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Robert Redford, el natural

Redford en Todos los hombres del presidente (Pakula, 1976). Foto: IFA Film/Entertainment Pictures

Al ver la carrera de Robert Redford (1936-2025), modelo inalcanzable de masculinidad, actor y cineasta con olfato envidiable, organizador de festivales y activista por el medio ambiente, parece inevitable concluir que su destino era triunfar.

El chiste fue recurrente a inicios de los años 90. Un matrimonio sale del cine después de ver Una propuesta indecorosa (Lyne, 1993), el dizque provocador melodrama sexoso-romántico en el que el poderoso multimillonario Robert Redford le ofrece un millón de dólares a la joven pareja formada por Woody Harrelson y Demi Moore con la única condición de que la atractiva mujer pase una noche con el enigmático ricachón.

El matrimonio que acaba de ver la película camina en silencio hacia el estacionamiento. De repente, el marido se dirige a la mujer: “¿Tú te acostarías con Robert Redford por un millón de dólares?”. La esposa, todavía con la intensa mirada azul del actor en su mente, contesta sin pensarlo: “No tengo ese dinero, pero trataría de convencerlo de que le pagaría en abonos chiquitos el resto de mi vida”.

Para cuando protagonizó la ridícula Una propuesta indecorosa –tal vez su peor película y, también, una de sus más exitosas–, Redford tenía casi 60 años, pero el chiste tiene sentido porque, como cualquier pieza de humor, conlleva mucho de verdad. Para varias generaciones de cinéfilos, tanto de hombres como de mujeres, Redford fue un modelo inalcanzable de masculinidad. Era el galán por el que suspiraban muchas, era el galán que añoraban ser muchos. Provenía de ese escaso material del que están hechas las auténticas estrellas de cine.

 

 

 

Jack Lemmon dijo alguna vez que el secreto para tener una larga carrera en Hollywood era interpretar un tipo de personaje que nadie más podía hacer. O sea, ser el único dueño de un pedacito del pastel hollywoodense, por más pequeñito que fuera. Este fue el caso de Redford: su tipo de masculinidad carecía del extravagante humor autoirrisorio del que era capaz Cary Grant, pero tampoco presumía la arrogancia tóxica de un Clark Gable, la vulnerabilidad a flor de piel de James Dean, la desnudez emocional del primer Marlon Brando o el encantador desparpajo de su camarada Paul Newman, con quien protagonizó Butch Cassidy (Hill, 1969), acaso su película más conocida.

La masculinidad de Redford estuvo marcada, las más de las veces, por su reticencia: buena parte de sus personajes llamaban la atención no tanto por su personalidad extrovertida sino por su insoslayable atractivo físico, porque no solían ser tipos amenazantes –nunca encarnó a un villano en toda su carrera– y, además, porque siempre parecían en plena forma (en su juventud, como prospecto beisbolero, Redford se ganó una beca para estudiar en la Universidad de Colorado y siguió practicando todo tipo de deportes el resto de su vida). Es decir, con ese rostro y con ese cuerpo, los personajes de Redford no tenían que esforzarse mucho para atraer la atención: de ahí viene, acaso, el carácter evasivo del misterioso protagonista de El gran Gatsby (Clayton, 1973) o el decepcionante cálculo de su acomodaticio Hubbel Gardiner de Nuestros años felices (Pollack, 1973).

Su rango como actor era, pues, bastante limitado –lo que no es tan extraño cuando hablamos de una estrella de cine: ese fue el caso también de Humphrey Bogart o de nuestro Pedro Infante–, pero esto no es un defecto sino una característica. En ese rango en particular, Redford no tuvo competencia alguna desde sus primeros papeles protagónicos en Una mujer sin horizonte (Pollack, 1966), al lado de Natalie Wood,Descalzos en el parque (Saks, 1967), una blanda pero muy entretenida comedia romántica en la que interpretó a un personaje que ya había encarnado en teatro, acompañado por su amiga y compañera de convicciones políticas Jane Fonda.

El calculador desapego que solía mostrar en algunos de sus personajes no se correspondía en lo absoluto con su comportamiento detrás de las cámaras. En cuanto tuvo la oportunidad, Redford se involucró de manera directa en proyectos muy cercanos a sus intereses, como fue el caso de la cinta deportiva Cuesta abajo (Ritchie, 1969), en la que interpreta a un esquiador que compite con el equipo estadounidense en Europa, y que terminó produciendo él mismo. La ambiciosa determinación de este personaje –uno de los pocos con ciertos claroscuros entre todos los que encarnó– se puede constatar en muchas de las decisiones que tomó a lo largo de la década de los 70, seguramente la mejor de su carrera como actor y como estrella.

