Ricardo Bada: Ya basta de prejuicios
Estoy hasta la coronilla (para decirlo de una manera casta) de los prejuicios, y mucho más si son positivos. Leo en una reseña de un libro de Muñoz Molina:«Lisboa es la ciudad de la saudade. No es posible caminar por sus calles, plazas y parques sin experimentar nostalgia, melancolía y cierto fatalismo». Mierda de la que cagó la gata (estreñida).
¿Por cuál ciudad de Occidente, con las posibles excepciones de Andorra la Vella, Vaduz y Huelva –pero es cosa que tendrían que ratificar sus habitantes– no se camina hoy sin experimentar nostalgia, melancolía, cierto fatalismo y unas invencibles ganas de volver al hotel para descansar de tanto siglo XX y comienzos del XXI? ¿Qué es esto, diosito mío, pecado de incorrección turística? Pues que lo sea, pero no me apeo del burro.
Por supuesto, si los prejuicios positivos son la mayoría de ellos espejismos de la industria del ocio, los negativos son todo lo contrario del cerdo: no tienen presa buena.
En español (al menos en España), lo de ser celoso como un moro, trabajar como un chino, beber como un cosaco y calificar al despelote como “una merienda de negros” está, sigue estando, a la orden del día.
Por tierras alemanas se dice de alguien que es orgulloso como un español y si las finanzas andan manga por hombro eso es “economía polaca” y a los barrotes en las ventanas de las cárceles se los llama “cortinas suecas”.
A la sífilis se la anatemiza como “el mal francés” o “la enfermedad inglesa” según sea el lado del canal de la Mancha donde se la nombre.
La Argentina rubicunda despreció como “cabecitas negras” a los argentinos de la provincia que emigraban a Buenos Aires.
Hasta los bolivianos, gente pacífica por lo natural, aseguran de algo que los asusta que es “más temible que mapa hecho por un chileno”.
En los Países Bajos, de alguien que maneja a su manera se dice que conduce como un turco. Y en los tiempos inmediatos a la derrota de 1974 en la final de Múnich, donde la naranja mecánica de Cruijff perdió por 2:1 frente a Alemania, el apellido del capitán del equipo germano, un tal Beckenbauer, se consideraba un insulto si se le espetaba a alguien en medio de una discusión. Hay jurisprudencia sobre el caso. Pero el prejuicio mayor de los neerlandeses con sus vecinos alemanes –y casi que lo acepto con una sonrisa– se plasmó en las pancartas que llevaban a los estadios cuando se enfrentaban equipos de esos dos países. En ellas podía leerse “Waar is de fiets van mijn oma? [¿Dónde está la bici de mi abuela?]”, con lo cual acusaban a los alemanes de ladrones durante el tiempo que mantuvieron ocupado el país en la 2.ª guerra mundial. Hoy en día ya no suelen verse.
Y esta jeremiada se me ha ocurrido traerla a la pantalla al encontrarme una sorpresa inesperada y morrocotuda cuando entré a hacer una consulta en el Tesoro de la Lengua Castellana o Española, de don Sebastián de Covarrubias, de nada menos que el año 1611. De repente se me fue la mirada a la palabra “pesadilla” y me di de manos a boca con esta definición: «Un humor melancólico, que aprieta el coraçón con algún sueño horrible, como que se carga encima un negro, o caemos en los cuernos de un toro, etc.»
“Como que se carga encima un negro”… Como si no hubiera blancos harto más pesados que los negros. En fin, lo dije en público, a través de una emisora, en 1960, que los españoles no íbamos a tener problema alguno con nuestros compatriotas de los territorios africanos, ya que no somos racistas porque, gracias a Dios, todos somos blancos. Me costó una carrera de comentarista político y ello fue la espoleta que me decidió a autoexiliarme. Mi primera batalla librada contra los prejuicios.