Richard Ford: «Lo que me infunde esperanza son los actos cuyo objetivo es expandir la tolerancia»
Es con alegría que queremos compartir con ustedes las palabras del escritor norteamericano Richard Ford, en la ceremonia de entrega del Premio Princesa de Asturias de las Letras. Autor de obras como «El Día de la Independencia», o «Canadá», y creador de su peculiar «alter ego», Frank Bascombe, Ford -todo un avezado explorador de las existencias «ordinarias» y de las relaciones familiares- es hoy uno de los más finos exponentes de la ficción literaria en inglés. Ganador de otros premios como el Faulkner o el Pulitzer, es considerado desde hace años uno de los aspirantes más merecedores del Premio Nobel.
América 2.1
———————————————————————-
Discurso íntegro del escritor pronunciado en el teatro Campoamor de Oviedo
Majestades,
Queridos Premiados,
Señoras y señores:
Pueden imaginarse ustedes el gran revuelo en nuestra casa –de Kristina y mía– cuando una mañana del verano pasado recibimos un e-mail de Su Majestad, en el que se me informaba que –inexplicablemente– se me había concedido y se me iba a entregar hoy este premio magnífico. Siendo como soy norteamericano, tengo…, digamos… un «contacto nada frecuente» con…, en fin, con Monarca alguno. Y mucho menos con un Rey y una Reina de tan alta realeza como Sus Majestades. Pero estoy seguro de que podré acostumbrarme: soy escritor. Y no estoy tan ocupado. Tengo tiempo para estas cosas. Confío en que su majestad el Rey Felipe y yo podamos seguir en contacto. Creo que el hecho de escribir a un Rey, y de que ese Rey escriba a un novelista (aun sin mediar este premio) seguramente sacaría a la luz lo mejor de cada uno. Y no es que lo mejor de Su Majestad no se manifieste en todo momento.
Supongo que el hecho de estar aquí hoy, en este gran salón, en compañía de tantos notables, y de Sus Majestades, debería quizá infundirme un sentimiento de humildad. Pero se me hace difícil sentirme humilde en este estrado donde un día estuvo Woody Allen. Siento más bien un regocijo gozoso ante la maravilla de la vida, ante lo que nos puede acontecer en ella. Estoy seguro de que todos los que estamos hoy aquí sentimos lo mismo. Sin embargo, quienes somos escritores percibimos siempre lo extraordinario que pueda haber en ese acontecer. Lo sabemos, pues lo encaramos cada día en cada página. Ortega y Gasset escribió –y para muchos de los presentes esto supondrá una observación icónica–, Ortega y Gasset escribió que «…la vida se nos da vacía». Para expresarlo con sencillez, existir se convierte en una tarea poética. Recibir la vida «vacía» no es sino otra forma de decir que todo puede suceder. Y la tarea poética del escritor consiste en hacer que, con la ayuda de la imaginación, sucedan más cosas, a fin de acrecentar el número de las que pueden concebirse, y al hacerlo realzar la riqueza y la densidad de las posibilidades humanas.
Para mí, esa tarea «poética» convierte el oficio de escritor en una vocación gozosa, y optimista: los días como hoy (si es que alguna vez pudiera darse otro día como el de hoy) encarnan casi a la perfección ese carácter gozoso y optimista.
Los escritores son optimistas natos –si no siempre gozosos natos–. A fin de cuentas, no competimos entre nosotros –o no deberíamos hacerlo–. Cuando a alguno le sucede algo bueno todos nos beneficiamos, pues vemos refrendada nuestra creencia de que pueden suceder cosas buenas. Un escritor de vocación da por supuesto asimismo un futuro en el que habrá lectores a los que les serán provechosos nuestros libros. También es privilegio de nuestra vocación crear para los demás algo bueno que antes no existía. Mi fallo como escritor –un fallo contra el que he luchado toda mi vida (tal vez a ustedes les pase lo mismo)– está en que aun siendo optimista a veces pierdo mi don para lo gozoso. Los asuntos graves me vuelven demasiado grave; en el mundo actual, el mundo que vemos a nuestro alrededor, hay excesiva gravedad, y ello no predispone demasiado a la alegría –los norteamericanos lo vivimos cuando vemos que Donad Trump puede llegar a ser nuestro próximo presidente–. Y les pasa lo mismo a los ciudadanos españoles cuando ven las desigualdades de renta y el abatimiento económico. Y les pasa también a los franceses, y a los griegos, y a los eritreos que huyen de África. Al parecer la alegría mengua velozmente en el mundo; por lo que supongo que se hacen aún más necesarios los actos de la imaginación encaminados a inventarla.