 

 

Fueron tanto su olfato cinematográfico como sus intachables convicciones liberales lo que lo llevaron a concebir su película más importante, Todos los hombres del presidente (Pakula, 1976), la adaptación cinematográfica del libro homónimo escrito por los periodistas del Washington Post Carl Bernstein y Bob Woodward, en el que narran cómo revelaron el escándalo Watergate que llevó a la renuncia de Richard Nixon. Amigo personal de los periodistas, Redford estuvo en contacto constante con ellos desde antes de que escribieran el libro, les compró los derechos por la muy jugosa cantidad de 450 mil dólares y llevó el proyecto a la Warner Bros., que accedió a financiarla con la condición de que Redford, en ese momento la estrella masculina más redituable de Hollywood, la protagonizara. Redford aceptó el trato pero, consciente de que necesitaba un actor de peso como contraparte, convenció a Dustin Hoffman para que protagonizara el filme junto a él.

Visto a casi medio siglo de distancia, este absorbente thriller periodístico resulta más pertinente que nunca, por más que ahora se sienta como una fantasía, no tanto por la incongruente presencia de Redford en pantalla –¿ha estado usted alguna vez en la redacción de un periódico? ¿Cuántos periodistas se parecen a él?–, sino porque esos tiempos en los que un presidente gringo renunciaba por abusar de su poder parecen muy lejanos. El Estados Unidos deTodos los hombres del presidente ya no existe, ya fue.

En las siguientes décadas, Redford espació sus actuaciones –¿las mejores?: el thriller carcelario Brubaker (Rosenberg, 1980), la fantasía beisbolera El mejor (Levinson, 1984), el minimalista filme marítimo Todo está perdido (Chandor, 2013) y su irresistible despedida como estrella Un caballero y su revolver (Lowery, 2018)– para dedicarse a dirigir y producir su propio cine, además de fundar en Utah, la nevada tierra salvaje que eligió como hogar, su muy personal utopía cinematográfica, el Sundance Film Institute que lo llevaría a crear en 1981 el Sundance Film Festival, emblemático certamen cinematográfico del naciente cine indie estadounidense de los años 80 que serviría como plataforma de presentación de una nueva generación de cineastas encabezada por Steven Soderbergh, Quentin Tarantino, Richard Linklater y Wes Anderson. A sus bien conocidas inclinaciones políticas liberales –aunque no siempre apoyó a demócratas: llegó a hacer campaña también por políticos republicanos–, Redford sumó un creciente interés por la protección del medio ambiente, a tal grado que adquirió vastas cantidades de tierra virgen en Utah con el fin de conservarlas.

Como cineasta, Redford nunca llegó a opacar su insoslayable estatura como icono fílmico. Por más que haya ganado su único Oscar no como actor sino como cineasta al dirigir su ópera prima Gente como uno (1980), el hecho es que la dirección de este decente melodrama familiar no tiene nada que hacer frente a los trabajos de los otros cineastas nominados y ninguneados en esa entrega, como el Martin Scorsese de Toro salvaje (1980), el David Lynch de El hombre elefante (1980) o el Roman Polanski de Tess (1980). A su favor, si bien es cierto que ninguna de las nueve cintas que dirigió es una obra maestra, tampoco ninguna de ellas le provoca pena ajena al espectador: se trata de filmes profesionalmente realizados en los que Redford exploró varios géneros con eficacia innegable: la comedia de costumbres (El secreto de Milagro, 1988), el melodrama familiar (Nada es para siempre, 1992), el cine deportivo (Leyendas de vida, 2000), o el thriller (Leones por corderos, 2007). A mi parecer, su insuperada obra mayor fue su sólido drama biográfico Quiz show: El dilema (1994), en el que capciosamente devela lo pernicioso que puede resultar la creación de mitos, incluso para quienes participan en esa misma fabricación.

Si uno revisa la trayectoria de vida de este hombre que falleció hace unos días mientras dormía en su casa de Utah, uno puede llegar a la (¿mistificada?) conclusión de que Redford nunca conoció la adversidad, la derrota o el fracaso. Nunca supo lo que era topar con pared y todo lo que quiso hacer –convertirse en actor, producir tal o cual película, convertirse en cineasta, fundar una institución que apoyara el cine independiente, empujar las causas políticas de su interés– lo hizo y, dijera el clásico, a su manera.

Cuando Mike Nichols estaba eligiendo al protagonista de la que sería su obra maestra, El graduado (1967), Robert Redford hizo una audición para buscar el papel que encarnaría Dustin Hoffman. En cuanto lo vio entrar, Nichols lo desechó de inmediato: “Tú nunca podrías interpretar a un perdedor”, le dijo. Redford trató de convencerlo: “¡Claro que podía encarnar a un pobre diablo tímido y recién salido de la universidad!” “¿Ah, sí?”, le dijo Nichols, “¿alguna vez te ha mandado a la banca una muchacha?”. Redford miró a Nichols desconcertado. “No entiendo qué quieres decir”, le contestó. Por supuesto que no: Redford nunca conoció el fracaso. Su destino fue triunfar. ~

 

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