte de Thomas Mann ha habido otro doblemente galardonado: Linus C. Pauling obtuvo el de Química en 1954 y el de la Paz en 1962. Pero alguien que lograse dos Nobel, y del mismo cuño, y ése además el de Literatura, no hubo nunca. Thomas Mann estuvo a punto de serlo, pero como dijo alguien, antes de que se lo concedieran por segunda vez se murió por primera vez.
Por otra parte, también es un caso extremo el de Thomas Mann en el sentido de que ha tenido dos carreras literarias diametralmente distintas. La una cuando vivo, la otra cuando muerto: casi como el Cid. Y esta segunda carrera se inicia cuando se publican póstumamente sus Diarios, que son una auténtica joya de la literatura memorialística y uno de los descensos más vertiginosos a los abismos del alma humana. Nadie contaba con ellos, Thomas Mann había caído ya casi en el olvido, y de repente, ¡qué conmoción, la publicación de sus Diarios! Otra persona distinta de la que creíamos conocer, otra mirada, otras pisadas.
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A título personal diré que mi relación con Buddenbrooks ha sido muy fecunda, es posiblemente la novela a la cual dediqué la mayor atención a lo largo de toda mi vida de lector impenitente.
Allá por 1980, la emisora en la cual me desempeñaba, la Deutsche Welle (la BBC alemana), y Radio Madrid de la cadena S. E. R. decidieron coproducir en español una radionovela basada en un texto original alemán. En la reunión de pauta propuse Buddenbrooks y la propuesta se aceptó de manera unánime. Es más, me encargaron el manuscrito de la radionovela, y puse manos a la obra. Había que convertir aquellas 660 páginas en 65 capítulos de media hora cada uno, para emitir en 13 semanas, de lunes a viernes, debiendo acabar “en punta” los capítulos terminados en 5 o 0, a fin de mantener despierta la atención del oyente durante el fin de semana.
Tengo a la mano el ejemplar sobre el que trabajé y constato que llegué a capitular hasta la página 386, final de la Séptima Parte. Esa relectura a fondo, para la adaptación, escudriñando hasta el último rincón su arquitectura, elevó mi admiración a un grado superlativo, y aunque el proyecto finalmente no se llevó a cabo, me hizo releer de nuevo el original, que me dejó atónito. Tanta perfección es rara de encontrar en una ópera prima de esas dimensiones épicas.
Eso además de que leyéndola por primera vez, hace ya más de sesenta años, me despertó de un modo irreprimible una de mis pasiones más acendradas. Sepan por qué. En la página 57 de esa edición española que manejo, “tres o cuatro amiguitas tiran del cordón de la campanilla con todas sus fuerzas, y cuando aparece la vieja, Tony pregunta con simulada afabilidad si viven allí el señor y la señora Spucknapf, y luego echan a correr con gran alboroto”. El lector español se preguntará por qué, y en su curiosidad llegará al extremo de consultar un diccionario bilingüe, el cual le ilustrará acerca de que “spucknapf”, en alemán, significa “escupidera”. Con lo cual queda entendida la estúpida y cruel broma de las amiguitas.
Pero sigamos leyendo. Sólo dos páginas más adelante nos enteramos de que “el Pastor Hirte consideraba el colmo de la felicidad la coincidencia entre su profesión y su nombre”. Y aquí, el traiductor se consideró obligado a añadir una nota en la que explica que “Hirte”, en alemán, significa pastor. Es decir, que en una frase cuya enunciación nos está diciendo bien claro que en alemán “Hirte” significa pastor, el traiductor nos lo aclara a pie de página, pero dos páginas más atrás, donde nada permite adivinar la razón de que unas niñas echen a correr alborozadas luego de haberle preguntado a una viejecita si en su casa vive el matrimonio Spucknapf, el mismo traiductor no nos aclaró nada. ¡Pues qué bien!… Ese fue el momento en que nació mi irredimible pasión cinegética por la jungla de la traducción.
Entretanto, el lector avisado habrá ya descubierto que cada vez que me refiero a esta obra maestra de Thomas Mann la nombro llamándola Buddenbrooks y no Los Buddenbrook, como se la conoce comúnmente en nuestro idioma. Tengo mis razones para ello, en las cuales me asiste una autoridad tan indiscutible como es la del propio autor.
Ocurre que en 1950 un aristócrata escandinavo, el barón Buddenbrock, le escribió a Thomas Mann interesándose por saber de dónde había sacado el patronímico de su novela, y si existía alguna conexión entre su familia y la del libro. Y Mann le contestó desde Suiza lo que sigue: “Mi novela juvenil se titula Buddenbrooks y no Los Buddenbrooks. Este artículo sólo se lo antepondría a un apellido noble, no a uno burgués”. Y luego le dice que Buddenbrook significa “páramo de tierras bajas” y que recuerda haber leído acerca de un barón von Buddenbrook (no Buddenbrock) en una novela de Theodor Fontane, posiblemente El Stechlin, pero que Buddenbrook, sin el “von”, se encuentra en los ambientes burgueses de la Baja Alemania. Así de sutil y de escrupuloso era Thomas Mann. Créanme si les digo que vale la pena [re]leerlo.
Ricardo Bada
Escritor y periodista, residente en Alemania desde 1963. Editor en ese país de la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Cela, y autor de Don Enrique, la única antología integral en castellano de la obra de Heinrich Böll.