El novelista norteamericano Henry James escribió una vez que no hay temas más humanos que los que reflejan, en la confusión vital, la relación entre la dicha y la carga, la relación entre las cosas que ayudan y las cosas que causan sufrimiento. Lo que James quería decir era que la vida está llena de infortunios, como la Biblia nos dice; pero que es posible aunar la desdicha con la felicidad –e incluso con lo gozoso– mediante actos de imaginación. Como las dos caras de la máscara del teatro. No puedo generalizar y decirles a ustedes que la gran literatura sigue siempre una sola dirección, en un sentido o en otro. Pero sí puedo decir que si estuviera en mi mano querría ser un gran escritor; y que mi estrategia para lograrlo es siempre, si está a mi alcance, escribir historias que aúnen lo desdichado con lo jubiloso, y que al hacerlo se expanda nuestra conciencia de las posibilidades humanas, nuestra conciencia de que cualquier cosa es posible. Sería otra manera de entender a Ortega y su poética de la existencia. En suma: la literatura es libre, ¿no? En una sociedad libre como la mía y la de ustedes, nadie nos dice lo que debemos escribir. Nada depende del resultado de lo que escribimos salvo si lo que escribimos consigue éxito y es grande. ¿Por qué no tratamos –como hizo Cervantes– de imaginar más, por mucho que las fuerzas reduccionistas de la convención social nos digan que imaginemos menos?
Cuando veo la televisión y leo los periódicos en mi casa, en mi país, veo, por todas partes, que los intolerantes del mundo se afanan por dividir violentamente a los seres humanos. Para nosotros los escritores, sin embargo, la primera fuente de consuelo, la encarnación de nuestro optimismo está en «el otro», en lo mutuo. Lo que me infunde esperanza –a veces es lo único que puede hacerlo– son los actos cuyo objetivo es expandir la tolerancia, la aceptación del otro y la empatía, más allá de lo convencional, de lo meramente práctico y de lo mezquino. Los actos «poéticos» –bien podría decir Ortega– que son a un tiempo actos políticos.
Me considero un novelista político. Y no porque escriba acerca de políticos, de elecciones y de asuntos del gobierno y sus consecuencias (cosa que ya hago), sino porque, en mayor medida, todo lo que acabo de decir «es» la política. La política determina el destino de la humanidad al acrecentar nuestra capacidad de aceptar al prójimo, y de encontrar la empatía mutua y una causa común para todos. Si pudiera, rescataría lo que entendemos por política y restauraría el valor de esta palabra; me cercioraría de que evocara la necesidad de una respuesta imaginativa que nos hiciera recuperar la capacidad de vivir juntos –tal como puede suceder en la literatura–, y de que la política no acabara siendo, como en Estados Unidos, sinónimo de egoísmo y cinismo y engaño y despropósito. Sinónimo de infortunio.
Hoy es un día de esperanza. Sé que al recibir este valioso premio puede parecer que pienso que hoy todo tiene mejor aspecto en todas partes, y que poseo un don especial para la verdad. No es así. Hoy soy afortunado, eso es todo. Llegado el día, otro escritor estará donde yo estoy ahora. Y creo que esto es esperanzador. Pero es una verdad evidente para todos que el día de hoy constituye una breve, alentadora y hasta jubilosa unión, una pequeña y exquisita muestra de la clase de unión que el mundo literalmente se muere por lograr. Algo está sucediendo hoy aquí. Se ha traducido con talento la literatura de una lengua «extranjera», una lengua de una cultura distinta. Un editor valiente e idealista ha asumido el gran riesgo de apadrinar esta escritura, y se empeña en encontrar los lectores a quienes va dirigida. Bibliotecarios y libreros se han unido; la televisión difunde este acontecimiento en todo el planeta; Sus Majestades han dado su imprimátur; todo ello atestigua que hoy no solo asistimos a un acto literario sino también a un acto político, ambos en el sentido más básico y democrático del término «política», allí donde florece la expresión libre, y asimismo en su sentido más emblemático e histórico.
Hoy tengo aquí un cometido de representación, de subrogación de mis colegas del mundo, que valerosamente están haciendo grandes cosas en pro de la tolerancia y la empatía y el destino de todos, a menudo en circunstancias mucho más difíciles de las que yo haya tenido que afrontar nunca. Yo no vuelvo a casa en Siria. No vuelvo a casa en Birmania, o en Sudán del Sur, donde la tarea de la literatura –hacer que algo suceda, hacer que una vida vacía se convierta en poética para bien de todos– es prácticamente imposible. Y sin embargo la cumplen. Cabe la posibilidad de que alguno de ellos esté aquí el año que viene. Mi compromiso, inspirado por este premio, es fácil. Consiste sencillamente en procurar no pensar que este maravilloso obsequio es un galardón que se me otorga al final de mi andadura, no pensar que soy demasiado viejo, que estoy en el ocaso de mi vida, sino más bien considerarlo un estímulo, un afianzamiento de mi determinación de crear algo provechoso para el mundo. Tal vez aportar alegría. Para lograrlo, para esta tarea, les prometo que voy a poner lo mejor de mí mismo.